Las rosas de la tarde: 14

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angustias dolorosas y nunca confesadas...

El sol esplendoroso fulgía sobre los cielos, sobre los cielos pálidos con un fulgor austral;

vibraba la mañana cantante y rumorosa, como una selva en fiesta, y el aire entibiecido con brisas del Tirreno, con auras de las playas del África cercana, ponía besos de fuego, auras de vida, en la campiña y la ciudad, salidas de su velo de gasas nocturnales;

al beso de ese sol reverberante, la vida reventaba en flor;

y era un himno de estrofas vibradoras: el himno del Trabajo y de la Acción;

cuando Hugo Vial salió de su casa, la Via Palestro, con sus palacios y villinos, envueltos en sus frondas verdinegras, se mostraba bajo el cielo radioso, brillante y sombreado, como un jirón de valle matinal;

a lo lejos las cornetas de los cuarteles del Macao, tocaban cosas marciales, despertando elementos bélicos en aquel hijo de soldado, cuya vida había sido una epopeya de combates morales, y cuyo grito, cuya prosa épica, vibraba sobre el desastre de su cuerpo y de su raza, como la llamada desesperada a un ejército en fuga, último apelo a la victoria, último toque de clarín, sonado por la energía indomable de un trompetero moribundo, en la desolación sangrienta de un campo de derrota..;

mas ¿qué importa la belleza de los cielos, si no se lleva el cielo dentro del alma?

Hugo Vial iba triste, torturado por sus nervios insurrectos, por la neurosis fatal que se apoderaba de él, cuando se veía obligado a combatir en los medios pequeños de la vida;

este ser de excepción, esta alma de guerra que parecía nacida con yelmo y con coraza en un día de justas y batallas, este guerreador nato, a quien el Dolor había armado caballero en edad adolescente, cuasi impúber, como un Goliat de sueños, hecho a flagelar el Error, como los ángeles adolescentes que azotan a Heliodoro, en los frescos de Rafael; que amaba el peligro como su elemento y la lucha como su sola atmósfera respirable, se sentía triste, deprimido, cuasi impotente para la lucha con las pequeñeces, con las bajezas de la vida;

su alma hecha para los grandes duelos, para la lucha en las alturas, cuando tocaba el suelo, sentía la nostalgia, la tristeza, cuasi la impotencia del combate. Su ímpetu aquiliano sollozaba prisionero en las trivialidades de la vida. Como el buey de Assour, su marcha era torpe en los pequeños senderos, y sus alas palpitaban, desmesuradas, caídas contra los flancos, ensangrentados por las zarzas del camino;

él, incapaz de retroceder en el combate, hecho para caer sobre su escudo en la palestra, se ofuscaba, temía, era absolutamente inhábil en las luchas de la intriga. Sus enemigos lo habían visto siempre desarmado en esa encrucijada sombría, y lo habían acuchillado en ella, sin que intentara siquiera defenderse. Su zarpa de león no era hecha para la caza del insecto vagabundo: aquila non capit muscas;

y así, esa complicación que surgía en torno suyo, esa guerra con una mujer que debía ser por su naturaleza guerra de intrigas y bajezas, perturbaba la alta serenidad de su espíritu, lo inquietaba, lo hacía irascible y melancólico;

y, luego, el inmenso dolor de desgarrar el corazón de la Amada, de decirle a Ada que pensaba partir, que su país ardía en guerra, que el fulgor de esa hoguera lo atraía, que del fondo de la catástrofe, de las ruinas incendiadas, voces clamorosas venían a él, llamándolo, que el deber tocaba diana en su alma, que era tiempo de correr hacia los horizontes ilimitados de la Gloria o de la Muerte, todo eso lo hacía meditabundo, dolorosa-mente taciturno y triste;

así atravesó gran parte de la ciudad, sin que nada lo sacara de su ensimismamiento sombrío;

y Roma despertaba en torno suyo, bulliciosa y feliz;

y él no la veía. El río rumoroso de la vida pasaba ante sus ojos como una Estigia sin rumores;

en la Piazza Indipendenza, verde, florecida, luminosa, como un altar de Corpus en el campo, los cocheros lo asaltaron, brindándole vettura, y él no les respondió siquiera;

