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La escena es en Sevilla Calle. (DOROTEA y TEODORA, en un balcón.)
TEODORA:
Por aquí dicen que pasa
el infante Don Enrique.
DOROTEA:
Pues bien es que signifique
tanto placer nuestra casa.
Haz, por tu vida, colgar
aquel tapete de seda;
que aunque es tan pobre y no pueda
las riquezas igualar
de tanto noble vecino,
mostrará nuestra afición.
TEODORA:
(A una esclava que está dentro de la casa.)
Cuelga, Inés, este balcón.
Pero ya dicen que vino.
Gran música y alegría
suena en la Puerta Real.
Acompañamiento, el INFANTE DON ENRIQUE y el MAESTRE DE SANTIAGO, de camino;DON JUAN, gente. Dichas. (A DON ENRIQUE.)
MAESTRE:
¿Qué os parece la ciudad?
DON ENRIQUE:
Una otava maravilla;
pero con decir Sevilla
se dice todo.
MAESTRE:
Es verdad.
DON ENRIQUE:
¿Cómo esta calle se llama?
MAESTRE:
De las Armas.
DON ENRIQUE:
Con razón;
mas pienso que de amor son,
con tanta bizarra dama;
y son las más peligrosas,
si esta calle es de sus armas;
que más que a cien hombres de armas
temo unas manos hermosas.
¿Quién es la de aquel balcón?
Una dama cuya fama
décima musa la llama,
por ingenio y discreción;
cuarta gracia, por tener
tantas, que a las tres la añaden,
porque no se persüaden
que otra mayor puede haber;
Cleopatra por gentileza
y Venus por hermosura,
porque competir procura
con su talle y su belleza.
En ella, en fin, se retrata
una imagen del deseo.
¿Qué sirve tanto rodeo?
Esta es la Niña de Plata
que habréis oído en Castilla,
porque tanta perfeción
es monstruo y admiración
y grandeza de Sevilla.
Cuando tratan de su río,
de su alcázar eminente,
de sus calles, de su puente,
de sus armas, de su brío,
de su regalo y riqueza,
todo se acaba y remata
con que la Niña de Plata
es cifra de su grandeza.
Los dos, Maestre, al balcón
hagamos lo que es tan justo;
que cuando de aquesta dama
no lo mandara la fama,
lo hiciera por vuestro gusto.
TEODORA:
(A DOROTEA.)
Haz reverencia al Infante.
DOROTEA:
Guarde Dios a vuestra alteza.
DON ENRIQUE:
En viendo tanta belleza,
no hay que pasar adelante.
MAESTRE:
No os detengáis; que después
habrá mejor ocasión;
que aguarda el Rey, y es razón
ir a besarle los pies. (Vanse el INFANTE, el MAESTRE, acompañamiento y gente.)
DOROTEA y TEODORA, en el balcón; DON JUAN, en la calle.
DON JUAN:
Sirena debéis de ser,
bellísima Dorotea,
pues donde hay tanto que vea,
a un rey hacéis detener.
Ya no se puede pasar
la calle en que lo habéis sido,
sin ir atado el sentido
del oír y del mirar
al árbol de la prudencia,
como Ulises le llevó.
DOROTEA:
Cuando hubiera sido yo
sirena de la presencia
de un rey de tanto valor,
resultaba en vuestra gloria,
don Juan, pues que mi vitoria
hace la vuestra mayor;
porque quien tanto rindió
a quien rinde a quien decís,
más merece, si advertís
que él es mío, y vuestra yo.
Harto quisiera poner
fin a este amor desde agora,
si no viera tan perdida
y tan loca a Dorotea;
no porque la culpa sea
de vuestro amor merecida,
mas por ver que no ha querido
vuestro padre el Veinticuatro,
rogado una vez y cuatro
de quien sabéis que lo ha sido,
que os caséis con mi sobrina,
pues no habiendo de ser vuestra,
la misma razón os muestra,
por más que amor desatina,
lo que pierde nuestra casa
honor y reputación.
Su avarienta condición,
como sabéis, no me casa,
por ser pobre Dorotea;
y preténdeme casar
donde me venga a comprar
con oro una necia y fea.
Mas yo, que en el corazón
tengo una mina de plata
que me enriquece y me mata,
si las del alma lo son,
estoy tan determinado,
que antes de un mes ha de ser
Dorotea mi mujer,
con el dote más honrado
que llevan las que lo son,
que es virtud y entendimiento;
que esto que perder consiento
de vuestro honor y opinión,
es a cuenta de la mía:
y no hay en qué reparar,
pues se viene a restarurar
de mi casamiento el día.
De vuestra parte, don Juan,
no hay más que pida el deseo.
Esto y mucho más os creo;
que de vuestra parte están
la inclinación y el amor;
ero de un avaro viejo,
la codicia y el consejo,
más de hacienda que de honor
Con esto me voy de aquí;
no quiero que nadie vea
que si habláis con Dorotea,
pasa delante de mí. (Vase.)
DOROTEA:
Don Juan, bien dice mi tía.
Ya que vuestro padre os casa,
no es justo que en esta casa,
aunque es más vuestra que mía,
tan públicamente habléis.
Lo que es el recato os ruego:
al Alcázar vamos luego,
y allá, mi bien, me veréis;
que yo, haciéndole a mi honor
la salva, pues es tan justo,
os quiero bien por mi gusto,
y os tendré perpetuo amor,
que os caséis, que no os caséis,
que me olvidéis o queráis,
que aquí os estéis o que os vais,
me escribáis o me olvidéis;
que si no sois mi marido,
no ha nacido de quien sea
en el mundo Dorotea.
Vuestra soy y vuestra he sido. (Vase.)
DON JUAN:
Señora, mi bien, mi luz
Fuése el sol; su noche he sido.
¡Qué bravamente ha lucido
manto y sombrero andaluz!
Locos van los castellanos,
Sevilla, en ver tu grandeza;
blanco ha sido tu belleza
de mil pensamientos vanos,
cual suele nuevo zaguán
verse escrito de carbón.
DON JUAN:
En tales días, Chacón,
¿los amos solos se van?
CHACÓN:
Perdona; que me cegó
el concurso de la gente,
y un forastero valiente
que echando juncia llegó,
con el cual palabras tuvo
de rumbo y temeridad,
entre cuya tempestad
cerca de asentarle estuve
dos mojadas de antuvión;
mas llegó la cofradía
de la Sangre, y de la mía
templaron la tentación.
Ahogóse finalmente
la cólera en tinto y blanco;
que anduvo medroso y franco
conmigo y la demás gente.
Decía bien un mohino,
que estas pendencias habladas
eran castañas asadas,
que todas paran en vino.
Como demonio, dirás;
porque el día que se suelta,
no ay libertad tan resucita,
que no se le rinda más.
¿Han venido aquestos celos
de Castilla, por ventura?
DON JUAN:
Bien pudiera la hermosura,
admiración de los cielos,
dárselos al mismo sol.
No son celos, es desdén.
CHACÓN:
Luego ¿no te quieren bien?
Melindre, a fe de español.
Pero sángraste en salud.
Por abundancia de gusto
no me quejo; que no es justo;
mas traigo justa inquietud
de que mude Dorotea
de intento en esta ocasión,
pues mi padre, sin razón,
le niega lo que desea,
porque en esto ha respondido
que es pobre, aunque muy honrada.
Y aunque se muestra obligada
al amor que la he tenido,
temo que viendo que ya
no es posible el casamiento,.
ha de mudar pensamiento.
Que está
muy tierna y enamorada;
que siempre me ha de querer,
aunque la venga a tener,
como casada, olvidada.
Mas como su entendimiento
es tan notable, Chacón,
creo que estas cosas son
un discreto cumplimiento.
Cortesanos han venido,
Dorotea es celebrada,
hoy, hermosa y despejada,
contra mis celos ha sido
retrato de su balcón:
todos la vieron, y hablaron
con los ojos, y enviaron
recados al corazón.
Principios son de olvidar
dejarse en público ver;
que esconderse una mujer
es alta señal de amar.
No dudes, los castellanos
por la fama han de servilla.
Mil damas tiene Sevilla,
que a tus pensamientos vanos
pondrán entonces remedio.
Dos mil veces te he rogado
que dejes este cuidado
y que pongas tierra en medio.
Amas una cosa que es
espíritu, entendimiento,
eco, acento, pensamiento,
serafín, donde no hay pies;
oro sutil, si de Tíbar,
un junco, mimbre o taray,
un aljófar, un cambray,
un alfeñique, un almíbar,
un extremo en filigrana,
un dije, un hilo de pita,
y un familiar que te incita
en un confite de mana;
finalmente, una mujer
que llamó, por engreílla,
Niña de Plata Sevilla,
semanas, debe de haber.
¡Cuerpo de tal! Si quisieras
una mujer para todo,
para polvo y para lodo,
para burlas, para veras,
destas de rúa y camino,
sin melindre, sin milagro,
que tienen su gordo y magro,
como pernil de tocino;
mujeres que duran más
que un zapato de baqueta,
no vieras en esta seta
tus pensamientos jamás;
que mejores son mostrencos.
Mas ya que desto te incitas,
¿no has visto en unas cajitas
unos bolitos flamencos?
Pues así imagino yo
esas damas delicadas:
son buenas para miradas,
mas para jugadas no.
¡Buen bolazo, que es mohina,
pesia tal!, y estése en pie,
aunque un manchego le dé
con una bola de encina.
¡Ah Chacón!, ya fué mi suerte.
Si mi padre, por dinero,
no quisiere lo que quiero,
ten por segura mi muerte.
Niña de Plata ha de ser
de mis ojos, esto es cierto.
CHACÓN:
A Dios ruegas por ser tuerto.
DON JUAN:
¿Cómo?
CHACÓN:
¿No lo echas de ver?
Si esa niña que te mata,
quieres que en tu vista asista,
cuando uno no tiene vista,
se pone niñas de plata.
DON JUAN:
Ven al Alcázar conmigo;
que allá me dicen que va.
CHACÓN:
Colgado y vistoso está.
Voy al Alcázar contigo.
DON JUAN:
Pues quedo y no te alborotes,
y aquella sierpe la riña.
CHACÓN:
¡Oh, válate Dios por niña!
¡Quién la diera veinte azotes! (Vanse.)
Jardín del Alcázar. DON ENRIQUE, el MAESTRE, DON ARIAS.
DON ENRIQUE:
Ninguno lo sabrá como don Arias.
