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La sombra (BPG): 5

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La Sombra
Capítulo II - La obsesión : 1

de Benito Pérez Galdós

Por fin sofocamos el fuego con gran trabajo, impidiendo que se propagara la llama y nos consumiera a todos. La única víctima fue el infeliz animal, que, habiendo recibido en su piel el líquido hirviente, ardió como una mecha y pereció, según dijimos, con dolores espantosos. Igual suerte cupo a una buena parte del delantal de doña Mónica, donde abrió la llama un boquete, después de haberle quemado a la señora los dedos al tratar de apagarlo. El sabio no tuvo más serio percance que la total pérdida de un mechón de cabellos, que con inveterada tenacidad, más rebelde a la acción del tiempo que a la de la pomada, se adelantaba sobre su sien derecha. Por fin se apagó el incendio, y habiéndose marchado la vieja hecha un veneno a causa del percance, que atribuía a las brujerías del amo, y dolorida por el triste fin del micho, a quien apreciaba de corazón, el doctor continuó de esta manera:

-Yo no sé en qué fundaba mis sospechas: yo sé que las tenía. Entraron en mí como entran las ideas innatas; mejor dicho, estaban en mí, según creo, desde el nacer, ¡qué sé yo! desde el principio, desde más allá. Yo no sé qué espíritu diabólico es el que viene a decirnos ciertas cosas al oído cuando estamos entregados a la meditación; yo no sé quién forja esos raciocinios que entran en nuestro cerebro ya hechos, firmes, exactos, con su lógica infernal y su evidencia terrible. Un día entraba yo -escuche usted bien-, entraba yo en mi casa, dominado por estos pensamientos: cuando me acerqué a la habitación de Elena, creí sentir una voz de hombre que hablaba muy quedo allí dentro; la voz calló de pronto... Advertían mi llegada... Después me pareció sentir pasos precipitados, como quien huye, procurando hacer el menor ruido posible. No puedo dar idea del repentino furor que se apoderó de mí; me cegué, corrí, me abalancé a la puerta, la empujé fuertemente, la abrí de un golpe con tanto estrépito, que las paredes se estremecieron con esa convulsión intensa de los edificios cuando los combates, la tempestad, o tiembla la tierra en que están cimentados.

-Terribles fuerzas tiene usted -dije irónicamente, reparando cuán poca semejanza había entre mi desdichado amigo y el tipo que de Sansón nos hemos figurado.

-Sí, la puerta se abrió, y Elena se presentó ante mí despavorida, trémula, con tan marcadas señales de espanto, que me detuve sobrecogido yo a mi vez. Mi primera mirada escudriñó la habitación en un segundo. No había allí ningún hombre; la ventana no estaba abierta; la puerta interior cerrada también; era imposible que en el instante que medió entre el ruido de la voz y mi entrada, pudieran ser echadas las llaves y cerrojos, no habiendo tiempo material tampoco de que una persona saliese por la puerta o saltara por la ventana. Registré todo; no vi nada. Pero yo había oído aquella voz, estaba seguro de ello, y no era fácil que me convencieran de lo contrario ni la evidencia de no encontrar allí hombre alguno, ni las ardientes protestas de Elena, que en su dolor halló palabras bastante fuertes para increparme y me llamó visionario y loco. Jurome que estaba sola; que al entrar yo de aquella manera creyó morirse de miedo, y que no podía explicarse mi conducta sino por una completa alteración de mis facultades intelectuales.

-¡Qué extrañas ideas! -dije yo considerando cuál debía de ser el terror de aquella infeliz al ver entrar repentinamente a su marido, furioso y extraviado, asegurando que había oído la voz de un hombre dentro de la habitación.

-Extrañas, sí -contestó el doctor-; pero cada vez más vivas y más claras. Yo no podía desechar mi idea; la impresión que en mi oído había hecho la voz era tal, que aún me dura, y entonces, sólo dudando de mi existencia, sólo creyendo que no era persona real, podía tomar aquello por ilusión. No lo era ciertamente, y mucho más me confirmé en ello cuando a la noche siguiente...

-¡Pobre mujer! ¡Qué noche! Sin duda volvió usted hacer la noche siguiente otras atrocidades por el estilo.

