Las nacionalidades :17

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Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876


Libro segundo (La federación)


Capítulo I

Idea y fundamento de la federación. La ciudad, la nación, las nacionalidades

La federación es un sistema por el cual los diversos grupos humanos, sin perder su autonomía en lo que les es peculiar y propio, se asocian y subordinan a1 conjunto de los de su especie para todos los fines que les son comunes. Es aplicable, como llevo dicho, a todos los grupos y a todas las formas de gobierno. Establece la unidad sin destruir la variedad, y puede llegar a reunir en un cuerpo la humanidad toda sin que se menoscabe la independencia ni se altere el carácter de naciones, provincias ni pueblos. Por esto, al paso que la monarquía universal ha sido siempre un sueño, van preparando sin cesar la federación universal la razón y la Historia.

Descansa la federación en hechos que son inconcusos. Las sociedades tienen, a no dudarlo, dos círculos de acción distintos: uno en que se mueven sin afectar la vida de sus semejantes; otro en que no pueden moverse sin afectarla. En el uno son tan autónomas como el hombre en el de su pensamiento y su conciencia; en el otro, tan heterónomas como el hombre en su vida de relación con los demás hombres. Entregadas a sí mismas, así como en el primero obran aislada e independientemente, se conciertan en el segundo con las sociedades cuya vida afectan, y crean un poder que a todas las represente y ejecute sus comunes acuerdos. Entre entidades iguales no cabe en realidad otra cosa; así, la federación, el pacto, es el sistema que más se acomoda a la razón y la naturaleza.

Consideraré la federación principalmente desde el punto de vista político. La primera y más sencilla sociedad política es la ciudad, el pueblo: examinémoslo.

La ciudad es un grupo de familias que acercó la necesidad del cambio. Constituye en su principio un todo completo e independiente. Es una nación en pequeño. Tiene su culto, sus leyes, su gobierno, su administración, sus tribunales, su hacienda, su ejército; tiene su organismo, su Estado. Así nos dice la razón que debieron de ser las primeras ciudades del mundo, y así nos dice la Historia que fueron las que siglos antes de Jesucristo ocupaban gran parte de Europa, las costas de Africa y aun el Occidente de Asia. No fueron solo Cartago y Roma las ciudades-naciones; lo fueron las más, principalmente las de Grecia y Siria.

Es verdad que en los más apartados tiempos históricos vemos ya en Asia vastas y poderosas monarquías de que las ciudades no son más que insignificantes miembros; pero no lo es menos que se desconoce enteramente cómo se formaron y crecieron. La Historia no ha podido hacer sino después del alfabeto, de la escritura y de haber llegado la humanidad a tal grado de civilización, que se sintiera la necesidad de buscar en lo pasado la norma de lo presente y consignar lo presente para guía de lo futuro; y allá en Asia, cuna de nuestra especie, ¡hubieron de experimentar los pueblos tales mudanzas y revoluciones antes, que no pudiese la Historia recogerlas! Lo cierto es que dondequiera que la Historia ha podido seguir periodo por periodo la formación y el desarrollo de los imperios, ha visto ante todo la nación en las ciudades, ya se tratara de pueblos cultos, ya de pueblos bárbaros.

Esforzáronse las ciudades en conservar su autonomía aun después de sojuzgadas; y allá, a los siglos mil, cuando tras las guerras de las Cruzadas se decidieron a sacudir el vergonzoso yugo del feudalismo, se alzaron, según vimos, a reconquistarla como si la hubiesen perdido ayer y no hubiesen podido olvidar por el transcurso del tiempo su esclarecido origen. Autónomas fueron entonces las de casi toda Europa. Aunque bajo la autoridad de los reyes, gozaban todas de independencia. Las hubo, principalmente entre las marítimas, que no florecieron ni dejaron menos rastros de gloria que las de los antiguos griegos.

