Las parcialidades, los partidos y la Comunión carlista
El artículo que insertamos ayer de nuestro discretísimo colaborador Severino Aznar requiere algún apéndice; voy á ponérselo en estas líneas. Las cuales, además, yo querría que sirviesen de comentario á una frase de la última carta del Papa y de refilón á la teoría de las Ligas católicas. El propósito es grande; pluguiera á Dios que fueran en mí tan grandes el acierto y el resultado...
Aznar hablaba de partidos políticos católicos en España, la frase, con perdón de mi querido amigo, tiene algo de inmeditada y de ligera. Sin embargo, la culpa no es suya; no es Aznar el primero que la emplea. La han usado y la usan muchísimos; á veces, sin darnos exacta cuenta de ello, la empleamos todos. Y decimos «partidos católico políticos en España», y aun á veces determinamos esos partidos, que, á juicio de la generalidad de los que escriben, son tres: «partido carlista, partido integrista, partido católico alfonsino.» Extremando las cosas, basta podíamos aumentar á cinco el número de los partidos, agregando á los ya señalados otros dos: partido de las Ligas católicas (alianza de colectividades organizadas), y partido de la Unión de los católicos (ó fusión de los individuos católicos sueltos). Dejaré estos dos últimos partidos, porque su especificación me parece algo metafísica y sutil, y voy á los tres primeros.
Empiezo por negar la existencia de esos partidos, y allá van, buenos ó malos, las razones de mi negativa y los títulos de mi derecho.
Los partidos son hijos del sistema parlamentario. El les creó, él los mantiene, él los necesita, porque son sus bases, sus cimientos, las columnas en que se apoya. Antes, ni la Religión católica ni la España tradicional necesitaban de partidos, ni los concebían sino como algo malo, como algo perjudicial para Dios y para la Patria.
Cuando las sectas masónicas y similares introdujeron en España el liberalismo, nacieron los partidos; es decir, nació uno; el partido liberal, el de los negros, el de los regeneradores ó europeizadores, como ahora se dice; el de los enemigos de la Religión y de España. Claro es que enfrente de esos negros se agruparon y lucharon los católicos, los tradicionalistas, los carlistas, y contra la bandera del libre examen, del librepensamiento y de todas las libertades de perdición condenadas por la Iglesia, levantaron la bandera de las tradiciones religiosas, patrióticas y monárquicas. A primera vista parece que los católicos habían formado otro partido; pero no es así: no eran partidos, eran el alma de España, que luchaba por expulsar los partidos de su seno; eran un ejército, empeñado en matar los partidos, en negar su principio, su raíz, su base, su razón de ser. La Iglesia lucha contra las herejías y las sectas, y la Iglesia ni es secta ni es herejía. En las enfermedades, la naturaleza lucha contra las fiebres, contra los tumores, contra el mal, sin ser fiebre, ni tumor, ni mal.
Aquella España que luchó contra los negros fué la España carlista. Bajo la bandera carlista se agruparon todos los católicos; en ella ni cabían entonces ni caben ahora más que católicos, es decir, enemigos de los partidos.
En cambio, bajo la bandera isabelina, cristina ó alfonsina (que lo mismo da) se agruparon todos los enemigos de Cristo, todos los masones, todos los herejes, todos los liberales; y como la levantaron para combatir al catolicismo y para hacer la guerra á la religión y á las tradiciones patrias, claro está que en esa bandera no cabían más que liberales. No soy yo el que lo invento; ellos lo dijeron, ellos alardearon cínicamente de su profesión de fe cantando: «Muera Cristo.—Viva Luzbel.—Muera Don Carlos.—Viva Isabel.»
Y bien: la España católica y tradicionalista ó carlista de entonces es la España carlista ó tradicionalista de ahora; el mismo es su programa; las mismas son su dinastía, su legitimidad y su bandera; el mismo ideal alienta á los carlistas á través de un siglo, de muchos siglos. Calcúlese, pues, si no será contrasentido mayúsculo é impropiedad extraordinaria bautizar con el mote de partido á la España antigua, á una comunión de hombres, á un ejército desoldados que llevan por lema la destrucción de los partidos, la negación de los partidos, la condenación, no solamente de los partidos, sino hasta del principio en que los partidos se fundan.
—Los partidos son el mal— decimos los carlistas,—y por eso tenemos que protestar contra ese nombre.—Nuestra bandera es la de España—añadimos,—y dentro de España, no solamente cabe, sino que se impone como necesaria la unión de todos los católicos, de todos los hombres de bien, de todos los patriotas; calcúlese ahora si será ofensivo para los carlistas decir de ellos, sospechar do ellos que son enemigos de la unión de los católicos. ¿Cómo han de ser enemigos de esa ni de ninguna unión honesta, decente y digna, si precisamente su bandera y su programa son programa y bandera de unión, exclusivamente de unión, y cuyo fundamento está en la unión y en ser radicalmente, sustancialmente, esencialmente enemigos de los partidos, es decir, de las divisiones y de las desuniones?
En esa admirable doctrina se inspiró Don Carlos cuando encomendaba al Clero «que hiciese católicos, que luego la lógica los haría carlistas», y cuando protestaba de que no quería ser Rey de un partido, sino de todos los españoles.
Y no digo más por hoy, para no alargar este artículo. Creo que he demostrado que los carlistas ni somos ni queremos ser partido, y que la palabraja partido es un mote que sienta bien á los liberales, pero que lleva dentro de sí algo antagónico, alto repugnante al modo de ser, á la fe, á la caridad, al corazón de los católicos. Otro día seguiré hablando de los demás partidos católicos, á quienes sin razón y sin fundamento se les ha concedido la beligerancia como católicos ó como partidos.
Eneas.
Fuente
[editar]- El Correo Español (22 de julio de 1905). Las parcialidades, los partidos y la Comunión carlista. Página 1.