MAESTRE:
Es caballero noble de Sevilla.
DON ARIAS:
Aunque sus maravillas sean tan varias,
ésa fuera más alta maravilla.
Las regiones remotas y contrarias,
el mar innavegable, cuya orilla
jamás áncora vió de nave nuestra,
de sus grandezas el aplauso muestra.
MAESTRE:
No os pide Enrique que digáis las cosas
que en muchos libros no cupieran; pide
que le digáis quién fueron las hermosas
damas con quien el sol sus rayos mide.
DON ARIAS:
Las que hoy vistas de vos fueron dichosas,
con quien el cielo términos divide
y la jurisdición de nuestras vidas,
son éstas, aunque en cifras referidas:
es la de blanco y plata doña Elena,
por quien llorar segunda Troya aguardo,
que con vestido blanco, de morena
se precia.
El de Fajardo.
Aquella en su hermosura Madalena,
más que en su penitencia, de oro y pardo
era Ramírez.
DON ENRIQUE:
Fuéralo si al cuello
desatara tas trenzas del cabello.
DON ARIAS:
Doña Ángela de Vargas, de azul y oro,
tanto parece a Angélica la Bella,
que aunque no conocemos el Medoro,
mil Orlandos furiosos hay por ella.
La de lo negro con real decoro,
que era en escura noche blanca estrella,
doña Leonor del Águila; ya sabes
que el águila es la reina de las aves.
La de pajizo, que con mil memorias
el vestido bordó de cañutillo,
dina de dulces versos y de historias,
se llama doña Brígida Carrillo;
por no tener sus conocidas glorias
principio y fin, como precioso anillo,
doña Sol de Guzmán dijo su esfera:
de tela de oro y de diamantes era.
La de lo verde (y con razón se atreve
a lo verde su rostro) es por quien vela
desnudo amor entre su blanca nieve.
Doña Casilda Vela.
De grande ingenio y de estatura breve,
vestida de color flor de canela,
estaba en un balcón doña Teodora
Enríquez: no era sol; mas era aurora.
Doña Ana Téllez carmesí vestía.
y nácar doña Juana de Arellano,
raso color de mar doña María
Núñez, y doña Laura Altamirano
de turquí, celestial, doña Mencía
de Rojas, cifra del tesoro humano:
doña Luisa Cerón morado y palmas,
cera que alumbra a amor y arde en las almas;
doña Leonor Cabrera de leonado,
Y doña Inés de Zúñiga y Fonseca
de plata sobre raso naranjado,
que al fruto del aza[ha]r las flores trueca;
doña Francisca de Padilla y Prado,
vestida de tabí de rosa seca...
Mas va la vista en un balcón retrata
la niña celestial, Niña de Plata.
DON ENRIQUE:
El Maestre se ríe, y por mi vida
que no sé por qué.
Malicia es ésa,
que aunque la celebráis, estáis sin vida.
DON ENRIQUE:
Que reparéis en que la vi me pesa,
alabástesla vos de entretenida,
y de que hasta la envidia la confiesa
por única entre damas de Sevilla,
décima musa, otava maravilla.
DON ARIAS:
Cuando el Maestre, gran señor, la alabe.
puede con gran razón; que Dorotea
es la sibila de Sevilla, y sabe
cómo ha de parecernos que lo sea.
Sabe las burlas y el estilo grave;
llamáronla de plata porque crea
quien oyere este nombre, que retrata
una pieza bellísima de plata.
Canta y compone en punto diestramente
a cinco voces.
DON ENRIQUE:
¿Y no a dos?
DON ARIAS:
No, cierto.
DON ARIAS:
Pinta como el más célebre y valiente,
danza con gala y con igual concierto,
escribe versos con tal gracia...
Tente;
que cuando en esta diferencia advierto,
que los escribe una mujer y un loco,
el arte de escribirlos tengo en poco.
DON ENRIQUE:
Maestre, esto de hablar en consonancia
y juntar de los versos la armonía,
no es la sentencia, el arte y la elegancia
con que se adorna y viste la poesía.
Muchos la escribirán con ignorancia,
padeciendo las musas tiranía;
pero éstos no son hombres, que son monas
muertos, en fin, por parecer personas.
Algún desvanecido pensamiento
probó a hacer versos, no acertó, y porfía,
como miró incapaz su entendimiento,
que no es entendimiento la poesía.
Si alguno la escribió sin fudamento,
no por eso llegó donde podía,
porque un órgano mismo, menos diestro
le tañe un sacristán que un gran maestro.
No ahoga el que jamás vió las escuelas
como aquel que inventó los textos mismos.
Ni cara la mujer o el sacamuelas
que a Hipócrates no vió los aforismos.
DON ARIAS:
Señor, injustamente te desvelas.
No iguala Dorotea los abismos
del arte de escribir, no a Homero, a Horacio
escribe a uso de corte y de palacio.
Pero entre algunas que a mirar las salas
del Alcázar vinieron, serafines
desta ciudad, aunque les faltan alas,
la Niña está, señor, en sus jardines.
DOROTEA y TEODORA, con mantos. Un escudero. Dichos.
DON ENRIQUE:
¡Oh blanca Niña, que en tu nieve igualas
aza[ha]res, azucenas y jazmines,
y el carmesí de la color hermosa
a la pura vergüenza de la rosa!
Tu fama me robó desde Castilla
la memoria, y aquí me roba el alma.
DOROTEA:
¿Eso causa a su alteza maravilla?
DON ENRIQUE:
Alla me hirió y aquí me tiene en calma
DOROTEA:
Famosa es la Giralda de Sevilla,
la del escudo, el cáliz y la palma:
por la fama pudiera y la grandeza
su alteza enamorarse de su alteza.
DON ENRIQUE:
Volved: ¿no pasáis de aquí?
DOROTEA:
Antes me quiero volver,
porque si yo vengo a ver,
ya no hay más de lo que vi.
Las riquezas de allá arriba,
y aquí el jardín que cultiva
de esmeraldas y amatistes
el cielo con mil primores,
y en vos hizo todo fin.
DON ENRIQUE:
¿Cómo?
DOROTEA:
En el talle el jardín,
y en el ingenio las flores.
DON ENRIQUE:
¿Hay tal niña? ¿Hay tal tesoro?
Muy necio fué quien os trata,
niña, por Niña de Plata.
DOROTEA:
¿Por qué?
DON ENRIQUE:
Porque sois de oro.
DOROTEA:
Antes anduvo discreto;
que a haberme de oro llamado,
naciera en siglo dorado,
y fuera vieja en efeto.
De plata fué cortesía,
porque es un siglo después.
DON ENRIQUE:
Verdad lo que dicen es,
Maestre, por vida mía.
El ingenio es milagroso:
yo soy desde hoy su galán.
No tengo a quien dar enojos;
mas como con pocos trata,
oigo decir que la plata
la codician muchos ojos.
Vuestra alteza dé licencia,
porque a alguno no le sobre,
que vuelva mi plata en cobre.
DON ENRIQUE:
Como vos me deis paciencia...
DOROTEA:
¿Para qué?
DON ENRIQUE:
Para sufrilla.
DOROTEA:
Luego ¿ya sois mi galán?
¡Ay Jesús!, ¿y qué dirán
las señoras de Sevilla?
Vamos, tía; que el Infante
habla de recién venido.
TEODORA:
(Aparte a DOROTEA.)
Discreción hubiera sido
que pasaras adelante. (Vanse las dos.)
Esto habéis de hacer por mí;
que si os echare de casa,
quien a mejor lugar pasa,
medra y no pierde.
ESCUDERO:
Es ansí.
DON ENRIQUE:
Haré al Rey que alcaide os haga
del Alcázar.
ESCUDERO:
Con portero
me contento. Mas primero
que de mí se satisfaga,
corre peligro mi honor;
que soy muy gentil hidalgo.
DON ENRIQUE:
A todo digo que salgo.
ESCUDERO:
Pues vuestra alteza, señor,
crea que soy Cueva, Arjona,
Méndez, López, Juárez, Fáñez,
Benavides, Santibáñez,
Córdoba, Enríquez, Cardona,
Sánchez, Vázquez y Loyola:
cuesta en mi tierra, señor,
un dedo el papel mayor...
Creo que sois bien nacido,
y en la persona se os ve.
ESCUDERO:
Por desdicha el servir fué
quien pudiera ser servido.
¡Mal pecado!, en la Montaña
tuvo mi abuelo un casar
que le pudiera envidiar
para granja el rey de España.
MAESTRE:
No lloréis; tornad consuelo,
como hidalgo bien nacido.
¿Sois de solar conocido?
ESCUDERO:
Zapatero fué mi abuelo.
DON ENRIQUE:
Bien conocido solar. (Aparte.)
(El viejo es precioso humor.)
¿Coméis bien?
¿A qué tengo de aguardar?
¿Qué es lo que mandas que espere?
¿Soy doncella, que he de estar
aguardando en mi labor
a que tú tengas humor
para quererme casar?
Si te gastara tu hacienda
con alguna mujercilla;
si anduviera por Sevilla
como caballo sin rienda;
si tú me hubieras librado
de dos muertes o de tres;
si no pusiera los pies
menos que en lugar sagrado;
si fuera mi desconcierto
de mil mohatras perjuras,
haciendo veinte escrituras
para cuando fueras muerto;
o quien me las socorriera,
buscara con fingimiento
a real y medio por ciento,
y otros enredos hiciera;
si plata acaso tomara,
el marco a como quisiera
quien el dinero me diera,
y al mismo se lo entregara;
si te vendiera la tuya,
o hurtara joya o cadena
a mi hermana, y por tu pena
disimulara la suya;
fuera yo el hijo querido,
anduviéraste tras mí.
Todo lo que has dicho aquí,
menos lo hubiera sentido
que casarte sin mi gusto.
Bien séo que allá se trata:
de aquesta Niña de Plata
nace todo mi disgusto.
Si ella como el nombre fuera,
y aquellas gracias bizarras
fueran o reales o barras,
niña en mis ojos la hiciera.
no se trate desto más.
Yo te caso con dos mil
ducados de renta.
Con esto harás
casi cinco mil, y aun seis.
Ésta es noche peligrosa:
no tengo por justa cosa
que en sus peligros andéis.
Entrad; que desde el balcón
podréis ver la encamisada,
si de Holanda más delgada
las de esa niña no son.
Ea: ¿qué me están mirando?
Entren dentro.