Aun hoy, después de constituídas las grandes naciones, hay ciudades autónomas que se levantan como una protesta contra la servidumbre de las otras. Libres son todavía en Alemania las de Lubeck, Hamburgo y Brema; libre era hace diez y seis la de Francfort, en otro tiempo cabeza del Imperio. Tienen asimismo estas ciudades su gobierna propio, su cuerpo legislativo, su Senado, sus burgomaestres, sus soldados y sus buques de guerra.

¿Dejan de suspirar las demás por su autonomía? Pugnan todas por arrancar derechos a la nación de que dependen. Son casi autónomas las de la república de Wháshington, sobre todo las del Norte. Gozan de grandes facultades en Inglaterra. Las eslavas de Rusia apenas están unidas al Imperio más que por el culto y el servicio de las armas. Aquí en España se sublevaron el año 1840, porque se quiso arrogar la Corona la facultad de nombrar a sus alcaldes. En Francia, en la centralizadora Francia, había perdido la de París bajo Napoleón III sus franquicias municipales, e hizo por conquistar su autonomía la revolución comunal de 1871, la más sangrienta que registran los anales del siglo. París entonces peleó, no sólo por su independencia, sino también por la de todas las ciudades de la República.

La ciudad es la sociedad política por excelencia, y no se resigna a ser esclava. Bajo todas las formas de gobierno, aun bajo la del absolutismo, pretende gobernarse por sí como en sus primeros días. Le repugnan las autoridades extrañas; no se siente bien sino al calor de sus costumbres y a la sombra de sus magistrados. Desea ser, brillar, sobresalir, y no quiere que nadie la coarte, ni aun a título de protegerla. Le bastan para todo sus propios hijos, que la aman como a ningún otro grupo. Estos ¿cómo no habían de amarla? En ella se meció su cuna, y en ella está el sepulcro de sus padres. En ella desenvolvieron las facultades de su cuerpo y de su espíritu. En ella, al salir del seno de sus familias, se sintieron hombres y entraron en la vida pública. En ella concibieron y despertaron los más dulces afectos, y contrajeron los más santos vínculos. En ella está el centro de sus almas, la verdadera patria.

Reales serán, a no dudarlo, las demás colectividades políticas; ninguna tan real como la ciudad a los ojos de todas las gentes. Es una, indivisible, definida, concreta. Se la ve, se la palpa, y no parece sino que en ella hasta las ideas más vagas toman vida y cuerpo. La idea de Estado, la misma idea de patria, dejan de ser en la ciudad meras abstracciones.

Temprano, con todo, pasaron las ciudades a ser miembros de otra sociedad política. ¿Cuál pudo ser la causa? En remotos días la familia había sido también un grupo aislado e independiente. Se acercó a otras y fué parte de un pueblo cuando sintió necesidades que no podía satisfacer por sí misma y hubo de acudir al trabajo ajeno. Se estableció entre dos o más primero el cambio de servicios, luego el de productos, y nació la división de funciones. La ciudad fué la consecuencia indeclinable de este desarrollo económico; y no bien se halló materialmente constituída, cuando tuvo por órgano el Estado. Como ciudad, necesitaba de alguien que velase por su conservación y su defensa; como conjunto de ciudadanos, de alguien que estableciese la igualdad y la buena fe en los contratos, exigiese el cumplimiento de las obligaciones contraídas y garantiese a todos el derecho; el Estado fué una consecuencia tan obligada de la ciudad como la ciudad lo había sido del cambio.

Se escandalizan algunos de que se dé esta base a las sociedades; mas no acierto a ver la razón del escándalo. No dijeron más los grandes maestros de la antigüedad, aun hoy objeto de general encarecimiento. Sócrates, Platón, Aristóteles, hablaban del origen puramente económico de la ciudad como de cosa que no admitía duda. Tomaban en cuenta la natural sociabilidad del hombre, pero sólo como es, como una virtualidad que necesita de hechos exteriores para realizarse. Hoy, después de dos mil años, hay todavía en el mundo hombres que, a pesar de su sociabilidad, no han salido de la vida salvaje. Continúan encerrados en el seno de sus familias, y no los decide a constituirse en ciudad ni aun el contacto de pueblos cultos. Hallan en la Naturaleza sobrados medios de satisfacer sus escasas necesidades, y se resisten a trocar sus hábitos de independencia por la disciplina que toda sociedad exige.