-Sí -continuó-, a la noche siguiente presencié un fenómeno que ya me quitó la esperanza de ver claro en aquel asunto. Lo que me pasó, amigo, excede ya los límites de lo natural, y aún hoy es para mí la confusión de las confusiones. Entré en mi casa, y vagué largo rato solo y abstraído por aquellos salones, donde todo me causaba pesadumbre y hastío: pasé por aquella sala que eh descrito, donde se hallaba el cuadro de Paris y Elena, y me helé de asombro al ver... Es el fenómeno más estupendo que puede concebirse. La figura de Paris no estaba en el lienzo. Creí equivocarme, me acerqué, toqué la tela, encendí muchas luces, miré, remiré... La figura de Paris ¡ay! había desaparecido; estaba sola Elena, y la expresión de su cara había cambiado por completo, siendo triste y desconsolada la que antes aparecía satisfecha y feliz. ¿Qué infernal pintura era aquella, en que una figura se evaporaba, se borraba, se iba como si tuviera cuerpo y vida? No podía yo dejar de contemplar el maldito cuadro, y decía: «¿Pero dónde está este diablo de hombre?».

-Sí: ¿dónde estaba ese diablo de hombre? -pregunté a mi vez, sorprendido de que la alucinación del doctor llegara a tal extremo. -¿Dónde estaba ese diablo de hombre?

-¿Dónde estaba? Atraído por una fuerza irresistible, por mis pensamientos, por mis celos, corrí al cuarto de mi esposa. Al acercarme sentí la misma voz que la noche anterior, los mismos pasos. No puedo describir mi furor. «Era cierto lo de anoche» pensé, y me arrojé hacia la puerta. «¡Oh! ¡han cerrado! -exclamé, y golpeándola fuertemente, mejor dicho, arrojando sobre ella todo el peso de mi cuerpo, la abrí rompiéndola. Al entrar vi que la ventana que da al jardín estaba abierta, y que una sombra, un bulto, un hombre saltaba por ella. Esto fue tan rápido, que apenas lo vi; no vi más que su cabeza en el momento de desaparecer, sus manos en el instante de desasirse del antepecho. Corrí, me asomó y no vi nada; la noche era obscurísima. Sólo creí sentir el golpe de un cuerpo que cae. Elena me miraba atónita, con un pavor indescriptible; perdió el sentido, y esta vez no pudo decirme que era visionario y loco, porque le faltó el habla y cayó a mis pies como una muerta. Mi afán era perseguir a aquel hombre hasta encontrarle, hasta matarlo. Bajé precipitadamente al jardín, y le recorrí con ansiedad imposible de describir: las tapias eran muy altas, y por diestro y ágil que fuera un hombre, no podía saltarlas en el breve espacio de tiempo que yo tardé en bajar. Registré todo: en el jardín no había nadie; pero este se comunicaba con un patio solitario de elevadísimas paredes; fui allá y, apenas había dado algunos pasos, cuando vi una sombra que se deslizaba cautelosamente por entre los montones de piedras que allí había para construir uno de los pabellones del palacio. Me puse en acecho a ver si efectivamente era un hombre o una imagen de esas que crean, confabulándose, la noche y la imaginación. Era un hombre; lo vi andar agachándome para no ser descubierto, y no sé por qué, me parecía que, a pesar de la obscuridad de la noche, distinguía en su rostro las facciones de aquella figura pintada, cuya desaparición del cuadro me daba tanta inquietud y confusión. La sombra, el hombre o lo que fuera, se acercó muy despacio y siempre recatándose, a un pozo sin brocal que allí había, de esos que abren los albañiles durante una construcción para tener el agua más a mano. Con asombro mío, se introdujo en el pozo lentamente; vi su cuerpo bajar poco a poco y desaparecer: después no vi más que el busto, después la cabeza tan sólo, por fin una mano que permaneció agarrada al borde. Estuvo un rato indeciso y mirando atentamente aquello. Un momento después sacó con lentitud y cautela la cabeza, como para ver si yo le observaba, y en seguida la escondió repentinamente. La mano desapareció al fin.

»Acerqueme entonces, y vino a mi imaginación una venganza terrible. Como si mi cuerpo obedeciera todo a mi desenfrenada pasión, sentí duplicarse mis fuerzas y adquirí un vigor extraordinario; cogí la piedra más grande que podía levantar, la alcé con ambas manos a la altura de mi cabeza, me puse de un salto en la orilla del pozo y la arrojé dentro, impeliéndola vigorosa, porque me parecía que su propio peso no bastaba. Cogí después otra mayor, y con la misma furia la arrojé también; no deteniéndome hasta asir la tercera, porque el furor me redoblaba las fuerzas. En diez minutos arrojé dentro más de cincuenta piedras. Esto no me parecía bastante; empuñé una pala que allí cerca había, y eché tierra por espacio de media hora. Volví a arrojar piedras, y dos horas después de un trabajo incesante, el pozo había desaparecido y el piso quedó perfectamente nivelado. Aún me pareció poco, y me senté sobre mi obra exaltado, trémulo de fatiga, permaneciendo allí toda la noche como centinela de mi victoria, convertido en cenotafio de aquella tumba para velarla y cubrirla. A veces parecíame que un Titán levantaba desde abajo todas las piedras y toda la tierra que yo arrojé. Hubiera querido ser estatua y ser de plomo para pesar sobre mi víctima eternamente. La aurora vino a dar alguna luz a mi entendimiento. «¿Qué he hecho, Dios mío? -dije retirándome y buscando en los recursos ordinarios de la lógica la solución de aquel enigma-; ¿era realmente un hombre o no?».

