La primavera (de Pereda)

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Escenas montañesas
La primavera​
 de José María de Pereda


Deja, Fabio, esa lira    
que tanto te recrea,   
o aprende lo que ignoras   
y canta lo que aprendas.   
Basta de idilios tiernos,    
basta de dulces églogas;   
no más pastores, Fabio;    
Fabio, no más praderas.   
Yo quise entre los rústicos   
paisajes de mi tierra   
buscar de tus cantares   
la realidad perfecta;   
y ¡ay, Fabio! tú no has visto    
jamás la primavera.   
Tú no has pisado el «campo    
de terciopelo y seda»;   
ni respiraste el «fresco    
cefirillo que juega   
de los sombríos bosques   
con la enramada espesa»;   
ni la cascada viste   
que «rauda se despeña    
en el profundo abismo   
desde la altura inmensa;»    
ni «matizadas flores»   
cogiste entre la yerba;   
ni oístes el «murmullo   
del que manso la riega,   
arroyo cristalino    
do beben las Napeas   
y encuentran las pastoras    
cristal que les refleja   
de sus cabellos de oro   
las ondulantes hebras»;   
ni el trino has escuchado   
de «mil y mil parleras,    
pintadas avecillas,   
de las de arpada lengua,   
entre el follaje verde   
de misteriosa selva»;   
ni vistes el cabrito    
«triscar la mata fresca,   
trepar de roca en roca   
la tímida gacela,   
ni sobre el fácil soto   
rumiar la mansa oveja»,   
ni, en fin, esos primores   
que describir intentas    
en las limadas coplas   
que, tierno, canturreas.   
Tu campo es un tapete,    
tus bosques son macetas,    
tus flores, inodoras,    
tus cefirillos, hielan;    
de trapo son tus ninfas,    
tus pastores, horteras,    
gorriones tus jilgueros;    
y tu cascada horrenda,    
del carcomido techo   
que a tu numen alberga,   
por más que la levantes   
es húmeda gotera.   
Desde la ardiente zona   
do te arrojó la adversa    
fortuna cuando viste   
del sol la luz primera,   
no abarca una mirada,   
por alta que se meza   
en el azul espacio    
tu miserable celda,   
las primorosas galas   
que dio Naturaleza    
a la, por ti, tan célebre   
hermosa primavera.   
Aquí, en estos confines   
de la gloriosa Iberia;   
desde el límite vasco    
a la riscosa Liébana;   
entre el Escudo gélido   
y la feraz ribera   
do rompen del salobre    
cántabro mar, sin tregua,   
con hórrido bramido    
las olas turbulentas,   
está lo que tú, cándido,    
adivinar sospechas.   
Deja, Fabio, la corte    
fascinadora, déjala,   
y corre presuroso   
hasta mi noble tierra;   
y aquí, entre su follaje,   
junto a su gala espléndida,   
desde que abril acaba   
hasta que octubre empieza,   
verás... lo que no cabe   
en pálidas endechas.   
Mas no de la dulzaina   
meliflua te proveas,    
ni de ligeras cintas   
de coruscante seda,   
ni de pellico tenue    
cortado a la francesa,    
ni de leve sandalia   
y primorosa media,   
cual van en tus cantares   
los hijos de las selvas.    
Antes, Fabio, procúrate   
zapatos de dos suelas,    
calzón de paño recio,   
garrote y podadera;    
que en el ameno prado    
que la vista recrea,   
hay charcos escondidos   
y espinas... y culebras;   
y el cristalino arroyo    
que manso serpentea,    
es un regato, a veces,    
que no pueden las piernas    
saltar, sin el auxilio   
de la tranca pasiega;    
y en el frondoso bosque   
hay zarzas y maleza   
que el paso te interrumpen,    
y has de cortar, so pena   
de que en sus garras dejes    
calzones y pelleja;   
y, en fin, que el agua moja    
hasta en la primavera;   
y como en mayo llueve,   
y llueve con frecuencia,   
si tienes un paraguas   
te ha de venir de perlas.    
Verás entonces prados,    
y cabañas cubiertas   
por olmos y laureles   
y mirto y madre-selva;   
verás espesos montes,   
caminos y veredas    
bajo toldos de verde,   
fragante, inculta yerba;   
verás montañas, cerros   
y dilatadas sierras;   
robustos, viejos troncos   
y ramas que se quiebran   
al peso del follaje;    
mantos de rica hiedra   
cubriendo de las ruinas   
la desnudez escueta;   
hondos, negros abismos   
do pavoroso suena    
el murmurante arroyo    
que fue por la pradera;   
verás valles risueños   
y ríos y florestas,   
y el humo que, tranquilo,    
en espiral se eleva,   
y cabras y terneros   
y alondras... y miruellas;    
respirarás las brisas   
balsámicas que juegan   
con las fragantes rosas   
que esmaltan las praderas;    
verás los rayos de oro   
del sol, cuando amanezca,    
y perlas de rocío,   
y hasta nubes de perlas;    
verás, en fin, primores;   
pero de tal grandeza,    
que no podrás cantarlos,   
ni los soñó siquiera    
en sus inspiraciones   
«la rica, gaya ciencia.»   
Mas del deliquio dulce   
en que el cuadro te aduerma,    
cuida no te despierte   
con su prosa grosera   
la humanidad inculta   
que la campiña puebla.   
Aquí anda Nemoroso   
detrás de su carreta,   
sin rizos, con la barba    
mal afeitada y recia,   
con los calzones rotos,   
luchando con la tierra   
que, a costa de sudores,   
al cabo le sustenta.    
Verás que la zagala   
gentil que te embelesa,    
es una mocetona   
de alborotada greña,   
de libras y boyante,    
que tosca faldamenta,   
sin cintas ni guirnaldas,   
con lodo y almadreñas;   
verás que si, ofuscado,   
audaz la galanteas,   
no la colora el rostro,   
como tus trovas cuentan,    
las tintas sonrosadas   
de púdica vergüenza;   
sino que, ardiendo en ira,   
como fornido atleta,   
a bofetada limpia    
te salta un par de muelas.   
Así son los modelos    
(al menos en mi tierra),   
de las ninfas... y ninfos   
que vagan por las selvas:   
así al Autor Supremo    
le plugo que nacieran,   
y así serán y han sido...    
Y no hay que darle vueltas.   
¡Qué fuera de nosotros,    
gran Dios, de otra manera!   
¡si en vez de tales tipos    
que el alma desalientan,   
cruzaran por los prados    
sensibles Doroteas!...    
Porque no son las rústicas   
pasiones de la aldea   
las que la sangre inflaman,   
holgando en las praderas:    
el ámbar, el almizcle...   
Y el Tamorlán de Persia    
con todos sus divanes,    
sus opios y sus siestas,    
se agitan en la mente...   
y no hay que darle vueltas.   

