Las flores de la niña Ida: 5
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Las flores de la niña Ida | Hans Christian Andersen |
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Pero en aquel mismo momento se abrió la puerta del gran salón, y una gran porción de flores magníficas entró bailando. Ida no podía comprender de donde venían. Eran sin duda las flores del jardín del rey. A la cabeza marchaban dos rosas deslumbrantes, que llevaban pequeñas coronas de oro: eran un rey y una reina. Detrás venían encantadores alhelíes y preciosos claveles, que saludaban hacia todos lados. Venían acompañados de una orquesta; grandes dormideras y peonías soplaban con tal fuerza en vainas de guisantes, que tenían el rostro enrojecido; los jacintos azules y las campanillas sonaban como si tuvieran verdaderos cascabeles. Era una orquesta admirable; las demás flores se unieron a la nueva banda, y vióse bailar violetas y amarantos con belloritas y margaritas. Abrazáronse unas a otras y era un espectáculo delicioso.
Después se despidieron las flores deseándose una buena noche, y la niña ida se escurrió en su cama donde soñó con todo lo que había visto.
Al día siguiente, en cuanto se levantó, corrió a la mesita para ver si las flores continuaban allí. Abrió las cortinillas de la camita; allí estaban todas, aun más secas que la víspera. Sofía estaba acostada en el cajón donde la había colocado y aparentaba tener mucho sueño.
—¿Te acuerdas de lo que tenías que decirme? —la preguntó la niña Ida.
Pero Sofía estaba muy admirada y no contestó una palabra.
—No eres buena, —dijo Ida; —sin embargo, todas han bailado contigo.
Enseguida cogió una cajita de papel con pajaritos pintados y puso en ella las flores muertas. —Este será vuestro magnífico ataúd, —dijo,— y luego, cuando vengan a verme mis primitos, presenciarán vuestro entierro en el jardín, para que resucitéis en el verano próximo y volváis más hermosas.
Eran los primos de la niña Ida dos alegres niños que se llamaban Jonás y Adolfo. Su padre les había comprado dos ballestas y las llevaron para enseñárselas á Ida.
La niña les contó la historia de las pobres flores que habían muerto y les invitó al entierro. Los dos niños marcharon delante con sus ballestas al hombro, y la niña Ida les siguió con las flores muertas en su precioso ataúd; cavaron una pequeña fosa en el jardín; después de haber besado a sus flores, depositó el ataúd en la tierra; Adolfo y Jonás descargaron varias veces sus ballestas sobre la tumba, porque no tenían ni fusil ni cañón.