La lucha por la vida III: 026
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La lucha por la vida III Primera parte | Pío Baroja |
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Entraron, y por una rampa en cuesta, entre boscaje, bajaron a un cobertizo de madera con mesas rústicas, espejos y unas cuantas ventanas con persianas verdes. A un lado había un mostrador como de taberna; en medio, un organillo con ruedas.
No había mas que tres o cuatro mesas ocupadas, y en el mostrador, un viejo y varios mozos de café.
-Esto parece una casa de baños -dijo Juan-; parece que por una de esas ventanas se ha de ver el mar. ¿No es verdad?
Se acercó uno de los mozos a la mesa a preguntarles lo que deseaban.
-Pues, nada; queremos merendar.
-Tendrán ustedes que esperar algo.
-Sí; esperaremos.
En esto, el señor viejo que estaba en el mostrador salió de allá, se acercó a ellos, les saludó respetuosamente, agitando la gorra en la mano, y, sonriendo, dijo:
-Señores: soy el amo de este establecimiento, en donde han tomado ustedes asiento y se les servirá un alimento con un buen condimento, que aquí hay un buen sentimiento, aunque poco ornamento, y si alguno está sediento, se le traerá un refrescamiento; conque vean este documento -y enseñó una lista de los precios - y ande el movimiento.
Ante un discurso tan absurdo, todo el mundo quedó asombrado; el viejo se sonrió y remató su perorata exclamando:
-¡Mátala! ¡Viva la niña!
Leyeron la lista de los precios; llamaron al mozo, quien los dijo que, si les parecía bien, podrían trasladarse a un cuarto que daba a la terraza, donde estarían solos.
Subieron por unas escaleras a un barracón largo, dividido en compartimientos, con un corredor a un lado.
Un par de chulos de chaqueta corta y pantalón de odalisca, sacaron el organillo a la terraza. Iba entrando gente, y las parejas comenzaban a bailar.
Trajeron la merienda, el vino y la cerveza, y se iban a poner a comer, cuando volvió el amo del merendero y saludó con la gorra en la mano.
-Señores -dijo: -Si están ustedes bien en este departamento y sienten desfallecimiento, deben dedicarse pronto al mandamiento y echar fuera el entristecimiento, el descontendo y el desaliento. Por eso digo yo, y no miento, mi mejor argumento: ¡Ande el movimiento!
Rebolledo, el jorobado, que miraba al viejo sonriendo, agazapado en su silla como un conejo, terminó la alocución gritando:
-¡Mátala! ¡Viva la niña! .
El viejo sonrió y ofreció su mano al jorobado, quien se la estrechó cómicamente. Todos, se echaron a reír a carcajadas, y el viejo, muy satisfecho de su éxito, se marchó por el corredor. Al único a quien no le pareció bien la cosa fue al señor Canuto, que murmuró:
-¿A qué viene este burgante con esas teorías?
-¿Qué teorías? preguntó Juan algo asombrado.
-Esas simplezas que viene diciendo, que no son más que teorías... alegorías, chapucerías y nada más. Eso es.
-En vez de tonterías, dice teorías el señor Canuto -advirtió Manuel a Juan, por lo bajo.
-¡Ah, vamos! Comieron alegremente al son del pianillo, que tocaba tangos, polcas y pasodobles. La terraza, poco a poco se había llenado de gente.
-Qué, ¿echamos un baile, señora Ignacia? -dijo Perico a la hermana de Manuel.
-Yo, ¡Dios bendito! ¡Qué barbaridad!
-Y usted, ¿no baila? -preguntó Juan a la Salvadora.
-No, casi nunca.
-Yo la sacaría a usted si supiera. Anda, tú, Manuel. No seas poltrón.