{{Pt|CHACÓN:|
¿Hablas de veras?
DON JUAN:
¿A qué doncella dijeras
lo que te estoy escuchando?
VEINTICUATRO:
Ea, pues.
DON JUAN:
Obedecerte
quiero. Ya voy, ve delante.
VEINTICUATRO:
Es a tu vida importante. (Vase.)
DON JUAN:
Más lo parece a mi muerte.
Chacón, por el azotea
podré saltar a la casa
de don Luis; las armas pasa. (Vase.)
CHACÓN:
Quiera Dios que por bien sea;
que temo que por burlalle
caigamos sin resistencia,
como gatos en pendencia,
desde el tejado a la calle. (Vase.)
El amor,
de hoy en el alma nacido,
y de hoy en ella tan viejo
como si de un siglo fuera,
me da prisa de manera,
que me ha faltado consejo.
El que me diste tomé,
y con industria he llamado
a su hermano.
DON ARIAS:
Has acertado.
DON ENRIQUE:
Poco, don Arias, podré,
o tendré entrada en su casa
de aquesta niña que adoro.
DON ARIAS:
Ella es de plata, hazla de oro,
y tú verás lo que pasa.
Que muy bien venido sea. (Vase el CRIADO.)
Llegad, no tengáis temor.
FÉLIX:
¿Quién no le ha de tener en la presencia
de un príncipe tan alto y generoso?
Con cuidado he venido, pareciéndome
cosa muy nueva que importarle pueda
el servicio de un hombre tan humilde.
DON ENRIQUE:
Félix, a mí me han dicho que en Sevilla
no hay hombre que conozca los caballos
como vos, y que en casa habéis criado
un potro que de Córdoba os trujeron,
que es excelente cosa. Yo querría
que le feriemos, esto lo primero;
y lo segundo, que con gran cuidado
ocho o diez me busquéis para Castilla.
Pienso que hay otro Félix en Sevilla;
que yo, señor, ni sé ni tengo gusto
de caballos ni potros; que muriendo
mis padres, y harto pobres por fianzas,
dejaron una hija casi en pelo
en el pesebre humilde de mi casa,
que con necesidad y honor se cría
debajo del amparo de su tía.
Otro debe de ser del nombre mío
el que tiene ese potro y que conoce
de caballos, señor; que yo sólo tengo
esto que os digo y veinte o treinta libros,
a que soy en extremo aficionado;
que un pobre en ellos halla sus jardines,
sus casas, sus caballos y sus galas.
DON ENRIQUE:
Basta; que se engañó por vuestro nombre
el que el recado os dió. Mas vuestro talle
y buen entendimiento me ha obligado,
ya que os llamaron, que de vos me sirva.
¿Es casada esa hermana?
FÉLIX:
Si lo fuera,
no estuviera, cual dije, en otro amparo.
Es doncella discreta y virtuosa;
que lo menos que tiene es ser hermosa.
Porque no tengo
lo que tan recebido tiene el mundo,
pues ya no es dote la virtud; que todo
se ha reducido a plata y a dinero;
y con poderla dar toda de plata,
no es plata de virtud la que se trata.
DON ENRIQUE:
Éstas, don Arias, son las cosas justas
a que debe acudir el justo príncipe.
¡Qué lástima, qué pena que me ha dado
el ver pobre un hidalgo tan honrado!
Quedaos en mi servicio; que yo quiero
de hoy más haceros bien y remediaros.
FÉLIX:
Tus generosos pies beso mil veces.
DON ENRIQUE:
Yo miraré el oficio que convenga
con vuestra calidad.
Sala en casa de DOROTEA. (DOROTEA, DON JUAN, CHACÓN, INÉS.)
DOROTEA:
¿Cómo te has entrado aquí?
DON JUAN:
Porque hallé la puerta abierta.
DOROTEA:
¿No sabes tú que esta puerta
es para mi esposo?
DON JUAN:
Sí,
y por eso intento yo,
como tu esposo, el ganar
puerta que me la ha de dar
adonde ninguno entró.
No me muestres, Dorotea,
desdén, por Dios te suplico;
que si eres pobre y soy rico,
amor quiere hacer que sea
el medio destos extremos
el casarnos, que es virtud.
Por yerro, un criado
del Infante me llamó,
porque imaginó que yo
era algún Félix que ha dado
en criar potros y hacer
estudio en caballos; fuí,
desengañéle de mí,
y dile, hermana, a entender
que a ti sola te tenía
en mi casa, tu belleza,
tu virtud y tu pobreza;
y fué tal la dicha mía,
que desde hoy soy su criado,
y te quiere remediar.
Yo voy, hermana, a llevar
a las fiestas mi cuidado;
no quise verlas sin verte
y esto de paso contarte.
El parabién vengo a darte
de nuestra dichosa suerte,
porque también me le des.
Voy por mi requiebro. Adiós;
no te acuestes; que los dos
tenemos que hablar después. (Vase.)
DOROTEA:
¿Hay historia semejante?
Bien puedes salir. (A DON JUAN, y él sale.)
Señora, ¡la encamisada!
¿Los cascabeles no escuchas?
DOROTEA:
(A DON JUAN.)
Nunca de palabras muchas
fué satisfación honrada.
En pocas digo que estoy
de esas culpas ignorante. (Dentro ruido de cascabeles.) (Dentro.)
Gallardo pasa el Infante.
DOROTEA:
Bien ves que a verle no voy.
DON JUAN:
A lo que pasa en la calle
estás atenta, y no a mí.
Que aunque no soy muy discreta,
siento tus atrevimientos.
Donde hay honra y opinión
nunca los príncipes son
para iguales casamientos.
Yo estoy contigo, y allá
pasa la fiesta en la calle;
si tiene bueno o mal talle,
no lo habemos visto acá.
Estima aquesta quietud.
DON JUAN:
Sí estimo; mas estoy loco.
Todo me parece poco,
y conozco tu virtud.
No, señor; mas porque he sido
de muchos solicitada;
y por estar obligada
del honor, con que he vivido,
enfermé de pensamiento;
y temiendo que amor mata,
quise ofrecerme de plata
al templo del casamiento.
MAESTRE:
¡Bien, por el hábito santo
de Santiago! Yo traía
estas reliquias, que había
estimado siempre en tanto,
que a mi hermano no las diera;
y a Dorotea las doy.
REY:
Vámonos.
DON ENRIQUE:
(Aparte.)
Confuso voy.
REY:
Pero primero quisiera
que nos dijera esta dama
cuál le agrada de los tres
por más galán.
Que me place, si es forzoso.
El galán más poderoso
para poder competir
es el Rey; el más valiente
para de noche en la calle,
el Maestre; el que del talle
se precia más justamente
es Enrique; y si yo fuera
digna de tanto interés,
uno que fuera los tres
para mi gusto quisiera.
REY:
¡Notable mujer!
MAESTRE:
Famosa.
DON ENRIQUE:
Estas memorias le doy.
DOROTEA:
Pienso que obligada estoy
a decir muy vergonzosa:
tendréla de vuestra alteza
lo que tuviere de vida.
REY:
Ella es gallarda.
MAESTRE:
Escogida.
REY:
Para de plata, ¡gran pieza! (Vanse el REY y sus hermanos.)
Para que no digas que es
acaso ahora el venir
tres príncipes a tu casa,
salgo comenzando ansí.
Dorotea, yo te quise,
cuando mi engaño creí,
como al alma; mis intentos
ya los supiste de mí.
Pensé que mi mujer fueras;
pero viéndote servir
de reyes y de maestres...
DOROTEA:
Acábalo de decir:
infantes, otro que tale.
DON JUAN:
Bien haces; dilo por mí,
porque yo estoy de manera...
DOROTEA:
¿Mas qué vienes a decir:
«Venga, venga la muerte contra mí;
que para desdichados no es vivir»?
Las tres de la noche han dado,
corazón, ¿y no dormís?
CHACÓN:
Ea; que son muchas burlas
para quien muere por ti.
Consuélale y dile que esto
no se pudo resistir
por ser violencia de un rey,
y no te burles ansí;
que supuesto que sé yo,
de lo que fuí matachín,
que cuando amor es carnero,
celos son su perejil,
no es justo darle ocasión
a que un hombre como un Cid
llore como una doncella.
DOROTEA:
Chacón, ¿en qué le ofendí?
CHACÓN:
Háblale, acaba.
DOROTEA:
¡Ah mi bien!
Volvedme esa cara, oíd.
DON JUAN:
¿Qué tengo de oírte, fiera?
Si más me vieres aquí.
todo el cielo me persiga.
¡Conmigo trato tan vil!
¡Cómo vil! ¿Ésa es palabra,
loco don Juan, para oír
una mujer como yo?
Si tú, ni cosa por ti,
vuelve a esta casa jamás,
ni en calle, iglesia, en jardín
donde estuviere, me vieres,
yo haré...
DON JUAN:
¡Ah mi vida! Advertid
que lo dije con enojo.
Chacón, ruégala por mí.
CHACÓN:
Ea, señora...
DON JUAN:
Llega más,
llega más.
CHACÓN:
Temo un chapín.
Señora, ¡misericordia! (Vase DOROTEA.)
Inés...
Huélgome de haberte hallado
en cal de Francos: ¿qué esperas?
MARCELA:
Creyéralo, como fueras
o veinticuatro o jurado.
Félix, el ánimo tuyo
bien conocido le tengo.
A comprar chapines vengo,
que por momentos destruyo.
FÉLIX:
Alabo tu discreción;
que viendo las prendas mías,
no dijiste que venías
por tela, raso o gurbión,
no por holanda o cambray,
no por cortes milaneses,
puntas y encajes franceses,
que por estas tiendas hay.
A chapines te humillaste;
concierto haremos los dos,
porque parece, por Dios,
que mi bolsa consultaste.
Por la discreta humildad,
añado a chapines guantes;
que dan cosas semejantes
galanes de voluntad.
Por tu vida, que te engañas;
que no te brindo a chapines;
voy con diferentes fines,
que verás si me acompañas;
que el gastar tantos agora
es buscar casa.
FÉLIX:
Dejaste
la tuya porque pensaste
poder vivir con Leonora.
Dos de diversas naciones,
Marcela, vivir podrán
juntos, juntos vivirán
dos tigres y dos leones,
un hidalgo y un villano,
y dos poetas en paz,
cosa extraña y incapaz
de trato y concierto humano;
y dos damas no podrán
vivir juntas, siendo hermosas;
que envidiosas y celosas
eternamente andarán.
