La lucha por la vida III: 001
Prólogo
Pág. 001 de 127
|
La lucha por la vida III | Pío Baroja |
---|
Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
-Vámonos ya -dijo el más alto de los mozos.
-Vamos -repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron a andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño, hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino.
-Pasado mañana ya estaremos allí -dijo el mocetón alegremente.
-Quién sabe -replicó el otro.
-¿Cómo, quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
-Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
-¿Que no vas?
-No.
-¿Y por qué?
-Porque estoy decidido a no ser cura.
Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando a su amigo con extrañeza.
-¡Pero tú estás loco, Juan!
-No; no estoy loco, Martín.
-¿No piensas volver al seminario?
-No.
-¿Y qué vas a hacer?
-Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
-¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
-Es que yo no creo en nada.
El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
-Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
-Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador -dijo el más bajo de los dos con vehemencia-, y yo no quiero engañar a la gente, como él.