en la Piazza della Stazione, era un rumor de río, viajeros que llegaban o partían, coches y ómnibus atestados de extranjeros, carros de equipajes, facchinos afanados, la manada ambulante de vendedores de diarios y de frutas, ensordeciendo el aire con su ronca gritería, y en los cafetines que se amparan bajo las ruinas de las Terme Diocleziane, noctívagos impenitentes, coristas matinales y cocottes de suburbio, le veían pasar, preguntándose dónde habría corrido la noche aquel signore, con aspecto de croque-mort, displicente y sombrío;

y así pasó la Piazza Termini, y atravesó la Via Nazionale, ¡tan bella bajo aquel sol matinal! Y recorrió el Corso todo, sin darse cuenta siquiera de la distancia inmensa que había andado a pie;

cuando desembocó en Piazza del Popolo, el cantante esplendor de la mañana, pareció despertarlo de un letargo;

la Piazza se abría ante él como un lago luminoso, con riberas encantadas; Las cúpulas de Santa María di Monte Santo de Santa María dei Miracoli, reposaban en la sombra, mientras la de Santa María del Popolo, ya bañada por el sol, se alzaba radiante, como un ánade feliz que seca el albo plumaje en las orillas de un río. Circundada por sus tres iglesias protectoras, por sus vastos hemiciclos de mármol, radiosa de sus estatuas de sus columnas, de sus fuentes, la Piazza semejaba un estanque de miraje, en cuyo fondo reverberaba inmóvil la pupila del sol;

de los jardines del Pincio descendía como un aliento tibio de rosas, impregnado de olores de floresta. Sobre el fondo verde del jardín, teñido de una dulzura imprevista y melancólica se destacaban las grandes cariátides, la línea tersa y nítida de las balaustradas, que se extendían y penetraban como una caricia de mármol, en el fondo perfumado de la fronda, ahogándose en una penumbra azulada color de cúpula sagrada;

sonoridades lejanas llenaban el espacio, y las formas de las estatuas se alargaban hasta esfumarse en una impresión de sueño, diluido en lo infinito, bajo un cielo de blancuras irreales, semejando esculturas de altares indecisos...

y, bajo ese cielo de una hermosura radiosa, de un azul violeta pálido, con una palidez de alba, el obelisco de Ramses perfilaba su silueta grácil, de granito rojo, esbelto, como un joven árabe, envuelto en la caricia de esa atmósfera sutil, que reventaba en perfumes, flores del aire, flores de ambrosía, bajo la mirada del sol soñador, que hacía reventar en el espacio flores del cielo, flores de la luna, queriendo como cubrir con su sombra escasa los leones reverberantes, que parecían custodiar su majestad, nostálgicos en la inalterable placidez de esa mañana, en cuya bruma luminosa parecía cantar el alma agonizante del Otoño;

¡y él pasó la Porta del Popolo, meditabundo, taciturno, ensimismado, indiferente al sol y a la ventura, el alma entristecida por las banalidades de los hombres, por la futilidad de los ideales, por la miseria dolorosa de la vida!...

Y murmuraba con el Poeta:

mon âme est malade aujourd'hui,
mon âme est malade d'absences,
mon âme á le mal des silences,
et mes yeux l'éclairent d'ennui.

la Villa Borghese diseñaba bajo el grito de luz de esa mañana, las líneas impecables de su pórtico, sobre el cual las grandes águilas áureas, como los pájaros augustales de Foggia, abrían sus alas imperiales, reverberante a la caricia fúlgida del Sol;

la puerta jónica del Canina se dibujaba como una sonrisa de piedra bajo el cielo sereno, ante el fondo verde de sus frondas odorantes, donde vivía la calma en las frescuras sombrías del parque silencioso;

la Villa estaba solitaria;

a aquella hora, en aquella estación, los paseantes son raros;

nada rompía la monotonía silenciosa de las grandes avenidas;

esa soledad cuadraba a su corazón;

y vibraba en su alma libremente la salmodia brumosa del Enojo;

remontó la Avenida central, inquieto, pesaroso, como bajo la dolorosa evocación de un gran duelo, o la fatigosa preocupación del obscuro, el inevitable porvenir;