Pues nadie me lo ha contado;
que yo en su mismo aposento
lo vi, corrido y turbado.
Cabestrillo el Rey le dió,
reliquias le dió el Maestre;
pero el Infante mostró
más amor.
LEONELO:
No hay más que muestre.
¿Quién su memoria olvidó?
DON JUAN:
Memorias le dió el Infante,
con que yo pasé la mía
un mundo más adelante.
Si los redimidos son
el enfermo y el cautivo,
yo llamo con más razón,
pues del alma la recibo,
mi libertad redención.
La amorosa enfermedad
en salud se me ha trocado,
la cárcel en libertad;
que a dármela se han juntado
la Merced y Trinidad.
La merced de un desengaño,
la trinidad del acuerdo
de tres potencias, que el daño
miraron donde me pierdo
en el Argel de mi engaño,
que a desengañarme dél,
con la Trinidad que digo,
vino la Merced a Argel;
mucho pudieron conmigo,
que estaba prendado en él.
Despertó mi entendimiento
a mi memoria dormida,
y dando consentimiento
la voluntad ofendida,
fué trinidad en mi intento.
Y en librarme convenidos,
de limosnas de mis daños,
para cobrar mis sentidos,
di por rescate dos años,
aunque ya estaban perdidos.
¡Oh santa Merced, yo adoro
la tuya y mi redención.
¡Oh libertad, gran tesoro,
porque no hay buena prisión,
aunque fuese en grillos de oro!
No más Argel, pues engaña
la razón. Vamos, deseo;
que ha sido librarme hazaña.
¡Gracias a Dios que me veo
entre cristianos de España!
Vuestro discurso, don Juan
(si como vos lo decís,
y este desengaño os dan,
en el alma lo sentís),
os hace un cuerdo galán.
Ya por ejemplo os contemplo
del desengaño en el templo
¡dichoso vos, a quien hiela,
pues lo que abrasa y desvela
os sirve de claro ejemplo!
Pero guardaos bien del daño
que suele hacer en quien ama
la pena de un desengaño;
que es una secreta llama
de más rigor que el engaño.
Pensaréis que no queréis;
y cuando os imaginéis
más libre en más confianza,
iréis a darle venganza,
y a sus puertas lloraréis.
¡Plegue al cielo que ese día,
o primero que le vea
para tal desdicha mía,
el fin de mi vida sea!:
tanto un desengaño enfría.
Yo quise mientras creí
que me querían; llegué
donde lo contrario vi,
y de la suerte olvidé,
que se olvidaron de mí.
No más, no más, niña ingrata,
pues que ya tu edad de plata
se ha vuelto en hierro.
No la tengo mejor para papeles
de quien se deja visitar de príncipes.
ESCUDERO:
Solías tú con palio recebirme,
mandarme regalar, darme aguinaldo;
ya te veo de suerte, que no quiero
pedirte aquellas calzas y ropilla
que me mandaste. Ya conozco: amantes
son como arroyos que lloviendo corren,
tras sí lo llevan todo con la furia,
y en cesando, no dejan más de piedras.
Mas no quiero culparte, a mí me culpo;
que siempre he sido desdichado en calza.
DON JUAN:
Idos con Dios; que estoy con pesadumbre.
Decid a la señora Dorotea
que con Chacón responderé.
ESCUDERO:
No quiero.
Parecer, en cansaros, escudero. (Vase.)
Estos sí. (Lee.)
«Ingrato dueño mío, aunque pretendas
matarme con rigores y desdenes,
y sin oír las partes me condenes,
quiero que mi verdad y amor entiendas.
»Mas no es razón que sin razón me ofendas;
y pues en otros gustos te entretienes,
y de mi honor mayores prendas tienes,
triunfa también desas humildes prendas.
»Cesen, por vida mía, los enojos,
que príncipes conmigo son quimera,
sueño del gusto, engaño de los ojos.
»Y cuando como piensas los rindiera,
¿qué pierdes en tenellos por despojos,
pues a tus pies con ellos me pusiera?»
LEONELO:
¡Notable humildad! No hay gracia
que no tenga esta mujer.
DON JUAN:
De tantas pudo hacer
su desdicha y mi desgracia.
LEONELO:
El soneto es amoroso,
y muestra bien ser de dama.
Pero ¿cómo, cuando os llama,
estáis tan tibio y celoso?
En esa caja ¿os envía
vuestras prendas?
En cuatro días
que no habemos parecido
por su calle, hay tanto olvido
de pasadas niñerías,
que agora acabo de ver
a su puerta con mil cargos
de ropa dos carros largos.
¡Ah falsa, ah fiera mujer!
Vieras sillas, colgaduras,
camas doradas, tapices,
colchas de seda...
DON JUAN:
¿Qué dices?
CHACÓN:
Vidrios, tarimas, pinturas,
hasta asadores, morillos
y aderezos de cocina.
DON JUAN:
Bien el dueño se adivina.
¿Son celos para sufrillos?
¿Paréceos que viene bien
con este papel, Leonelo?
¿Que den
licencia un honrado hermano
y una tía semejante
a que tan libre el Infante,
sin otro respeto humano,
cubra de sus telas de oro
casa que con tal limpieza
tuvo el honor por riqueza
y la virtud por tesoro?
¡Ah vil interés, que puedes
rendir la virtud y honor!
¿No estaban, niña, mejor
desnudas esas paredes?
¿No supiera yo vestillas
de seda, sin ser infante?
No he visto amor semejante.
¡Camas, tapices y sillas!
¡Bravo amor! De asiento están.
CHACÓN:
Cuando vi los asadores,
me salieron más colores
que a un ave que asando van.
¡Ah perros!, dije entre mí,
¿No era mejor un marido
noble, rico y bien nacido?
Chacón, mejor es ansí.
Pues yo no pienso morirme,
¿quién hay en todo el lugar
con quien la pueda picar,
y yo alegrarme y reírme?
LEONELO:
En su misma calle vive
Marcela.
DON JUAN:
Tienes razón.
¿Conócesla tú, Chacón?
CHACÓN:
A escribilla te apercibe,
que es una dama gallarda,
que sabrá bien despicarte,
y yo la he visto mirarte,
y sé que ha días que guarda
que te digas que deseas
visitalla.
DON JUAN:
Yo querría
no verla agora de día.
LEONELO:
Pues ¿no es mejor que la veas?
DON JUAN:
No; porque aquella cruel
no vea que a rogar voy,
sino que admitido soy.
Salón del Alcázar. (El REY, el MAESTRE, DON ARIAS.)
REY:
¿Adónde está mi hermano?
MAESTRE:
No está bueno;
que desde ayer le ha dado una tristeza,
que de todo placer le tiene ajeno.
REY:
¿Al Infante tristeza?
MAESTRE:
La belleza
de una mujer le tiene desta suerte,
preciada de su honor y su nobleza.
REY:
Maestre, es el amor tanto más fuerte
que todos los venenos, que le dieron
muchos nombre de hermano de la muerte.
¡Oh cuántos a sus manos perecieron,
de que se ven tan míseras memorias!
¡Oh cuántos de su triunfo esclavos fueron!
¿Está en Castilla esa mujer?
Las glorias
de amor siempre consisten en violencias,
de que testigos son tantas historias.
Los desdenes, señor, las resistencias
de aquella dama que una noche viste
(que dijera mejor impertinencias).
Tan mal Enrique y sin valor resiste,
que se deja morir de puro amante,
ni duerme ya, de despechado y triste.
REY:
¿Hay lástima, hay suceso semejante?
¡En dos días de amor!
MAESTRE:
Verdad te digo,
y que de plata es niña de diamante.
REY:
Esta noche los dos iréis conmigo;
que yo se la traeré tan blanda y tierna,
si con regalos de quien soy la obligo,
que viva Enrique, a quien tan mal gobierna
la razón natural de su albedrío.
DON ARIAS:
Piensa ganar la niña fama eterna
con mostrar al Infante más desvío
que si fuera su igual: tanto se precia
del casto honor.
¡Extraño desvarío!
Las casadas imiten a Lucrecia,
en resistirse digo, no en matarse;
que en esto todos dicen que fué necia,
¿Que tal quimera pudo levantarse
la noche de la máscara, Maestre?
MAESTRE:
No puede el pobre Enrique repararse,
no hay hombre a quien alegre el rostro muestre.
En tu sagrada
frente pongan los cielos mil laureles,
ganados por los filos de tu espada.
El alcaide, señor, de los donceles
con la embajada de Mahomad venía,
moro de lo mejor de los Gomeles;
pero llamóle Alá casi en el día
que entrara por Sevilla si viviera.
El Rey, que fía de la ciencia mía,
partir me hizo; pero ya no era
tiempo de medicinas; que la muerte
nunca vuelve a envainar la espada fiera.
Murió, y en vez de Zaide vengo a verte,
trayéndote las treguas confirmadas,
y la obediencia a rey tan alto y fuerte.
Con ellos treinta yeguas alheñadas,
con dos potros al lado cada una,
y con mantas de grana encubertadas.
No se parece en el color ninguna,
y todas en las alas se parecen;
que corren más que el tiempo y la fortuna.
Adargas y jinetas las guarnecen,
cuyos campos ocupan más colores
que en los verdes de abril cuando florecen.
Traigo cincuenta alfombras, que en labores
compiten con las nubes de los cielos,
al tiempo que las sombras son mayores.
Traigo dos cajas de listados velos
de amarillo, de nácar, de morado,
de flor de malva y de color de celos;
y digno solamente de tu lado
un cuchillo de monte damasquino,
en un cinto de lobo tachonado,
que por las cerdas del color marino,
sale también el oro y los diamantes
que deslucen desnudo el temple fino.
Esto, con otras cosas semejantes,
te presenta mi rey por obediencia,
para que a tu grandeza le levantes.
Bien debe vuestro rey correspondencia
justa a mi grande amor, moros honrados,
que le he puesto en tan alta preeminencia.
Vencí sus enemigos, que postrados
yacen ante sus pies, y en paz procuro
conservar con mi fuerza sus estados.
Agradezco el presente, y aseguro
las treguas por los años del concierto.
ALÍ:
Tú solo has sido su defensa y muro.
Él queda de tu amor y amparo cierto,
y por nosotros a tus pies se inclina.
REY:
Maestre...
MAESTRE:
Gran señor...
REY:
(Aparte a él.)
