La lucha por la vida III: 019
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La lucha por la vida III Primera parte | Pío Baroja |
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-¡Qué tonto eres, hijo!
-¿Será muy nerviosa? -preguntó Juan.
-No -replicó la Ignacia-; es que trabaja como una burra, y así se va a poner mala; ya lo ha dicho el señor Canuto. Una enfermedad viene con cualquier cosa...
-¡Vaya una autoridad! —dijo riéndose la Salvadora-. ¡Un veterinario! A ése le debía usted hacer el retrato. Ese sí que tiene la cara rara.
-No, no me interesan los veterinarios. Pero de veras, ¿no tiene usted al día una hora libre para servirme de modelo?
-Sí dijo Manuel-; ¡ya lo creo!
-¿Y hay que estarse quieta, quieta? Porque no lo voy a aguantar.
-No; podrá usted hablar, y descansará usted cuando quiera.
-¿Y de qué va usted a hacer el retrato?
-Primero, de barro, y luego lo sacaré en yeso o en mármol.
-Nada, mañana se empieza —dijo Manuel-. Está dicho.
Estaban en el postre cuando llamaron a la puerta, y entraron en el comedor los dos Rebolledo y el señor Canuto. Manuel los presentó a Juan, y mientras tomaban café, charlaron. Juan, a instancia del barbero, contó las novedades que había visto en París, en Bruselas y en Londres.
Perico le hizo algunas preguntas relacionadas con cuestiones de electricidad; Rebolledo el padre, y el señor Canuto escuchaban atentos, tratando de grabar bien en la memoria lo que oían.
-Sí, en esos pueblos se debe poder vivir —dijo el señor Canuto.
-Cuesta trabajo llegar -contestó Juan-;pero el que tiene talento sube. Allí la sociedad no desperdicia la inteligencia de nadie; hay mucha escuela libre.
-Ahí está. Eso es lo que no se hace aquí -dijo Rebolledo-. Yo creo que si hubiera tenido sitio donde aprender, hubiera llegado a ser un buen mecánico, como el señor Canuto hubiera sido un buen médico.
-Yo, no -dijo el viejo.
-Usted, sí.
-Hombre, hace algún tiempo, quizá. Cuando vine aquí y puse mi máquina en movimiento, no sé si por la primera expansión de los gases, fui encaramándome, encaramándome poco a poco, eso es; pero luego vino el desplome. Y yo no sé si ahora mi cerebro se ha convertido en un caracol o en un cangrejo, porque voy en mi vida reculando y reculando.
Eso es.
Este extraño discurso fue acompañado de ademanes igualmente extraños, y no dejó de producir cierta estupefacción en Juan.
-Pero ¿por qué no habla usted como todo el mundo, señor Canuto? -le preguntó, burlonamente, la Salvadora por lo bajo.
-Si tuviera veinte -y el viejo guiñó un ojo con malicia ya te gustaría mi parafraseo, ya. Te conozco, Salvadorita. Ya sabes lo que yo digo. Cuchichí, cuchichá..., cuchichear.
Se echaron todos a reír.
-¿Y cómo llegó usted a París? -preguntó Perico-. En seguida que se escapó usted del seminario, ¿fue usted allá?
-No, ¡quiá! Pasé las de Caín antes.
-Cuenta, cuenta eso -dijo Manuel.
-Pues nada. Anduve cerca de un mes de pueblo en pueblo, hasta que, en Tarazona, entré a formar parte de una compañía de cómicos de las legua, constituida por los individuos de una sola familia. El director y primer actor se llamaba don Teófilo García; su hermano, el galán joven, Maximiano García, y el padre de los dos, que era el barba, don Símaco García. Allí todos eran Garcías. Era esta familia la más ordenada, económica y burguesa que uno puede imaginarse. La característica, doña Celsa, que era la mujer de don Símaco, repasaba los papeles mientras guisaba; Teófilo tenía una comisión de corbatas y de botones; don Símaco vendía libros; Maximiano ganaba algunas pesetas jugando al billar, y las muchachas, que eran cuatro, Teodolinda, Berenguela, Mencía y Sol, las cuatro a cual más feas, se dedicaban a hacer encaje de bolillos. Yo entré como apuntador, y recorrimos muchos pueblos de Aragón y de Cataluña. Una noche, en Reus, habíamos hecho La cruz del matrimonio, y al terminar la función, fuimos Maximiano y yo al Casino. Mientras él jugaba a mi lado vi a un chico que estaba haciendo un retrato, al lápiz, de un señor. Me puse yo también a hacer lo mismo en la parte de atrás de un prospecto.