No creas, pobre Fabio,    
que en solitaria selva   
un Títiro sensible    
con una Galatea   
se pasa la mañana   
tendido a pierna suelta,    
tocando el caramillo,   
sin reparar siquiera   
que tiene la zagala   
muchísima canela...   
o Galatea es tonta,    
o Títiro es un bestia...   
a son de otra sustancia    
distinta de la nuestra.   
Tú, que el hervor aún sientes    
de la vida en tus venas,   
si vas por el Retiro   
y bajo su arboleda   
hallas una pastora,    
como las rosas fresca,   
tejiéndose guirnaldas,   
en muelle negligencia;    
si ves su pie pequeño   
que se adivina apenas    
en un zapato breve   
de satinada tela:    
si por crecer la brisa    
agítase la seda   
y los revueltos pliegues...    
(pero detente, péñola);   
si sus lánguidos ojos,    
llenos de amor, te asedian;   
si su garganta late,    
si su jubón... etcétera...   
¿adónde irá a parar,   
iluso, tu prudencia?    
Pues bien, si en el Retiro,   
do, sobre ardiente arena,   
de mísero ramaje    
raquíticos se elevan   
árboles de artificio,    
sin sombra ni belleza;   
si entre la prosa, digo,    
de esa enfermiza selva   
las gracias de una ninfa   
trastornan y marean,    
¿qué harán entre estos bosques    
cuando su gala ostenta   
en voluptuoso alarde   
la alegre primavera?    
¡Oh, pobres trovadores   
de tirso y pandereta!:   
Del cortesano mundo   
entre la turba espesa,    
cantad al sol de agosto   
que sin piedad os tuesta;   
llorad, míseros vates,   
fatídicas cornejas,   
sobre las tristes sábanas   
de calcinada arena   
donde la hispana corte    
su pedestal asienta;   
cantad al mar bullente   
que surcan en calesa,   
tras chulos argonautas,   
impúdicas sirenas;    
cantad al hambre, al frío,   
al lujo, a la opulencia,    
al vicio y a la intriga...   
al crup y a las viruelas,   
que, pues vivís entre ello,   
lo conocéis por fuerza;    
mas del risueño mayo,   
con tosca, ruda péñola,   
no mancilléis los dones   
que, como gala, ostenta   
sobre florido trono   
la dulce primavera.   
Tú que la adoras, Fabio,    
si quieres conocerla   
deja al punto la corte    
fascinadora, déjala,   
y corre presuroso   
hasta mi noble tierra;   
y aquí, entre sus montañas   
y encantadoras selvas,   
renegarás del torpe   
numen que, sin conciencia,    
te hizo mentir soñando   
mezquinas primaveras;    
y acaso, convertido,    
al ver tanta belleza,   
arranques de tu lira   
las insonoras cuerdas,   
juzgando, cual yo juzgo,    
que si a sentir se llega   
de tan hermoso cuadro    
la sencilla grandeza,   
para cantarla es poco   
«la rica gaya ciencia».