Agora advierto
que sabiendo este moro medicina
con la curiosidad que éstos la saben,
que con yerbas en cosa peregrina,
podrá ser que curándole se acaben
las tristezas de Enrique.
En tanto que éste aplique
remedios a su amor o a su accidente,
don Arias, y su vida pronostique,
por otra parte quiero yo que intente
el interés curar a esta señora
de la dureza que en el pecho siente.
DON ARIAS:
¿Cómo?
REY:
En la calle de las Armas mora;
son señas de su casa dos balcones
azules, que al salir el sol los dora.
Si a mano izquierda como vas te pones,
te llamarán las flores y claveles
que encubren de su dueño las traiciones.
Llévale, pues, seis pares de doseles
(así llaman aquí las colgaduras),
con cuadros que envidiarlos pueda Apeles;
acompaña doseles y pinturas
de dos piezas de tela y terciopelo.
DON ARIAS:
El oro ablanda hasta las peñas duras.
REY:
Llévale mil escudos (que recelo
que es pobre esa mujer) y dos cadenas
que valgan otros mil.
DON ARIAS:
Cayó en el suelo.
REY:
Como es Enrique nuevo en estas penas,
no sabe que las damas quieren oro;
que no viven de sangre de las venas.
Con él le curaré mejor que el moro. (Vanse.)
Sala en la nueva casa de DOROTEA. (DOROTEA, TEODORA.)
TEODORA:
Tengo, por recién mudada,
en esta casa temor.
DOROTEA:
Todo nace del rigor
de tu condición cansada,
pues ya no tienes por quien
estar celosa de mí,
porque con mudarme aquí,
todo se mudó también.
Después que el Infante entró
en la casa que dejamos,
y después que nos mudamos,
nunca más don Juan me habló.
¿Qué es hablarme? Ni aun pasar
la calle.
Hoy en un tierno papel,
tía, le quise obligar
a nuestra amistad pasada,
y con tal satisfación,
que mereciera perdón,
no estando con él casada.
Pero ni me ha respondido,
ni al criado preguntado
nuevas de mí.
TEODORA:
Tu cuidado
merece tan justo olvido.
¡Ah sobrina!, ¡cuántas veces
te dije que este don Juan
era un fingido galán!
Bien lo que tienes mereces.
Solamente pretendía
tu deshonor, no casarse;
pretendió desobligarse,
vió tu firmeza y la mía,
y con tan poca ocasión
como entrar aquí el Infante,
muy a lo celoso amante,
finge mal de corazón.
No quiso más de una sombra
para huir de obligaciones,
en que muy necia le pones.
¿Sombra, si de un rey se asombra?
¿Qué sabes tú si ha sabido
las diligencias que ha hecho?
TEODORA:
Si no han sido de provecho,
¿de qué se muestra ofendido?
Que sólo el mudarte aquí
por que de ti no supiese,
le obligaba a que te diese
satisfaciones a ti.
DOROTEA:
De eso está tan olvidado,
que aun no sabe que aquí vivo.
Pena de verte recibo
con tan injusto cuidado.
Y esta noche mucho más;
que con la pena que tienes,
a la reja vas y vienes,
pero sin provecho vas;
que don Juan entretenido
en casa de alguna dama,
eso que debe a tu fama
tendrá ya puesto en olvido.
¡Bien te casarás agora!
¡Ay triste!, ¡cuan necia di
mi libertad a un tirano!
¿Qué más he podido hacer
que darle satisfación?
Yo mudé casa, en razón
de pretenderme esconder
a los ruegos del infante,
promesas y montes de oro;
por el suyo y mi decoro
he sido un firme diamante.
Yo le escribí y le envié
las joyas: ¿cómo su trato
con un desdén tan ingrato
paga mi amorosa fe?
No es posible. Subir quiero
al balcón; que podrá ser
me venga esta noche a ver;
que bien creerá que le espero.
El no responderme abona
que para verme se apresta,
porque no hay mejor respuesta
que de la misma persona. (Vase.)
(Señalando la casa en que vivió MARCELA.)
Ésta es, don Juan, la casa de Marcela;
mas pienso que te inclinas con más gusto
a la de aquella niña en quien la tienes,
porque después que entramos en la calle,
todo es mirar sus puertas y balcones.
DON JUAN:
No te espantes, Leonelo, que se vayan
al hábito los ojos, que tenían,
y más viendo tan cerca aquella casa,
donde está una mujer, que a ser de piedra,
y no de plata, mereciera de oro
estatuas por divina.
CHACÓN:
Ya tenemos
memorias de la niña: ¡buenos vamos!
Pues porque se te quiten los bostezos
con que sospiras ya, como borrico
que ha conocido el prado de su aldea,
quiero decirte lo que vi esta tarde.
Que en su casa entraba
don Arias, gran privado del Infante.
Llevaban dos criados ricas piezas
de telas de oro, y otros dos dineros
en cantidad, al fin joyas de príncipe.
Propuse no decírtelo; mas viendo
que te enterneces viéndote en su calle
y que es contra tu honor volver a verla,
quise con este desengaño darte
de tu desdicha y su mudanza parte.
DON JUAN:
Confiésote, Chacón, que enternecido
de memorias pasadas, me llevaba
el alma a las ventanas de esa fiera,
y que pudiera ser que me rindiera,
mas ya con este santo desengaño,
con este saludable advertimiento,
para siempre de verla me despido.
No más, no más: afuera, pensamiento.
Si alguno estaba en mí, que como espíritu
no quería salir a tanto apremio,
no se defienda a la violencia santa
deste conjuro que Chacón me ha dicho.
¿No es ésta la ventana de Marcela?
Tira una china, llama. Aquesto es hecho.
Si va a decir verdad, yo te quería
conducir a tu niña, imaginando
que te hacía lisonja; que un amante
suele siempre negar lo que desea,
y quiere que le rueguen lo que quiere;
mas viendo que ya tiene don Enrique
posesión tan pacífica en su casa,
digo que ni la busques ni la nombres.
(Aparte.)
Tres hombres hay en la calle;
mirando el balcón están:
o es deseo de don Juan,
o lo parece en el talle.
Sin duda es él, que celoso
no quiere llegar a hablarme.
DON JUAN:
Todo fué determinarme.
Amor, ya estoy en el coso;
muera del engaño el toro,
si el desengaño le mata.
Ríndete, Niña de Plata,
ríndete a Marcela de oro.
CHACÓN:
Eso sí, juega al rentoy,
y embida tres piedras más.
DON JUAN:
(A DOROTEA.)
Si oyendo, Marcela, estás
que desde aquí tuyo soy,
abre ese balcón y advierte...
(Aparte.)
¡Ay triste! Aquéste es don Juan
que de Marcela galán,
la requiebra desta suerte.
Sin duda que no ha sabido
que a su casa me he mudado.
Él viene a verla engañado:
ventura notable ha sido.
Fingirme quiero Marcela;
quiérome desengañar.
DON JUAN:
(A LEONELO y CHACÓN.)
En las rejas oigo hablar;
los dos os poned en vela
guardando esas dos esquinas.
LEONELO:
Ponte a esa esquina, Chacón.
CHACÓN:
Habla y venga un escuadrón;
yo basto a treinta gallinas.
¿A mí? Engañáisos, por Dios;
que no me buscáis a mí.
Si vuestra Niña de Plata
os ha hecho algún desdén,
o vos (con celos también
de que nuevos gustos trata)
la queréis amartelar
tan enfrente que lo vea,
soy yo muy necia y muy fea,
y antes la podréis vengar.
Id con Dios; que no soy buena
para dar celos conmigo.
DON JUAN:
Oíd, oíd.
DOROTEA:
¡Ay amigo!
A estas horas anda en pena.
Vaya, llame, llore, diga
que se casará con ella.
Si sabéis, Marecla bella,
lo que a olvidalla me obliga,
mirad que soy caballero.
DOROTEA:
Luego ¿tratáis de olvidalla?
DON JUAN:
No; que olvidalla era honralla,
pues confiesa que primero
tuvo amor quien olvidó.
DOROTEA:
Pues, ¿nunca la habéis querido?
DON JUAN:
Quien la ha puesto en tanto olvido,
¿cómo dirá que la amó?
DOROTEA:
Eso es mentira.
DON JUAN:
Esperad.
Hoy me ha escrito este papel,
me ha enviado con él,
para más seguridad,
unas joyas que le dieron
el Rey y los dos Infantes:
si el dar prueba los amantes,
y amores las obras fueron,
para que vos entendáis
lo que la estimo, un listón
echad por ese balcón,
puesto que al sol le pidáis
del cabello que os enlaza,
y atadas en él, veréis
si quiero que las gocéis.
No me disgusta la traza.
Pero ¿qué os mueve a desprecio
tan grande?
DON JUAN:
Echad el listón;
que aun de hablar desta ocasión
me afrento y tengo por necio.
DOROTEA:
Bésoos las manos, don Juan,
por las joyas; y aunque siento
que es liviandad de mi intento
tomar joyas de un galán
tan recién venido a verme,
por sola satisfación
de que es cierta esa afición,
y asegurarme a perderme,
quiero tomarlas; que a fe
que deseaba este día,
porque en el alma os tenía
desde una vez que os hablé,
pasando acaso a Triana,
tapada en un barco.
Pues si tengo de sufrir
que entre un hombre como yo
donde el desdén me forzó,
más que el amor, a venir,
mejor es sufrir a un rey
donde tengo gusto: vamos
a Dorotea, y suframos
de amor la tirana ley.
No me replique ninguno;
que más quiero a Dorotea
con gusto y rey, que a quien sea
de otro, y yo sin gusto alguno.
En esta resolución
reventó mi amor celoso.
¡Guardaos; que corre furioso!
Que esto ya me lo sabía,
y en parte está disculpado,
mas las joyas que le ha dado
fué gran moscatelería.
Pero él las sabrá cobrar,
haciendo alguna invención.
DON JUAN:
Llama a esa puerta, Chacón.
LEONELO:
¿Mejor no fuera llamar
a la de Marcela, di,
y sacarle de los brazos
el galán a cintarazos?
DON JUAN:
¡Linda cabeza! Eso sí.
Cuando la quisiera bien,
perderme fuera razón.
Llama a esa puerta, Chacón.
CHACÓN:
¡Con qué gracioso desdén
te ha de recebir la Niña,
viendo que a rogarla vas!
DON JUAN:
El amor me obliga a más.
¿Qué se me da que me riña?
Hablas, gallina, en cosas imposibles.
