La primavera (de Pereda)
(Redirigido desde «La primavera (Escenas montañesas)»)
Deja, Fabio, esa lira que tanto te recrea, o aprende lo que ignoras y canta lo que aprendas. Basta de idilios tiernos, basta de dulces églogas; no más pastores, Fabio; Fabio, no más praderas. Yo quise entre los rústicos paisajes de mi tierra buscar de tus cantares la realidad perfecta; y ¡ay, Fabio! tú no has visto jamás la primavera. Tú no has pisado el «campo de terciopelo y seda»; ni respiraste el «fresco cefirillo que juega de los sombríos bosques con la enramada espesa»; ni la cascada viste que «rauda se despeña en el profundo abismo desde la altura inmensa;» ni «matizadas flores» cogiste entre la yerba; ni oístes el «murmullo del que manso la riega, arroyo cristalino do beben las Napeas y encuentran las pastoras cristal que les refleja de sus cabellos de oro las ondulantes hebras»; ni el trino has escuchado de «mil y mil parleras, pintadas avecillas, de las de arpada lengua, entre el follaje verde de misteriosa selva»; ni vistes el cabrito «triscar la mata fresca, trepar de roca en roca la tímida gacela, ni sobre el fácil soto rumiar la mansa oveja», ni, en fin, esos primores que describir intentas en las limadas coplas que, tierno, canturreas. Tu campo es un tapete, tus bosques son macetas, tus flores, inodoras, tus cefirillos, hielan; de trapo son tus ninfas, tus pastores, horteras, gorriones tus jilgueros; y tu cascada horrenda, del carcomido techo que a tu numen alberga, por más que la levantes es húmeda gotera.
Desde la ardiente zona do te arrojó la adversa fortuna cuando viste del sol la luz primera, no abarca una mirada, por alta que se meza en el azul espacio tu miserable celda, las primorosas galas que dio Naturaleza a la, por ti, tan célebre hermosa primavera. Aquí, en estos confines de la gloriosa Iberia; desde el límite vasco a la riscosa Liébana; entre el Escudo gélido y la feraz ribera do rompen del salobre cántabro mar, sin tregua, con hórrido bramido las olas turbulentas, está lo que tú, cándido, adivinar sospechas.
Deja, Fabio, la corte fascinadora, déjala, y corre presuroso hasta mi noble tierra; y aquí, entre su follaje, junto a su gala espléndida, desde que abril acaba hasta que octubre empieza, verás... lo que no cabe en pálidas endechas. Mas no de la dulzaina meliflua te proveas, ni de ligeras cintas de coruscante seda, ni de pellico tenue cortado a la francesa, ni de leve sandalia y primorosa media, cual van en tus cantares los hijos de las selvas. Antes, Fabio, procúrate zapatos de dos suelas, calzón de paño recio, garrote y podadera; que en el ameno prado que la vista recrea, hay charcos escondidos y espinas... y culebras; y el cristalino arroyo que manso serpentea, es un regato, a veces, que no pueden las piernas saltar, sin el auxilio de la tranca pasiega; y en el frondoso bosque hay zarzas y maleza que el paso te interrumpen, y has de cortar, so pena de que en sus garras dejes calzones y pelleja; y, en fin, que el agua moja hasta en la primavera; y como en mayo llueve, y llueve con frecuencia, si tienes un paraguas te ha de venir de perlas.
Verás entonces prados, y cabañas cubiertas por olmos y laureles y mirto y madre-selva; verás espesos montes, caminos y veredas bajo toldos de verde, fragante, inculta yerba; verás montañas, cerros y dilatadas sierras; robustos, viejos troncos y ramas que se quiebran al peso del follaje; mantos de rica hiedra cubriendo de las ruinas la desnudez escueta; hondos, negros abismos do pavoroso suena el murmurante arroyo que fue por la pradera; verás valles risueños y ríos y florestas, y el humo que, tranquilo, en espiral se eleva, y cabras y terneros y alondras... y miruellas; respirarás las brisas balsámicas que juegan con las fragantes rosas que esmaltan las praderas; verás los rayos de oro del sol, cuando amanezca, y perlas de rocío, y hasta nubes de perlas; verás, en fin, primores; pero de tal grandeza, que no podrás cantarlos, ni los soñó siquiera en sus inspiraciones «la rica, gaya ciencia.»
