La lucha por la vida III: 054
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La lucha por la vida III Segunda parte | Pío Baroja |
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En vez de tomar un cajista, como había pensado, lo que hizo Manuel fue poner un regente, y no se arrepintió.
Manuel no tenía condiciones para la dirección; además, estaba rendido con el trabajo del taller y el corretear por las noches.
El regente que llevó Manuel a su casa tenía unos treinta y tantos años, era hombre ilustrado, rechoncho, fuerte, con ideas socialistas. Se llamaba Pepe Morales.
Era el tipo del obrero inteligente y tranquilo, trabajaba muy bien, lo hacía todo con maña, no se impacientaba nunca y era puntual como un reloj. Desde que entró Morales, el trabajo en la imprenta comenzó a regularizarse.
Manuel podía estar, después de comer, algún tiempo charlando. En el corral de la casa crecía una higuera achaparrada. La Salvadora y la Ignacia habían pedido al casero permiso para desempedrar el patio y hacer un jardinillo; en un rincón pusieron dos parras y otras plantas que el señor Canuto trajo de su huerta.
Los días de buen tiempo bajaban todos al corralillo, seguidos de Kis y de Roch. Las gallinas cacareaban; el gallo, petulante, con sus ojos como los botones de un pantalón, se contoneaba gallardo, y en la guardilla se arrullaban las palomas.
A poco de estar en la imprenta, Morales, con su mujer y sus hijos, fue a visitara Manuel. La mujer del regente era muy guapa e hizo grandes amistades con la Salvadora. Se contaron una a otra sus apuros y sus preocupaciones.
Manuel, mientras tanto, no adelantaba nada en sus negocios amorosos; había entre la Salvadora y él algo que les separaba. Muchas veces Manuel, por la noche, al acostarse, se decidía a tomar una resolución para el día siguiente; pero se levantaba y todos sus planes se le olvidaban; le parecía que los detalles menudos de la vida, interponiéndose en su camino, le impedían decidirse.
-Sin embargo -decía-, habrá que resolverse.
Algunas veces pensaba si la Salvadora guardaría algo en el fondo de su corazón, si estaría enamorada de otro, y la observaba. Ella notaba la observación y le miraba, como diciendo: No te oculto nada; soy así.
-En fin -murmuraba Manuel-, esperaremos a que se arregle la cuestión económica.
En ocasiones, sin que Manuel comprendiera el motivo, la Salvadora se ruborizaba y sonreía turbada...
Un día, la Salvadora contó a Manuel algo extraño que había visto.
-Ayer, por la noche, estaba sin poder dormir, cuando oí que en la guardilla andaba Jesús. Escuché y al poco tiempo sentí pasos muy ligeros en la escalera, como de un hombre que va descalzo, y después, el ruido de la puerta de la calle. Me levanté, me asomé al balcón, y le vi a Jesús, calle de Magallanes arriba. Eran las dos de la noche. Me fui a mi cuarto, y estuve escuchando para ver si le oía al volver; pero me dormí. Hoy la Ignacia ha sacado la ropa de Jesús para cepillarla, y las botas y los pantalones estaban llenos de tierra, como si hubiese andado por el campo.
-¿Adónde irá ese hombre? -preguntó Manuel.
-No sé; pero, seguramente, no irá a hacer cosa buena.
-Nos pondremos en acecho. Si otra vez le oyes que sale, llámame.
-Bueno.
Das después, al mediar la noche, sin que nadie le llamara, Manuel se despertó. Se oía ruido arriba, en el cuarto de Jesús. Se incorporó en la cama, y escuchó largo rato. Se oyeron pasos lentos, leves; después, el crujido de los peldaños de la escalera. Manuel se levantó, se vistió y se acercó a la puerta. El que bajaba en aquel momento salía a la calle.
Manuel abrió el balcón, se asomó y vio a Jesús; luego bajó de prisa las escaleras; la puerta estaba entornada.
Adelantó Jesús por el oscuro callejón, convertido en un río de fango, y Manuel le siguió a larga distancia. La noche estaba oscura y temerosa; caía una lluvia fina y penetrante.