¡Ay Dios! ¡Cómo pretende asir el viento,
parar el sol y detener los rayos,
cuando abrasando las confusas nubes
rompen el aire con horribles truenos,
quien piensa en la mujer poner firmeza!
Pues no me he de morir. Ánimo, amigos,
volvamos a las rejas de Marcela;
que sólo desquitarme me consuela.
LEONELO:
Bien dices: por ventura habrá salido
el galán, y entraremos a conversa;
que canta un poco, y tiene dos esclavas
que bailan por extremo y bufonizan. (Acércanse a la casa que habitó MARCELA.)
DON JUAN:
Tiro esta piedra. ¿Abrieron?
CHACÓN:
No se acuestan
en esta casa hasta que sale el alba.
DOROTEA, saliendo a la reja. DON JUAN, LEONELO, CHACÓN.
DOROTEA:
¿Quién llama?
DON JUAN:
Don Juan soy, Marcela mía.
DOROTEA:
(Fingiendo la voz.)
Tú debes de hacer hora en esta calle;
y como tu ocupada Dorotea
debe de estarlo, en tanto te entretienes
inquietando mis puertas y ventanas. (CHACÓN se aparta a un lado.)
DON JUAN:
Marcela mía, la verdad te digo.
Yo vine a despicarme, amartelado
de los celos de aquella ingrata niña,
si de mis ojos, ya de mis enojos.
Volvióme amor a requerir sus puertas;
llegó (decirlo quiero) el Rey, y al punto
que hicieron una seña, Dorotea
salió a la puerta, y dél acompañada,
y el Infante también, si allí venía,
se fueron al Alcázar. Mira agora
¡qué doncella serví para casarme!
¡De quién fié mis locos pensamientos!
Ábreme; que ya estoy desengañado.
Mi hacienda te daré, todo soy tuyo.
Robaré al Veinticuatro, por Dios vivo.
Mañana te daré dos mil escudos.
Quedo, quedo, don Juan; que si he callado,
mas cuando tocas tanto al honor mío,
quiero que de tu error te desengañes.
¿No conoces mi voz? ¿Tan ciego vives?
Dorotea soy yo, no soy Marcela;
Marcela es la que el Rey lleva consigo.
Aquí vivió Marcela; que esta casa
por huir del Infante vivo agora,
y esa Marcela, en la que yo vivía.
Óyeme bien, y mírame a la cara;
no me afrentes mañana por Sevilla;
que soy mejor que tú, y en honra puedo
decir que puedo competir conmigo;
que no hay más honra que la que yo tengo,
testigos estas joyas que me has dado,
pues que yo te las di por no tenellas;
que quiero más desnudas mis paredes
y vestido mi honor, que a treinta infantes.
Vete, villano, vete con Marcela;
síguela donde va: para ti es propria;
que los hombres queréis quien os abrase;
porque con malas obras andáis finos,
y en amándoos, pagáis con desatinos.
Quedo, quedo, señora Dorotea;
que esos blasones fueran muy bien dichos,
y los oyera yo de buena gana,
cuando no hubiera visto, ¡ah santo cielo!,
entrar un hombre con su misma llave
por esas puertas.
DOROTEA:
Y eso ¿quién lo niega?
Entró mi hermano; que mi hermano puede
entrar sin que mi honor manchado quede.
Y para que lo veas, vive el cielo
(que otra vez no te he dicho tal palabra),
que has de entrar en mi casa y has de hablarle.
DON JUAN:
No, mi vida, no es justo, yo lo creo,
sino que yo te adore, y que tú muestres
tu generosidad en perdonarme.
Vesme aquí de rodillas a tus rejas.
DOROTEA:
¿Perdonarte? ¡Oh qué bien! Vete en buen hora;
que Marcela saldrá por la mañana,
hermosa, linda, colorada y fresca,
y le darás tu hacienda y tus regalos,
robando al Veinticuatro, a quien yo pienso
escribir un papel de tus maldades;
no piense que conmigo vas gastando
eso que con la rabia y la cautela
le pensabas robar para Marcela. (Vase.)
Mi bien, espera; espera, niña mía,
hermosa plata, limpia, tersa, pura,
lustrosa más que suele estar la nieve
en los extremos de los altos montes.
Mi vida, escucha, o mataréme.
LEONELO:
Advierte
que despiertas las gentes. ¿Estás loco?
DON JUAN:
¿Habéis oído lo que aquí ha pasado?
LEONELO:
Y ¿no es mejor que aquella sea Marcela
y sea Dorotea tan honrada?
DON JUAN:
Tienes razón; y por mirar su honra,
quiero dejar la calle; que mis voces
pueden ser causa de que alguna pierda.
Vamos al muro; que sus duras piedras
se moverán, Leonelo, al llanto mío.
LEONELO:
Ven, Chacón.
CHACÓN:
¿Qué tenemos? ¿Hay tinieblas?
LEONELO:
¿Por qué lo dices?
CHACÓN:
Si hay lamentaciones
y escuridad, ¿qué quieres que te diga?
LEONELO:
La Niña está enojada por Marcela.
CHACÓN:
Pues déle un tres, y cesarán las riñas;
que es antiguo remedio para niñas. (Vanse.)
Que es
contraria a tu pretensión
Venus, que a la Luna mira
con grande malicia opuesta,
y con Marte manifiesta
que por un hombre suspira
de su calidad igual.
Los dos se miran de trino;
después de tu alteza vino,
por celos se tratan mal.
Aquí muestra el sol que un día
sola contigo estará;
pero libre quedará
su honra de tu porfía.
Pero retírate más;
que aunque de aquesta mujer (Aparte a él.)
miré tu amor, puede ser,
aunque tan seguro estás,
que haya visto algunas cosas
que son de más importancia.
DON ENRIQUE:
¿Cómo?
ZULEMA:
Tú has de hacer por Francia
dos jornadas peligrosas,
huyendo del rey tu hermano.
Agora, Enrique, es ansí;
que también Nerón romano
cinco años gobernó
su república de suerte,
que una sentencia de muerte
con mil lágrimas firmó.
Séneca dél se admiraba;
pero matóle después;
y esta blandura que ves
en Pedro, ya el curso acaba.
A doña Leonor, tu madre,
ha de matar.
DON ENRIQUE:
¿Estás loco?
ZULEMA:
Esto que te digo es poco;
que a don Alonso, su padre,
pienso que no perdonara,
si en esta ocasión viniera.
Tú lo verás cuando muera
tu hermano el Maestre.
DON ENRIQUE:
Para,
para, astrólogo cruel,
para esas locas mentiras.
Esos mismos que deseas,
ésos están guardando
que estés solo.
DON ENRIQUE:
¿Es Dorotea?
MAESTRE:
La misma.
DON ENRIQUE:
Fuera, criados;
despejad la cuadra luego. (Vanse los criados y músicos.)
Tú, moro astrólogo falso,
mira ¡qué presto mentiste!
Pues sin trinos ni cuadrados,
sextiles ni oposiciones,
me traen el bien que aguardo.
¡Cielos!
No lo tengáis por agravio.
Perdonad; que amor me fuerza.
Dejad que roben mis brazos
aquesta imagen de plata,
aqueste raro milagro
del templo de la hermosura,
como otro Paris troyano.
Pues ¿cómo con este engaño
pensaste curar a amor?
¡Criados, hola, criados!
Llevad de aquí esta mujer;
que me muero, que me abraso.
¡Muerto soy! (Vase.)
MARCELA:
¡Desprecio extraño!
Pues aunque un rey me tripula
y me descarta enojado,
yo sé que para su runfla
me quisiera algún vasallo.
Cualquiera dellas podría
dar con el mundo a sus pies.
Es el interés, don Arias,
alta confección de alquermes,
por más que del gusto enfermes,
compuesta de cosas varias;
pero aunque es tan poderoso,
asegurarte podría
que es alta cosa una tía
para el caso más dudoso.
Notables cosas se acaban
en casa de una parienta.
DON ARIAS:
Luego ¿buen remedio intenta?
REY:
Cuantos escriben le alaban.
Pero ¿que tratáis con ella?
No creo
que hay imposible al deseo,
si lleva plata en la mano.
La Niña se hará muy santa,
y irán horras tía y sobrina.
DON ARIAS:
Rompe la cuerda más fina,
si el interés la levanta.
REY:
No lo dejes de la mano,
pide lo que es menester;
que al fin la Niña es mujer,
poco más que viento vano.
No te espanten sus razones
ni te engañe un rostro honrado;
que rompe un nuevo obligado
mil viejas obligaciones.
DON ARIAS:
Como eso saben hacer
cuando hay tierra de por medio. (Vase el REY.)
Sea mil veces bien venida
mi amiga la más querida,
mi joya, perla, diamante,
mi antídoto del veneno
que amor me dió por los ojos,
la gloria de mis enojos
y el sol más claro y sereno,
la luz de mi confusión
y el bien del mal que padezco,
a quien los brazos ofrezco
por señal del corazón.
¿Cómo viene? ¿Cómo está
mi señora Dorotea?
Y ¿cómo haré yo que crea
que lo es de mis prendas ya?
Estimo más su salud
que la del Rey, ¡vive Dios!,
Arias, ¡qué veces los dos
hablamos en su virtud!
¿Qué te he dicho desta amiga?
¿De qué manera la quiero?
Ya espero
que des lugar a que diga
siquiera alguna razón
en que parezca que siento...
DON ENRIQUE:
Deja todo cumplimiento;
que en fin cumplimientos son.
Dime qué tienes pensado
de mi salud, pues don Arias
te habló.
TEODORA:
Mil cosas contrarias
a tu gusto y a mi estado.
Puesto me has en confusión,
mirando tu mocedad;
mas también mi calidad
da voces a la opinión.
Repórtate si es posible.
DON ENRIQUE:
¡Oh mi bien, no me aconsejes
tanto mal!
TEODORA:
Cuando te alejes
desta esperanza imposible,
en un mes o en quince días
se te olvidará Teodora.
Bien podrá
casarse: seis mil ducados.
Y no te cause cuidados
que el secreto se sabrá;
que no será la primera
que lleve el honor en plata.
TEODORA:
Agora, a su honor ingrata
y a su opinión verdadera,
tendrá con mucha ocasión
nombre de Niña de Plata.
DON ENRIQUE:
Mi bien, mi remedio trata,
ten de mi mal compasión.
No le faltará marido
con estos seis mil ducados;
porque yerros tan dorados
presto se cubren de olvido.
