La lucha por la vida III: 033
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La lucha por la vida III Primera parte | Pío Baroja |
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A consecuencia de la fatiga y de las preocupaciones, Manuel comenzó a encontrarse malo. Sentía un gran desmadejamiento en todo el cuerpo; apenas dormía y estaba siempre febril. Una tarde la fiebre se hizo tan alta, que tuvo que guardar cama.
Pasó la noche con un calenturón terrible, en una somnolencia extraña, despertándose a cada momento con sobresaltos y terrores.
A la mañana siguiente se encontraba mejor; sólo de cuando en cuando algún escalofrío le recorría el cuerpo.
Estaba dispuesto a salir, cuando sintió que de nuevo le empezaba la fiebre. Le pasaban los escalofríos por la espalda como soplos de aire helado.
La Salvadora estaba con sus discípulas y Manuel llamó a la Ignacia. Avísale a Jesús. Si no está ahora colocado, que vaya a la imprenta. Estoy muy mal. Yo no sé lo que tengo.
Se acostó con la cabeza pesadísima. Sentía un latido en la frente, que se comunicaba a todo el cuerpo. Se imaginaba que le llevaban debajo de un martillo de fragua y le ponían en el yunque; unas veces boca arriba, otras de costado. Cesaba esta impresión y escuchaba dentro de su cerebro el ruido de la prensa y del motor eléctrico, y esto le producía una angustia enorme. Después de dos o tres horas de una fiebre alta, se encontró de nuevo bien.
Por la noche, Jesús y el señor Canuto fueron a verle. Habló Manuel con Jesús de los asuntos de la imprenta, y le recomendó que no los abandonara. El señor Canuto salió y vino poco después con unas hojas de eucalipto, con las cuales la Ignacia hizo un cocimiento para Manuel. Algo mejoró con esto, pero los accesos de fiebre seguían y hubo que llamar a un médico. Se encontraba además Manuel en un estado de excitación que no le dejaba descansar un momento.
-Tiene intermitentes y una gran depresión nerviosa -dijo el médico-. ¿Trabaja mucho?
-Sí, mucho -contestó la Salvadora.
-Pues que no trabaje tanto.
Recetó el médico y se fue. Toda la noche estuvo la Salvadora al lado del enfermo. A veces Manuel la decía:
-Acuéstate -pero estaba deseando que no lo hiciera.
Le atendía la Salvadora con una solicitud de madre; se molestaba continuamente por él. Era pródiga de sus atenciones y avara de las ajenas. Manuel, hundido en la cama, la miraba, y cuanto más la miraba, creía encontrar en ella nuevos encantos.
-¡Qué buena es! -se solía decir a sí mismo-. La molesto a cada paso y no me odia. -Y este pensamiento de que era buena, le daba ideas fúnebres, porque pensaba qué sería de él si ella se casara. Era una idea egoísta; nunca había sentido como entonces tanto miedo a morirse y a quedar desamparado.
A los dos días, la Ignacia dijo que para que la Salvadora pudiese atender a sus quehaceres, lo mejor sería llamar a la mujer del señor Canuto, una vieja emplastera, que asistiría muy bien a Manuel. Éste no replicó, pero mentalmente se deshizo en insultos contra su hermana; la Salvadora repuso que no había necesidad de traer a nadie, y Manuel se sintió tan emocionado, que las lágrimas le brotaron de los ojos.
Se encontraba Manuel en un estado de impresionabilidad extraño; la cosa más insignificante le producía un arrebato de cariño o de odio. Entraba la Salvadora y mullía el almohadón o le preguntaba si necesitaba alguna cosa, e inmediatamente Manuel sentía un agradecimiento tan grande, que hubiera querido exponer su vida por ella; en cambio, venía la Ignacia y le decía: «Hoy parece que estás mejor»; y sólo por esto, Manuel temblaba de ira.
-Así deben ser los perros, como yo soy ahora -pensaba algunas veces.
A los seis días, Manuel se levantaba. Era el mes de agosto; solían estar las maderas del balcón cerradas; por una rendija entraba un rayo de sol; nadaban en su luz los corpúsculos del aire y pasaban las moscas, atravesando aquella barra de oro como gotas de un metal incandescente. Se sentía la calma enorme de los alrededores desolados, y en aquellas horas de siesta, venía de la tierra calcinada como un soplo de silencio; todo estaba aletargado; sólo se oía el lejano silbido de algún tren y el chirriar de los grillos...