Mas del deliquio dulce en que el cuadro te aduerma, cuida no te despierte con su prosa grosera la humanidad inculta que la campiña puebla. Aquí anda Nemoroso detrás de su carreta, sin rizos, con la barba mal afeitada y recia, con los calzones rotos, luchando con la tierra que, a costa de sudores, al cabo le sustenta. Verás que la zagala gentil que te embelesa, es una mocetona de alborotada greña, de libras y boyante, que tosca faldamenta, sin cintas ni guirnaldas, con lodo y almadreñas; verás que si, ofuscado, audaz la galanteas, no la colora el rostro, como tus trovas cuentan, las tintas sonrosadas de púdica vergüenza; sino que, ardiendo en ira, como fornido atleta, a bofetada limpia te salta un par de muelas.
Así son los modelos (al menos en mi tierra), de las ninfas... y ninfos que vagan por las selvas: así al Autor Supremo le plugo que nacieran, y así serán y han sido... Y no hay que darle vueltas.
¡Qué fuera de nosotros, gran Dios, de otra manera! ¡si en vez de tales tipos que el alma desalientan, cruzaran por los prados sensibles Doroteas!... Porque no son las rústicas pasiones de la aldea las que la sangre inflaman, holgando en las praderas: el ámbar, el almizcle... Y el Tamorlán de Persia con todos sus divanes, sus opios y sus siestas, se agitan en la mente... y no hay que darle vueltas. No creas, pobre Fabio, que en solitaria selva un Títiro sensible con una Galatea se pasa la mañana tendido a pierna suelta, tocando el caramillo, sin reparar siquiera que tiene la zagala muchísima canela... o Galatea es tonta, o Títiro es un bestia... a son de otra sustancia distinta de la nuestra.
Tú, que el hervor aún sientes de la vida en tus venas, si vas por el Retiro y bajo su arboleda hallas una pastora, como las rosas fresca, tejiéndose guirnaldas, en muelle negligencia; si ves su pie pequeño que se adivina apenas en un zapato breve de satinada tela: si por crecer la brisa agítase la seda y los revueltos pliegues... (pero detente, péñola); si sus lánguidos ojos, llenos de amor, te asedian; si su garganta late, si su jubón... etcétera... ¿adónde irá a parar, iluso, tu prudencia? Pues bien, si en el Retiro, do, sobre ardiente arena, de mísero ramaje raquíticos se elevan árboles de artificio, sin sombra ni belleza; si entre la prosa, digo, de esa enfermiza selva las gracias de una ninfa trastornan y marean, ¿qué harán entre estos bosques cuando su gala ostenta en voluptuoso alarde la alegre primavera?
¡Oh, pobres trovadores de tirso y pandereta!: Del cortesano mundo entre la turba espesa, cantad al sol de agosto que sin piedad os tuesta; llorad, míseros vates, fatídicas cornejas, sobre las tristes sábanas de calcinada arena donde la hispana corte su pedestal asienta; cantad al mar bullente que surcan en calesa, tras chulos argonautas, impúdicas sirenas; cantad al hambre, al frío, al lujo, a la opulencia, al vicio y a la intriga... al crup y a las viruelas, que, pues vivís entre ello, lo conocéis por fuerza; mas del risueño mayo, con tosca, ruda péñola, no mancilléis los dones que, como gala, ostenta sobre florido trono la dulce primavera.
Tú que la adoras, Fabio, si quieres conocerla deja al punto la corte fascinadora, déjala, y corre presuroso hasta mi noble tierra; y aquí, entre sus montañas y encantadoras selvas, renegarás del torpe numen que, sin conciencia, te hizo mentir soñando mezquinas primaveras; y acaso, convertido, al ver tanta belleza, arranques de tu lira las insonoras cuerdas, juzgando, cual yo juzgo, que si a sentir se llega de tan hermoso cuadro la sencilla grandeza, para cantarla es poco «la rica gaya ciencia».