¿Qué piensas hacer de mí?
Ahora bien: dame el dinero,
no por quererlo primero;
que está bien seguro en ti;
mas por no volver después
por el precio de mi honor.
DON ENRIQUE:
Que me place.
TEODORA:
Pues, señor,
para que seguro estés,
a su hermano de Teodora
con recado falso envía
donde no venga hasta el día,
pues en fin te sirve agora.
Yo me acostaré temprano
y recogeré a la gente;
tú puedes seguramente,
en dejando el Rey tu hermano,
ir con aquestas tres llaves,
que de aquí a la noche harás
que te imiten, y abrirás.
DON ENRIQUE:
Muestra.
TEODORA:
La puerta que sabes,
que es de la calle, con ésta.
Si de mí no te desvías,
despertarás mis mujeres.
Lleva linterna, y enciende
en la lámpara que digo;
entra el cancel..., y el postigo
que a mano izquierda desciende,
es de mi aposento, el cual
por de dentro cerraré,
para que aunque voces dé,
todas las oigamos mal.
Pasa la cuadra, y enfrente
verás durmiendo a Teodora;
que una criada que adora
está por cierto accidente
hoy en casa de su madre;
que no fué poca ventura.
Allí la tendrás segura,
y cuanto a tu gusto cuadre;
como el ánimo no sea
vista primera de amante;
que hay hombre como un gigante,
que aunque mil espadas vea,
por todas ha de romper,
y puesto en una ocasión,
le da frío de ciclón
de mirar una mujer.
Yo quedo bien instruído
de la casa y de las llaves;
cuanto al ánimo, ya sabes
que estaba el muro rendido;
la misma facilidad
hace cobarde al soldado;
pero donde habrá cuidado,
llanto, voces y crueldad,
esa misma resistencia
pondrá en mi pecho valor,
porque como es rayo amor,
muestra en lo fuerte violencia.
Ven a tomar el dinero;
aquí en mi cámara está,
y en escudos bien podrá
llevártelo el escudero,
y si no, quien tú quisieres;
que a su hermano, yo le haré
que nos deje.
En fin, venimos a tu centro antiguo,
después de dar mil vueltas a Sevilla.
DON JUAN:
De día no me atrevo a los umbrales
de la niña ingratísima que adoro,
porque no entienda que a rogarla vengo
pero de noche este consuelo tengo.
CHACÓN:
Después, que vimos que era todo engaño,
y que es Teodora tan constante y firme,
bien nos parece que a su casa vengas;
pero venir, y con humildes ojos
adorar estas rejas y balcones,
y hacer a cada balaustre dellos
más reverencias que a un señor que debe,
parécenos extraño desatino.
Pues, bestia, ¿no es razón y policía
que se haga reverencia y cortesía?
CHACÓN:
La reverencia es justa, pero en tiempo.
LEONELO:
¿Y en la bebida no?
CHACÓN:
De ningún modo.
Cuando bebe el señor, verás que baja
toda la multitud de los criados
el cuerpo, y inclinándole, es forzoso
que los cuartos traseros estén fuera.
Y estar toda una sala en tal postura
es peligroso en tiempo de castañas,
y no puede beber limpio, ni es justo
que toda la familia y coliseo
estén haciendo entonces el guineo.
LEONELO:
Déjate de esos locos desatinos
y despierta a tu amo.
CHACÓN:
¡Ah señor amo!
¿Qué tienen esas rejas?
DON JUAN:
Hierro tienen,
mármoles tienen de que están asidas.
Ea, ¿mas que se suelta la poesía,
que encajas aquí cualque soneto?
DON JUAN:
Si entendiera acabarle, comenzárale.
CHACÓN:
Pocos saben, Señor, cómo se acaban;
y así, verás sonetos milagrosos,
que entran con obeliscos y pirámides,
marfil, ebúrneo pecho, fuentes líquidas
y vienen a parar desustanciados.
DON JUAN:
¿Has sido tú poeta?
CHACÓN:
Cuatro veces:
la primera me dieron muchos palos;
la segunda vinieron cuatro curas
a conjurarme por maligno espíritu;
la tercera me echaron de la calle
por apestado y hombre contagioso;
y la cuarta, a la fe, gané unos guantes
con un soneto.
En el mesmo está el sujeto.
Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto,
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso te voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
LEONELO:
¿Cúyo pudiera ser tal desatino?
DON JUAN:
Déjale hablar; mi pena se entretenga
de cualquiera manera.
Diga Teodora agora que es honrada,
entre cuatro paredes encerrada.
DON JUAN:
¡Válgame el cielo!
CHACÓN:
Valga, y lleve presto.
DON JUAN:
Romper quiero las puertas.
LEONELO:
Don Juan, tente;
que sin duda el que ha entrado es el Infante,
porque este rebozado es el Maestre.
Vámonos de la calle, por tu vida;
que no es ésta ocasión para perderte.
Dios quiere que esto veas con tus ojos,
para que des buena vejez, que es justo,
a los padres que tienes, tan honrados,
casando con tu igual; porque bien sabes
que aunque es noble la Niña, no merece
que te iguale, con tales niñerías.
DON JUAN:
¿Cómo igualar? Leonelo, lo que he visto,
de tal manera me ha desengañado,
que hago al cielo voto y juramento
de no ver en mi vida aquestas puertas.
¿Estas puertas? ¿Qué dije? Ni esta calle.
Camina por ahí.
Amor me convierte,
como a Júpiter, en lluvia:
cree que esta color rubia
la más honesta divierte.
Recogida en su aposento,
a todo ha dado lugar.
Ten de mi mal sentimiento;
voces no han de aprovechar,
que ha de llevarlas el viento.
Hasta en la calle está gente,
que a nadie entrar dejará.
También tu hermano está ausente:
todo prevenido está.
DOROTEA:
Deténte, Infante, deténte.
Desvía la luz de mí,
no me veas.
Ya te vi
cuando durmiendo te hallé.
Tu voluntad conquisté;
pero no la merecí.
Por eso ha sido forzoso
valerme de mi poder.
DOROTEA:
No fué valor generoso.
Para una flaca mujer
te has mostrado poderoso.
¡Ah vil sangre de mi tía!
¡Ah pobre, engañado hermano,
por su falsa alevosía!
DON ENRIQUE:
Ya te lamentas en vano.
Mira que se acerca el día:
hasta lo que has peleado;
que el más honrado soldado
suele rendirse a partido;
que si el tiempo le ha rendido,
no pierde nada el honrado.
¿Qué más pretendes hacer?
Procura escapar la vida,
si el honor no puede ser.
Advierte.
El día que con el rey
don Pedro, tu hermano, entraste
en esta ciudad famosa
de Sevilla, ilustre Infante,
años había que un hombre
pasaba esta misma calle
con mil honestos deseos,
para obligarme bastantes.
Miróme con tales ojos,
que pudieran bien entrarse
por el corazón más duro,
si Dios le hiciera diamante.
No le quise bien muy presto;
que después de mil combates
mis ventanas consulté
con palabras semejantes:
«Hierros destas rejas duras,
piedras que servís de engastes,
mármoles de aquesta puerta,
¿querré bien? Aconsejadme.»
Y parecióme que un día
me dijo un hierro: «¿Qué haces,
si me ves enternecido
sólo de oírle quejarse?»
Las piedras me respondieron:
«A suspiros semejantes
ya nos volvernos en cera;
no podremos sustentarte.»
Los mármoles me. decían:
«Donde los que miras nacen,
no habrá tan duras entrañas,
si te resistes de amarle.»
Creílos, túvele amor,
trújome un papel un paje
entróme por casamiento
(que no hay cosa que nos halle
la voluntad más dispuesta
para cualquier disparate),
respondí tan desdeñosa,
que pudiera, a no adorarme,
mudar de imaginación
y ponella en otra parte;
pero amor, que, verdadero,
sufre y calla hasta vengarse,
le dió para mis desdenes
paciencia y valor notable.
Con esto alcanzó de mí
venir una noche a hablarme:
En medio estuvo una reja;
pero no para escucharle.
Sus tiernas quejas oí,
sus amores y humildades;
porque en los principios son
muy humildes los amantes.
Esta noche trujo muchas:
crecieron las amistades,
y fué perdiendo el amor
el respeto a los altares.
Apretéle el casamiento,
y él se lo dijo a su padre,
hombre rico y veinticuatro,
de buena opinión y sangre.
Como supo mi pobreza,
¡oh Enrique!, pensó matarle;
aunque en la sangre bien pienso
éramos harto iguales.
En fin, para divertirle,
quiere el viejo que se case
con una mujer más rica
que de codiciosas partes.
Con esto celosa y triste,
fingí, señor, retirarme;
que aprietan mucho desdenes
donde ha habido voluntades.
No fueras tú mal tercero
con tu amor para abrasarle;
que donde hay competidor
no hay boda que se dilate;
mas hase alterado todo,
como eres un mar tan grande;
de suerte, que mi barquilla
se anega en tus tempestades.
Él sabe lo que me quieres,
mi resistencia no sabe;
por ti mi remedio pierdo
(que yo supiera obligarle),
y más agora que estás
donde Dorotea infame
de mi honor y de sus puertas
te ha dado, Enrique, las llaves.
Bien sé que mi resistencia
ya no puede ser que baste
a la traición que me han hecho
por el interés infame;
mas como Roma ha tenido
la matrona venerable
que ha honrado con su laurel
a la castidad triunfante,
haz tu gusto, pues no puedo
defenderme ni librarme;
que también tendrá Sevilla
una mujer que se mate.
Teodora, yo te he escuchado
con atento y tierno oído:
el amor me has reportado,
el brazo me has detenido,
y el corazón lastimado.
Contásteme que quisiste
un hombre, y de verte triste,
con tal lástima te oí,
que vengo a tener de ti
la que de mí no tuviste.
Bien me pudiera vengar
de tus desdenes, Teodora;
pero llegar a mirar
mujer que por otro llora,
¿a quién no basta a templar?
No me has quitado el amor
(que nunca amor es mayor
que cuando es tenido en poco);
pero has vuelto cuerdo a un loco,
dando materia al valor.
Toda estás en mi poder,
y esto basta a darme nombre;
que rendirse a su querer
es más victoria del hombre
que no el gozar la mujer.
En efecto, has confesado
que estás sujeta a mi gusto,
con que ya estoy reportado;
que a quien se rinde, no es justo
no hacerle partido honrado.