las brisas cantaban en las cimas de los árboles extrañas salutaciones, y pájaros retardatarios, como un coro de monjes, entonaban esas raras salmodias de una liturgia consolatriz, como haciendo eco al cántico de duelo de su pobre alma torturada, cual si celebrasen las exequias de su corazón, de su pobre corazón sangriento, en el seno de ese Otoño desolado;

en la mañana dorada, los árboles y el cielo fingían el mosaico de una cúpula bizantina;

a la derecha, las arboledas del Pincio, obscuras, misteriosas, se extendían a todo lo largo de la Via delle Muri, hasta confundirse con las frondas florecidas de la Villa Medici. Y bajo esa umbría, extendida como una guirnalda, se alzaba, blanco, escueto, como una roca maldita, el muro trágico, el muro de las tristezas, desde el cual la miseria y el Amor arrojan al mes decenas de suicidas;

¡oh, el muro de la Muerte!

¡qué fascinación, qué sortilegio ejerció sobre su alma aquella muralla donde cantaba la muerte, y en cuya blancura sepulcral se había proyectado tantas veces, como las alas de aves heridas, la sombra de los suicidas, que se precipitaban desde ella, viajeros desesperados, al mundo de la Nada!

la fascinación de la Muerte es inexplicable para los que no han sentido la sed inextinguible de morir;

la voluptuosidad de la tumba es irresistible, como la Uamada de una querida misteriosa, inevitable;


beauté pareille au soir, beauté silencieuse,
tiens son baiser nocturne et tendrement fatal.

su mirada se detuvo fija, cariñosa, como hipnotizada, en la muralla libertadora, desde la cual tantas almas hermanas de la suya, tantos incurables del mismo mal de desaparición que a él lo corroía, se habían precipitado, como flores caídas de aquellos rosales armoniosos. ¡Oh, sus hermanos tristes, lises del Dolor, rosas de lágrimas, caídas en el azul mortal, con sus nombres obscuros, coronados de flores de martirio, perseguidos por sueños insensatos! ¡Oh, los lises fraternales, perdidos en el bosque azul, donde la voz de la ventura atrae con los reflejos perdidos, las ondas calmadas, que se pierden en el brumoso mar de lo Infinito!...

¡oh, las funéreas rosas de la Vida!

y pensó en la muerte, con la voluptuosidad acre, intensa con que pensaba en ella siempre que el dolor despertaba en su alma los atavismos dormidos de una raza de suicidas;

y recordó el único que había visto precipitarse desde el muro fatal;

era un adolescente, cuasi un niño, blondo como Narciso y bello como él, extraño como un soñador precoz;

¡carne de Efebo y alma de Poeta, enamorado del fantasma que dormía en el fondo de su sueño inapaciguado, en la comarca lejana de mirtos odorantes, donde extrañas flores abren sus cálices, llenos de sombras pálidas y de perfumes tiernos!...

era una mañana de la última primavera, en que había ido al Pincio, solo, con sus pensamientos, buscando en la soledad las imágenes de su último Poema;

y aquel niño había llegado en bicicleta hasta el banco cercano en que él estaba, y se había sentado un momento allí. Luego se había quitado su birrete de paño azul, lo había puesto sobre el asiento, junto con un libro, y se había alejado;

no lo vio más;

pocos momentos después, las carretas de los agentes de Policía y de los escasos paseantes de esa hora, que se dirigían hacia el murallón, le enseñaron la verdad: el niño se había precipitado por el muro fatal;

se acercó al lugar del siniestro;

abajo, muy abajo, se veía, blanco como un plumón de ave, el bello cuerpo adolescente;

y sobre el banco, entre un libro de poesías de Leopardi, dejaba a sus genitores una carta; se mataba porque estaba: Stanco de la vita... ¡cansado de la vida a los diez y siete años! ¡Oh, el amor solitario y alto, el amor pavoroso de la Muerte!

