La vida de Rubén Darío: II

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Mi primer recuerdo -debo haber sido a la sazón muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cadriles, como se usa por aquellas tierras- es el de un país montañoso: un villorrio llamado San Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense; una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros -¿negros?... no lo puedo afirmar seguramente..., mas así lo veo ahora en mi vago y como ensoñado recuerdo- blanca, de tupidos cabellos obscuros, alerta, risueña, bella. Esa era mi madre. La acompañaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado «el compadre Guillén». La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes; hasta el compadre Guillén montó en su mula. Se me encontró, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho ganado que mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca aceite en molinos de piedra como los de España. Dan a las vacas el fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y así producen leche que se distingue por su exquisito sabor. Se me sacó de mi bucólico refugio, se me dio unas cuantas nalgadas y aquí mi recuerdo de esa edad desaparece, como una vista de cinematógrafo.

Mi segundo recuerdo de edad verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la iglesia del Calvario, en León. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi tía abuela materna, doña Bernarda Sarmiento de Ramírez, cuyo marido había ido a buscarme a Honduras. Era él un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centro-América, con el famoso caudillo general Máximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le llamaban «el bocón», seguramente por su gran boca. Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia. Dios le haya dado un buen sitio en alguno de sus paraísos. Yo me criaba como hijo del coronel Ramírez y de su esposa doña Bernarda. Cuando tuve uso de razón, no sabía otra cosa. La imagen de mi madre se había borrado por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, alguno de los cuales he podido encontrar en mi último viaje a Nicaragua, se leía la conocida inscripción:

          Si este libro se perdiese,
          Como suele suceder,
          Suplico al que me lo hallase
          Me lo sepa devolver.
          Y si no sabe mi nombre
          aquí se lo voy a poner:
                            FÉLIX RUBÉN RAMÍREZ

El coronel se llamaba Félix, y me dieron su nombre en el bautismo. Fue mi padrino el citado general Jerez, célebre como hombre político y militar, que murió de ministro en Washington, y cuya estatua se encuentra en el parque de León.

Fui algo niño prodigio. A los tres años sabía leer, según se me ha contado. El coronel Ramírez murió y mi educación quedó únicamente a cargo de mi tía abuela. Fue mermando el bienestar de la viuda y llegó la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construcción, a la manera colonial; cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su pozo, árboles. Rememoro un gran «jícaro», bajo cuyas ramas leía; y un granado, que aún existe; y otro árbol que da unas flores de un perfume que yo llamaría oriental si no fuese de aquel pródigo trópico y que se llaman «mapolas».

La casa era para mí temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo. Vivía aún la madre de mi tía abuela, una anciana, toda blanca por los años, y atacada de un temblor continuo. Ella también me infundía miedos, me hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que perseguía, como una araña... Se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana por donde, a la Juana Catina, mujer muy pecadora y loca de su cuerpo, se la habían llevado los demonios. Una noche, la mujer gritó desusadamente; los vecinos se asomaron atemorizados, y alcanzaron a ver a la Juana Catina, por el aire, llevada por los diablos, que hacían un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre.

Oía contar la aparición del difunto obispo García, al obispo Viteri. Se trataba de un documento perdido en un ya antiguo proceso de la curia. Una noche, el obispo Viteri hizo despertar a sus pajes, se dirigió a la catedral, hizo abrir la sala del capítulo, se encerró en ella, dejó fuera a sus familiares, pero éstos vieron, por el ojo de la llave, que su ilustrísima estaba en conversación con su finado antecesor. Cuando salió, «mandó tocar vacante»; todos creían en la ciudad, que hubiese fallecido. La sorpresa que hubo al otro día fue que el documento perdido se había encontrado. Y así se me nutría el espíritu, con otras cuantas tradiciones y consejas y sucedidos semejantes. De allí mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables.

Quedaba mi casa cerca de la iglesia de San Francisco, donde había existido un antiguo convento. Allí iba mi tía abuela a misa primera, cuando apenas aparecía el primer resplandor del alba, al canto de los gallos. Cuando en el barrio había un moribundo, tocaban en las campanas de esa iglesia el pausado toque de agonía, que llenaba mi pueril alma de terrores.

Los domingos llegaban a casa a jugar el fusilico viejos amigos, entre ellos un platero y un cura. Pasaba el tiempo. Yo crecía. Por las noches había tertulia, en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el «vendedor de arena»... Me iba deslizando. Quedaba dormido sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo. En esa época aparecieron en mí fenómenos posiblemente congestivos. Cuando se me había llevado a la cama, despertaba y volvía a dormirme. Alrededor del lecho mil círculos coloreados y concéntricos, caleidoscópicos, enlazados y con movimientos centrífugos y centrípetos, como los que forman la linterna mágica, creaban una visión extraña y para mí dolorosa. El central punto rojo se hundía, hasta incalculables hípnicas distancias, y volvía a acercarse; y su ir y venir era para mí como un martirio inexplicable. Hasta que, de repente, desaparecía la decoración de colores, se hundía el punto rojo y se apagaba, al ruido de una seca y para mí saludable explosión. Sentía una gran calma, un gran alivio; el sueño seguía, tranquilo. Por las mañanas mi almohada estaba llena de sangre, de una copiosa hemorragia nasal.