Y ha sido gran desvarío
no haberme dicho el desvío
que ya por tu amor arguyo,
porque a haber sabido el tuyo,
no se adelantara el mío.
Pero ya que sé que quieres,
yo preguntaré quién es,
y será tuyo, pues eres
tan firme en tanto interés;
cosa bien nueva en mujeres.
Yo te prometo casarte,
aunque se interponga el Rey
para que venga a rogarte,
aunque mujer de tal ley
más honra que puede honrarte.
Si cuentan de Cipïón
que volvió por la opinión
de aquella hermosa mujer,
España te ha de tener;
que en ella todos lo son.
Sin con las hijas de Dario
fué Alejandro al nombre igual
fué a su fama necesario;
yo he sido más liberal,
si es amor mayor contrario.
Algún tiempo me darán
nombre de cortés galán
las historias de Sevilla;
mas soy por padre Castilla,
y soy por madre Guzmán. (Vase.)
¡Enrique, Infante, señor!...
Fuése. ¡Qué notable hazaña
en hombre que tiene amor!
Pero es muy propio valor
de un hijo de un rey de España.
¿Hase visto maravilla
que mayor que aquésta sea?
¡Plega al cielo que Sevilla
coronar su frente vea
por príncipe de Castilla!
Ya por la escalera baja,
aunque con mayor ventaja
por la de la fama sube.
Ya el alba en dorada nube
romper la noche trabaja.
Quiero despertar la fiera
que con las viles me iguala,
por el interés que espera;
que no hubiera mujer mala
a no haber buena tercera.
Pero bien será cerralle,
porque, si vuelve, no halle
la ocasión que puede asir,
si se vuelve a arrepentir
con los aires de la calle. (Vase.)
Habitación de DON JUAN. (El VEINTICUATRO, LEONELO.)
LEONELO:
¿Tú me atribuyes las locuras suyas?
VEINTICUATRO:
Su padre soy, Leonelo, no te espantes.
LEONELO:
Mucho me espantan las palabras tuyas,
esto es acompañar locos amantes.
Pero de mi verdad quiero que arguyas
que no lo hiciera en pasos semejantes,
a no temer que un hombre poderoso
mostrara su poder en un furioso.
Dios sabe que a don Juan he reportado
los pasos deste loco pensamiento,
y con buenos consejos estorbado
de la Niña de Plata el casamiento:
sospecho que por mí no está casado.
VEINTICUATRO:
Si intentara Don Juan tal casamiento,
yo buscara un esclavo a quien le diera
mi hacienda, o me casara, o me muriera.
Cásese con mi gusto, y le prometo
hacerle veinticuatro de Sevilla,
con tales alimentos, que en efeto
más envidia le tengan que mancilla.
Tomad, señor, esta silla,
porque en mi linaje quede
por armas, que envidiar puede
la nobleza de Sevilla.
Dejaréla vinculada
en mi mayorazgo honrado,
con un telliz de brocado,
y en blanca plata aforrada.
Sabrán mis hijos y nietos
que estuvistes vos aquí,
para que se honren ansí
y tengan altos respetos.
Pero, señor, ¿qué ocasión
a tanta humildad os mueve?
DON ENRIQUE:
Cumplir un rey lo que debe:
deudas las palabras son.
Yo la he dado a aquel criado
que agora conmigo viene,
y una hermosa hermana tiene,
de ponerla en noble estado.
Y queriéndola cumplir,
me quise informar primero
de algún mozo caballero
a quien pudiese elegir.
Supe que un hijo tenéis,
pienso que el nombre es don Juan,
muy galán, y su galán;
que esto por vos lo sabréis.
Daré veinte mil ducados
de dote a aquesta doncella,
aunque en las virtudes della
van más de cien mil guardados.
Sin éstos, le daré cuatro
para joyas a Teodora,
que es pobre en extremo agora;
y para vos, Veinticuatro,
me da mi hermano el Maestre
un hábito de Santiago.
Con esto mi deuda pago.
Viendo, señor, entrar a don Enrique,
tanta pena me dió, que si pudiera,
me fuera en este punto de Sevilla.
¡Infantes te visitan! ¿Qué te quieren?
VEINTICUATRO:
Huélgome de que estés tan ignorante;
que, por lo menos, me darás albricias.
La Niña es tu mujer.
DON JUAN:
¿De qué manera?
VEINTICUATRO:
Cásala de su mano don Enrique,
por pagar los servicios de su hermano;
dale de dote veinte mil ducados,
sin cuatro para joyas, y el Maestre,
su hermano del Infante, me da un hábito,
cosa tan deseada de mi pecho,
y que a mis enemigos dará envidia.
¡Bendita sea la hora que miraste,
don Juan, esta mujer! ¡Bendito sea
el primero renglón que le escribiste!
¡Oh Niña de mis ojos, que a tenellos
el alma, en los del alma la pusiera!
Concertados quedamos de que luego
vamos los dos donde esto se concierte.
¡Oh cuánto la codicia desatina!
Cuando yo os suplicaba, padre mío,
que con Teodora pobre me casárades
(que entonces era pobre y virtuosa),
no fué posible ni aun oír nombrarla;
y agora que es Teodora infame y rica,
y un hábito os prometen de Santiago,
¡ponérmele queréis de sambenito!
VEINTICUATRO:
¡Teodora infame y rica!
DON JUAN:
No le obliga
al Infante la deuda de su hermano,
sino la de la honra, que la debe.
Anoche vió Leonelo que entró Enrique
en su casa a las doce; y fuera desto,
a Chacón envió cerca del alba,
y vió cómo salía, y que en la calle
le esperaban don Arias y el Maestre.
Ya quería
correr la noche su cortina lóbrega,
y aparecer la luz del alma cándida,
como dicen poetas en esdrújulos
cuando salió de ver la Niña el Príncipe
dejándola preñada de dos cónsules.
VEINTICUATRO:
Pues, hijo, aunque me dieran tantos hábitos
cuantos la religión darme pudiera
y la dotara Enrique en las dos Indias,
para Chacón no la tomara.
CHACÓN:
¡Cómo!
¿No hallaste otro más triste y desdichado?
DON JUAN:
Esto te digo estando enamorado.
VEINTICUATRO:
Darte quiero mis brazos, y con ellos
mi bendición. Mas vamos a palacio,
donde al Infante con honrada excusa
podré decir que estabas tú casado
cuando lo prometí, no lo sabiendo.
¡Que un hombre se signifique
perdido de enamorado,
y que le den ocasión
sin gigantes, sin dragón,
sin pasar el mar a nado,
sin escala puesta al muro,
sin fuerte competidor,
sin alcaide del honor,
y todo el campo seguro;
que no temiese marido,
hermano, padre o criado;
que haya con su llave entrado,
y todo el mundo dormido;
y que en viendo a quien buscaba
se le hiele el corazón,
y que pierda la ocasión
que los cabellos le daba!
Mira, Enrique, desde hoy más
no hables con hombres ni entre hombres.
DON ENRIQUE:
Maestre, más viles nombres
merezco que aquí me das;
pero yo sé que no ha sido
flaqueza.
Seas, Teodora, bien venida,
cuéntanos este suceso,
porque pierde Enrique el seso
de que vengas ofendida.
¿Cómo fué? ¿Qué sucedió?
¿Tembló? ¡Lloró? ¿Tuvo frío?
Para preciarse de brío,
mucho crédito perdió.
DOROTEA:
Suplico a tu majestad
que estime mucho al Infante
por el más cortés amante
que ha tenido voluntad.
Mire que no vengo aquí,
como presume, a quejarme.
Pues está su majestad
presente, haciéndole salva,
quiero, generoso Enrique,
honor y gloria de España,
venir a dar mi disculpa
de no cumplir la palabra
que, ignorante del suceso,
como a rey te di en mi casa.
Tú me mandaste que diese
para Teodora a quien llama
Niña de Plata Sevilla
por el valor de sus gracias,
a mi hijo por marido,
diciendo que le dotabas
para pagar a don Félix
su servicio.
DON ENRIQUE:
Verdad clara.
VEINTICUATRO:
Veinticuatro mil ducados
de dote le señalabas,
y a mí un hábito.
Aceté luego el partido,
y en tus generosas plantas
puse mi boca; y contento,
a don Juan, que ausente estaba,
busqué y dije su ventura;
pero él respondió: «Una dama
que conoces, es mi esposa,
con obligaciones tantas,
que he de morir o cumplillas.»
Entristecióseme el alma;
y para que no creyeses
que a mi palabra faltaba,
los traigo a los dos.
Repara,
señor, en que esto es mentira;
que soy de don Félix dama,
el hermano de Teodora;
que no sabiendo que tratas
de casarla con don Juan,
me sacaron de mi casa
para disculpar su engaño
y no hacer lo que les mandas.
REY:
Pues, Veinticuatro, ¡a los reyes
que honrar sus vasallos andan,
estos engaños se hacen!
¡Así los reyes se engañan!
Si Enrique casar quería
a Teodora, ¿no bastaba,
para que os viniera bien,
ser mi sangre y vos ser nada?
¡Vive Dios, que desde aquí
a los dos en esta plaza
han de cortar la cabeza!
VEINTICUATRO:
Señor, escucha la causa,
pareceráte piadosa.
Anoche don Juan estaba,
con los que presentes miras,
a la puerta desta dama,
y vió que con una llave
entró el Infante en su casa,
y que salió con el día
sabe el Maestre y Don Arias
honra me obligó, señor.
Pues ya tanto te declaras,
diré verdad, ¡vive el cielo!,
poniendo mano a la espada,
con la cual sustentaré
de sol a sol en campaña
a mi igual y a todo hidalgo
que es Teodora tan honrada,
que ninguna hay en Sevilla
que sea más, ni en España.
Que entré, es verdad; mas compré
con oro y pasos la entrada,
y sin que ella lo supiese,
llegué anoche hasta su cama.
De sus lágrimas temblé;
y escuchando sus palabras,
me dijo toda la historia
que entre ella y don Juan pasaba.
Matarse quiso; detuve
su brazo; y viendo que tanta
firmeza merece premio,
allí prometí casalla.
Aprovechóme el valor,
y quise más ganar fama
de hombre que supo vencerse
(que es el mayor lauro y palma),
que dar rienda al apetito.
Y así, en esta cruz sagrada,
adonde la mano pongo,
y Dios puso las espaldas,
juro que esto pasa ansí;
y miente quien desta dama
piense o crea lo contrario.