este recuerdo acabó de ensombrecer su ánimo, de encaminar sus ideas hacia la tristeza, hacia lo trágico irremediable;

cuando entró en el antiguo jardín de la Villa, donde está el lago, su rostro debía traslucir el estado de su ánimo, porque el guardián respetuoso, lo siguió a distancia;

su neurastenia terrible se hacía álgida;

se sentó en un banco, en ese fondo de verdura y de flores, en la espesura salvaje de las hojas amarillas, donde vibraba el aire luminoso, balsámico y tibio, que desfloraba con sus besos las anémonas pálidas, las mimosas marchitadas, en cuyo seno dormía acaso el alma solitaria del Invierno;

el suicidio, la idea triste y salvadora, volvía a volotear en su cerebro, con la insistencia de un vampiro en torno de la lámpara sagrada;

¡y la imagen de la Muerte venía cariñosa a él, aun antes que la imagen de la Amada!

¡morir, morir ambos, dormir bajo el mismo sudario, una hora siquiera, en una cámara de hospital!... La renuncia a la lucha, el reposo eterno, la calma absoluta... ¡Oh, la ventura!...

y miró al lago;

sus aguas inmóviles, frías, parecían llamarlo con voces de ondinas;

¡la muerte, con su mano mágica y piadosa cerrándole los ojos, sellándole los labios con un beso, sello del Silencio, flor de Paz y de Olvido, flor de oro!; ¡oh, qué visión!...

y volvía a sentir la vieja voluptuosidad de soñar con la muerte, cerca del agua, donde duerme el alma de las cosas, mientras la selva duerme taciturna, bajo el estremecimiento de las metamorfosis próximas;

y miraba el lago, donde las aguas inmóviles, frías, sin vuelos, ni vientos, ni rumores parecían llamarlo con voces de náyades dormidas en las algas;

¡el lago lúcido y puro, como el sueño de un niño, de cuyo fondo emergía la Quimera como la faz pálida de un alma taciturna!

los reflejos del día cambiante formaban en el agua de un verde pálido, extraños mirajes, en cuyo fondo parecía agonizar el sol, en un lecho de plantas arborescentes, flexibles, como filamentos de estrellas;

libélulas volaban sobre el estanque, con pétalos de rosas melancólicas... Cada hoja que caía, cada estremecimiento de ala, marcaba un surco sutil en el azul irisado de la ola, cuyo cristal se incrustaba en perlas con pistilos de nenúfar, flotando sobre el agua flordelisada;

era una agua pálida y sugestiva en cuyo fondo se veían dormir los vegetales pensativos, y de cuyo seno tenebroso emergían blancos, lívidos, los fantasmas tentadores, los sueños de la Muerte:


. . . . . O miroir!
eau froide par l'ennui dans ton cadre gelée
que de fois et pendante des heures, désolée,
sous ta glace au trou profond
J'ai de mon rêve épars connu la nudité;


sobre el espejo límpido de las ondas, nubes pasaban como sueños fugitivos de la vida;

y, su corazón temblaba, temblaba ante la intensidad de aquel deseo de muerte que lo poseía, ante las voces exultatrices, que parecían salir de aquel misterio líquido, del pie de aquella basca marmórea, donde caían las aguas como lágrimas fundidas, escapadas de una urna rota, sobre aquel espejo metálico, y donde los grandes mirajes de ultratumba, mudos, desmesurados, se extendían, con sus horizontes de calma, convidándolo al viaje interminable...

y, se sentía como atraído, sugestionado por la mirada de unos ojos indescifrables, por la caricia de manos lentas y odorantes, por brazos áureos, tendidos hacia él, por los besos de una boca tentadora y fatal...

¡oh, la voluptuosidad sagrada de la Muerte!


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

de súbito, allá, en las frondazones amarillas del bosque, donde el viento autumnal cantaba el duelo de las flores, como un sol de Vida, como el astro de la Esperanza, lis de Aurora, surgido en el inefable horror de aquellas floraciones tenebrosas, apareció Ada, blonda y radiosa, como una promesa de ventura, como una llamada vibradora a la Vida y al Amor;

su cabellera blonda centelleaba al sol, como una corola mágica, y su silueta clásica se dibujaba como una visión de gracia, en el horizonte dorado que circuía como un brazalete real aquel cuadro de idilio.

