La lucha por la vida III: 099
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La lucha por la vida III Tercera parte | Pío Baroja |
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-A que sí.
-¿Cuánto apostamos?
-Una botella.
-Está.
-Hay que ver en qué termina la apuesta -dijo el Corbata.
Al día siguiente fue Juan. Santa Tecla paseaba por la era, dando muestras de impaciencia. El Corbata y el Chilina tomaban el sol, tendidos en la hierba. Al mediodía apareció la vieja en la vuelta del camino con una botella en la mano.
Santa Tecla sonrió.
-¿Qué? -dijo cuando se asomó la vieja-. ¿Han dado?
-Ná, ni una perra. Les dije: «¡Señoritas, una limosna pa el cieguecito, que mi pobre marío está mu malo y no tenemos ni pa melecínas!» ¿Y qué?
-Pus ná, que entraron en la iglesia sin mirarme. Luego las seguí hasta su casa... y la señora ha llamao al portero y le ha dicho que me eche. ¡Ah, perras! Aquí traigo la botella. ¡Dame los dos reales!
-¡Los dos reales! ¿Pero tú te has figurao que a mí me la das? Lo que te voy a dar es un estacazo por liosa.
-No pagues, si no quieres. Pero, que me muera si no es verdad lo que digo.
-Bueno, trae la botella -y Santa Tecla cogió la botella, la destapó y comenzó a beber y a murmurar:
-¡Desagradecías, más que desagradecías!
-¿Ves? -gritaba la vieja atenta al odio más que a la golosina-. ¿Ves lo que son?
-¡Desagradecías! -gruñía el viejo.
-Pero oiga usted compadre -le preguntó el Corbata en tono de chunga-. ¿Usted qué ha hecho por esa gente? ¿Rezar?
-¿Y te parece poco? -replicó el mendigo, componiendo el semblante.
-A mí, muy poco.
-Si tú eres un hereje, yo no tengo la culpa -refunfuñó el viejo con la barba llena de vino. El Corbata y el Chilina se echaron a reír a carcajadas, mientras Santa Tecla, con la botella ya vacía en la mano, murmuraba entre dientes, cabeceando:
-Son unas desagradecías. ¡Para que haga uno por ellas nada! Juan había contemplado entristecido la escena. Vino la Filipina; el Chilina se acercó a ella a pedirle el dinero que había ganado. Era domingo y quería divertirse el mozo.
-No tengo mas que unos céntimos -dijo ella.
-Te los habrás gastado.
-No; es que no he ganado.
-A mí no me vienes tú con infundios. Venga el dinero. Ella no replicó. Él le dio una bofetada, luego otra, después, furioso, la echó al suelo, la pateó y la tiró de los pelos. Ella no lanzaba ni un grito. Al fin, ella sacó de la media unas monedas, y el Chilina, satisfecho, se marchó.
Juan y la Filipina encendieron una hoguera de ramas, y los dos, muy tristes, se calentaron en ella.
Juan se fue a su casa. El oro de las almas humanas no salía a la superficie.