-Es preciso confesar, amigo -dije sin poderme contener-, que si era hombre, fue usted un bárbaro, y si era sombra fue usted un necio.

-No se me juzgue sin conocer el resto -continuó-. Cuando subí, mi primera diligencia fue mirar de nuevo el cuadro de Paris. La figura del hombre estaba en su sitio. Pero no pude contener un estremecimiento de terror y un frío glacial cuando el rostro pintado del troyano se volvió hacia mí, me miró, y se rio el maldito, con expresión tal de burla, que se me erizaron los cabellos.

-Eso sí que es particular -dije yo-, y excede en rareza a todo lo anterior.

-¿No es verdad, amigo, que esto parece un cuento inverosímil?

-¡Ya lo creo! ¡y tan inverosímil!

-Aquel día -prosiguió-, la consternación reinaba en el cuarto de mi mujer. Rodeábanla sus padres y algunos parientes oficiosos, de esos que acuden a todos los trances, aun cuando no sean llamados. Lloraba ella, y el iracundo conde de Torbellino, su padre, aseguraba que había casado a su hija con el más fiero de los monstruos imaginables. Su madre, que era una vieja coqueta, procuraba consolarla, diciendo que no hiciese caso de mis extravagancias, y tomara con calma aquellos arrebatos de frenesí que tanto la mortificaban. Cuando quedamos solos, Elena, arrojada a mis plantas, protestó de su inocencia, añadiendo que todo era una pura aprensión mía; que allí no había entrado hombre alguno; que por el balcón no había bajado nadie; que la puerta estaba abierta; en fin, tantas y tales cosas, que yo aferrado siempre a mi idea, y seguro de la realidad de lo que había visto, fluctuando en las más atroces dudas, porque su voz tenía el acento de profunda entereza, creí volverme loco, y a ello me conducía sin remedio aquella fatal y nunca vista situación.

-Pero hombre de Dios -le dije-, ¿no había algún medio de adquirir una completa certidumbre?

-Ninguno, porque todo de volvía en mi daño, porque cada día me llevaba a un nuevo suplicio, siendo tales los sucesos anormales, que no me daban tiempo de reposar, buscando serenidad y luz. Los acontecimientos que he referido a usted no son más que la preparación o el prólogo de los que ahora le voy a contar, que es cosa sin igual en la vida, pues no tengo noticia de que a ningún ser humano le haya acaecido tan extraordinaria y profundísima desventura. En algunos momentos hallábame satisfecho de mí mismo, porque creía haber puesto, con mi decisiva acción de la noche, término a aquel incidente funesto. Dábalo todo por concluido; y cuando tal pensaba, ni la idea de haber cometido un gran crimen bastaba a calmar el gozo que por tal consideración sentía. Pero... oiga usted esto, que es el colmo de lo maravilloso. Paseábame en mi cuarto, entregado a mis normales meditaciones, cuando dieron unos golpecitos en la puerta: me admiró que alguien entrara sin ser anunciado, y dije: «adelante». Figúrese usted, amigo, cuál sería mi estupor cuando vi entrar en mi aposento... ¿a quién cree usted? al mismo Paris, la misma figura del cuadro, pero animado, vivo; un hombre, en fin, un semidiós con levita, sombrero, guantes y bastón; un bello ideal convertido en caballero del día, como otros muchos que van por ahí. Era su rostro malicioso y agraciado, irónica su sonrisa, la mirada penetrante y viva, el mismo Paris, la misma persona del lienzo, hecha un ser real, un hombre del siglo XIX. Juzgad de mi turbación; creí soñar; retrocedí espantado, quise llamar, ocurriome huir; pero él, descubriéndose respetuosamente y haciéndome algunas cortesías, acabó de convencerme de que tenía ante la vista a un caballero real y positivo, a quien por de pronto debía tratar como tal, correspondiendo a su mucha urbanidad y finura.


Prólogo

Capítulo I - El doctor Anselmo : I - II - III - IV

Capítulo II - La obsesión : I - II - III - IV - V

Capítulo III - Alejandro : I - II - III - IV