Si la ciudad hubiera podido vivir siempre por sí misma, tampoco se habría unido a otras ciudades. Pero se desnivelaron poco a poco su producción y su consumo, y se vió obligada al cambio con otros pueblos. Surgió entonces un nuevo orden de intereses. Se debieron facilitar las comunicaciones entre ciudad y ciudad; fijar reglas para el cumplimiento de los pactos entre ciudadanos sometidos a diversas leyes; buscar árbitros que decidiesen las cuestiones de aguas, de pastos, de límites. Se hubo de crear, en una palabra, otro Estado; Estado que, paulatinamente, fué conociendo de todo lo que tocaba a la vida de los pueblos unidos por el lazo económico, como el Estado de la ciudad conocía de lo que afectaba la común vida de las familias; Estado que concluyó también por tener sus instituciones, su hacienda y su ejército.

Desgraciadamente, no siempre se verificó esta unión por el común acuerdo de las ciudades. El desnivel entre la producción y el consumo de una ciudad, sobre todo el de la población y los medios de subsistencia, fueron, como observó Platón, una de las primeras y principales causas de la guerra. La ciudad escasa no encontró medio más eficaz de subvenir a sus necesidades que el de apoderarse de ajenos campos, y usurpó los de sus vecinas por la fuerza de las armas. Pero esta fué la excepción, no la regla. Generalmente hablando, los pueblos buscaron solícitos esa unión que reclamaban sus intereses. Las mismas guerras de ciudad a ciudad se la hicieron desear más vivamente.

La Biblia nos presenta ya las independientes tribus de Israel unidas primero por caudillos, luego por sacerdotes, más tarde por jueces y por reyes. Diodoro y Arriano nos hablan de una asamblea que de vez en cuando celebraban en Trípoli los jefes de las ciudades fenicias para la resolución de los comunes negocios. Las antiguas historias consignan las muchas ligas en que estaban distribuidos los pueblos de Grecia uno y dos siglos antes de Jesucristo.

Aunque fueron imperfectísimas muchas de esas ligas y con facilidad se deshicieron y reorganizaron, no dejan de revelar la fuerza de la causa que las produjo. La imperfección procedía ya del carácter de muchas de aquellas gentes, refractarias a toda unidad política, ya de la naturaleza general de la Humanidad, que procede lenta y contradictoriamente así en su constitución como en la realización de sus ideas. Es el hombre foco de virtualidades contrarias y teatro de incesantes luchas; ¿cómo no se habían de reproducir esos antagonismos en los pueblos, y, por consecuencia, en la formación de las naciones? Hubo, sin embargo, en la misma Grecia sólidas reuniones de ciudades en un solo cuerpo. Allí estaba la liga beocia, allí la etolia, allí la ya citada de los aqueos. Llegó, como dije, esta confederación (véase el cap. XIII, libro I) a la unidad social y política; vivió largo tiempo próspera y llena de gloria, y al sonar la hora de la esclavitud helénica, fué el último baluarte de la libertad de Grecia contra las legiones de Roma.

En Italia, alrededor del golfo de Tarento, había otra liga aquea, oriunda de la primera, que llegó también a grande unidad y esplendor, floreció principalmente en las artes y, como dice Mommsen, habría podido ejercer grande influencia sobre los pueblos de los Apeninos, si por falta de resistencia de los indígenas no se hubiese dormido sobre sus laureles y entregado al deleite. No era la única liga de Italia. Son conocidísimas en la Historia la de los latinos, la de los samnitas y la de los etruscos. Treinta ciudades componían la del Lacio; Alba era al principio la capital; el Monte Albano, el lugar en que se reunían cada año para inmolar a su Dios un toro; la fuente Ferentina, el punto en que celebraban sus consejos y deliberaban sobre los negocios generales de la República. Dirimía un poder central las cuestiones que entre las ciudades surgían, y castigaba con la pena de muerte al que violaba el derecho común. Roma se puso con el tiempo por encima de Alba; y después de haber ejercido sobre las treinta ciudades una larga hegemonía, terminó por avasallarlas.

Unidas estaban también las de Samnio, aunque por vínculos de menos fuerza. No tenían capital determinada ni otro poder central que el de sus asambleas, donde había delegados de todos los municipios rurales y en caso de guerra se nombraba a los generales que hubiesen de acaudillar el ejército. Fueron, sin embargo, poderosas para disputar un día a Roma la preeminencia; y la habrían tal vez conseguido si no se hubiesen relajado los vínculos que las unían cuando se estrechaban los de las ciudades del Lacio.

Las de los etruscos estaban distribuídas en tres ligas: la del Po, la de Campania y la de Etruria. Constaba cada liga de doce ciudades y tenía su capital; pero sin que dejaran de formar las tres una confederación superior, cuya cabeza estaba en Volsena. Separadas una de otras por pueblos extraños, era débil el lazo que las unía. No por esto dejaron de florecer menos que las demás ligas, a las cuales, por lo contrario, superaban en riqueza y cultura. Los etruscos es sabido que fueron, después de los griegos, los maestros de Italia.

Ni son éstas las solas reuniones de ciudades que había entre los Alpes y el Adriático. Una ciudad completamente aislada quizá no la hubiese en toda Italia al empezar Roma la conquista del mundo. Las ligas debieron de ser numerosas, la forma varia, desigual la fuerza de los poderes centrales. No nos lo permite dudar el carácter de la guerra que sostuvieron contra la misma Roma los pueblos de aquella península. No eran jamás una, sino muchas las ciudades que sostenían la lucha con la señora del Lacio.

Otro tanto sucedía en Francia y en España, a pesar de lo inferiores que eran en cultura a Italia y Grecia. No se habla en España de otra confederación que la de los celtíberos; pero debió de haber otras, y hubo, a no dudarlo, gran número de naciones compuestas de muchos pueblos. Los cántabros, los lusitanos, la Turdetania, la Laletania, no estaban en una, sino en muchas ciudades. La Celtiberia era ya una confederación de muchas naciones, como la Liga Etrusca.

En todas las comarcas de Europa existen al empezar la conquista romana grupos de ciudades unidas por vínculos políticos. Acá, en España, se indica por los antiguos geógrafos hasta la ciudad en que se reunían y celebraban sus asambleas generales los turdetanos. Que había grupos análogos en Francia y en Alemania, no lo permiten dudar los Comentarios, de César. Por ellos sabernos también que los había en Suiza. En Suiza debía existir ya entonces algo parecido a los actuales cantones. No podía ser otra cosa el pago de que nos habla el mismo Cayo Julio.

Lo que no había aún en aquellos tiempos era naciones como las de ahora. No había una nación griega, ni una nación italiana, ni una nación francesa, ni una nación española, ni una nación alemana, ni una nación británica; había sólo naciones británicas, naciones germanas, naciones galas, naciones ibéricas, naciones itálicas, naciones helénicas o griegas. Las griegas tuvieron desde muy temprano un lazo de unión en su celebre Consejo de los Anfictiones, donde todas o las más estaban representadas; pero con un lazo débil, más bien religioso que político. Sirvió el Consejo para encender tres guerras sagradas, nunca para evitar las civiles; y sólo cuando ocurrió la invasión persa logró reunir a casi todos los griegos contra los soldados de Jerjes. No tenía ya influencia ninguna cuando Roma fué a Grecia. Fue éste, con todo, el solo conato que hubo en la antigua Europa por constituir una nación como las de nuestros días. Se habla también de una confederación general de las naciones galas para combatir a Cesar; pero aquello fué, no una confederación, sino una coalición para el solo objeto de la guerra. En las demás naciones no sucedió ni tanto. No bastó a congregarlas ni aun la necesidad de la común defensa. Porque no podía Viriato decidir a las de España a que luchasen contra los romanos, las castigaba con tanto o más furor que a los invasores.

Las pequeñas y numerosas naciones distribuídas en la antigüedad por cada región de Europa, conviene repetirlo, no llegaron espontáneamente a formar juntas verdaderos seres políticos. Si los formaron con los latinos y los bárbaros, fué sólo, según dije, como grupos de pueblos vencidos. Se descompusieron en la Edad Media, y no es difícil encontrar la causa. Hijas las grandes naciones sólo de la violencia, no de la necesidad, como las pequeñas, era natural que se deshicieran luego que faltase o se relajase la fuerza que las conservaba unidas, luego que, por cualquier suceso, pudieron sus distintos elementos reconstituirse conforme a su índole y su tendencia. Formáronse por esta razón sólo pequeñas naciones, en que las ciudades apenas estaban unidas por otro lazo que la débil autoridad de los reyes.

Volvieron estas naciones a reunirse; pero unas por la espada, otras por entronques de dinastías, casi ninguna por su voluntad y su gusto. Tendieron sin cesar las vencidas a separarse de las vencedoras; callaron las otras sólo mientras se las respetó la autonomía. En cuanto se la atacaron, surgió la protesta.

Si las grandes naciones se hubiesen constituído y conservado sin menoscabar la autonomía de las pequeñas, ¿habrían pasado por tantas vicisitudes? Alemania no dejó de formar nación desde los tiempos de los Carlovingios. Varia en su constitución, sufrió grandes mudanzas en sus diversos Estados; pero permaneció íntegra hasta el presente siglo. ¿Por qué? Porque se mantuvieron siempre autónomas las muchas naciones de que consta, y sólo para los intereses a todas comunes debieron reconocer un emperador y una Dieta. No estaban unidas al poder central por vínculos bastante fuertes, y vivían agitadas por frecuentes guerras; pero conservaban la independencia en su vida interior, y no pensaron jamás en disgregarse ni dejaron de tener el suelo alemán por patria. Recuérdese que observamos el mismo fenómeno en Suiza y la República de Wáshington. Lejos de desmembrarse estas dos naciones, han ido sin cesar ganando nuevos territorios.

¿Qué nos dicen tan significativos hechos? Que la necesidad económica acercó las familias y dió origen a la ciudad, el primero y más natural de los grupos políticos; que la ciudad es la nación por excelencia, y naciones fueron en un principio, y siempre que pudieron, todas las ciudades; que si nuevas razones económicas no hubiesen obligado a las ciudades a contratar unas con otras, por la voluntad de los pueblos no se habría llegado nunca a la formación de naciones múltiples; que esas naciones múltiples, debidas a la necesidad, fueron siempre pequeñas, y la acción de sus poderes públicos no llegó nunca a la vida interior de las ciudades que las constituían; que las grandes naciones fueron siempre hijas de la violencia y se disgregaron apenas desapareció o disminuyó la fuerza que las unía; que sólo viven sin solución de continuidad las federalmente organizadas, es decir, las que dejan autónomos los Estados que las constituyen; que si esto basta para que no se disgreguen, no basta para que tengan aseguradas la paz y el orden; que para conseguirlo es indispensable que los diversos Estados de cada nación estén unidos por fuertes vínculos, y sus diversos grupos debidamente coordinados y subordinados sin mengua de su autonomía.

Cuáles hayan de ser esos vínculos y en qué consista esa subordinación es materia para tratada en otros capítulos con detención y discernimiento. Por de pronto sabemos que la federación descansa en la naturaleza del hombre y la sociedad, y toda nación unitaria, por el solo hecho de violar la autonomía los diversos grupos que en su seno existen, esta condenada a vivir bajo perpetua servidumbre o en continua guerra. Veamos ahora cuáles son en toda federación los atributos del poder público, y cuál es la mejor manera de organizarlo.