Hugo, estremecido aún por el horror de sus visiones, fue hacia ella;

estaba pálido, tan pálido, que Ada tuvo miedo:

–¡Oh, amigo mío! ¿Estáis enfermo?

–Del cuerpo no. El alma ¿qué queréis? no es dócil al dolor;

ella bajó la frente, como creyendo percibir en esa frase el eco de un reproche, y añadió:

–Todos sufrimos, querido mío, es necesario tener valor;

la banalidad de ese consejo la empequeñeció a sus ojos, y lo hizo sonreír.

–¿Es que la mujer es irredimible en la trivialidad, y aun en el momento más grave exhibo esta atroz simplicidad del corazón, que es una vulgaridad? Dijo para sí, y calló sin responder a su amiga;

el dolor hace injusto, y aun el alma más noble tiene esos momentos de egoísmo cruel en que siente la necesidad de hacer sufrir al ser amado, ¿por qué? ¡porque se sufre, y el hombre es por su naturaleza perverso y brutal.

Ada sufría. Su alma de ternura y de piedad, se olvidaba de sus propios dolores, para pensar en los dolores del Amado;

él deslizó su brazo bajo el brazo de ella, y avanzaron por la Avenida silenciosa...

–¡Cuan buena sois en haber venido! ¡Tenía tanta necesidad de veros, de estar a vuestro lado, de deciros cuánto os amo y cuánto sufro!

–¿Me guardáis aún rencor?

–No, antes deseaba pediros perdón; fui tan brutal...

–No, amigo mío. Fuisteis sincero. La pasión es así.

–La mujer se convence, no se vence. La fuerza nada puede sobre ella.

–Es verdad.

–Sólo el Amor la vence, y el amor, como el respeto, se inspiran, no se decretan.

–Hugo...

–La insensibilidad es la virtud, no es el Amor.

–Ah, mi amigo, no seáis cruel...

–¿No dais a Pigmalión siquiera el derecho de quejarse ante la impotencia de su esfuerzo?

–¿Por qué confundís siempre la sensibilidad con la sensualidad? ¿Cómo es posible que un espíritu tan levantado como el vuestro, sólo en el amor no piense ni sienta alto?

–Ada, no teoricemos, porque podríamos disgustarnos. El Amor se siente, no se discute. Amor que raciocina no es Amor;

ella calló, temiendo exaltarlo, porque veía algo anormal en aquella alma soberbia, y pensó con angustia en lo que tenía que decirle, en la penosa exigencia que tenía que hacerle, en la revelación del nuevo escollo que se alzaba ante ellos;

y él se sentía invadido por un extraño sentimiento, ante el dolor que iba a causar a aquella pobre mujer, tan noble y tan confiada. Aquel ser asesinado por la vida le inspiraba una ternura tan conmovida y tan profunda, que en esos momentos él no conocía su propio corazón. ¡Algo como un viento de vida pasaba por esa tumba!

y el sepulcro florecía.

–Yo te amo, le dijo, con un acento tan sentido, que ella alzó la cabeza sorprendida y radiante;

nunca acento tan profundo de pasión había brotado de sus labios, nunca se había sentido hablar así, con tan emocionante ternura, con tan sincero amor;

el alma de la mujer no se engaña a ese respecto; sabe siempre qué especie de sentimiento inspira.

–Gracias, gracias, ¡oh, mi Amado! murmuró, con un fuego inmenso de pasión, ella también, en los ojos y en la voz;

y un rayo de ventura lució sobre aquellas dos almas, que olvidaron por un momento la visión inevitable del desastre;

y hablaron de su amor, como dos adolescentes que desfloran con sus labios la palabra inviolada del Misterio;

y caminaban lentamente, como mecidos al ritmo de sus recuerdos, cual si arrullasen su ilusión, y temiesen despertar a la realidad dolorosa de la vida;

las copas de los árboles se perfilan en relieve bajo el cielo pálido, como sobre un horizonte lunar, en un campo infinito de Esperanza;

en el silencio, en la majestad de los viejos troncos, había profundidades de sombra, donde rayos de sol venían a iluminar la agonía de las violetas y el último amor de los convólvulos salvajes;

en la masa palpitante del follaje amarillo, cantor de la muerte de las hojas, las flores de los tilos, alfombrando el suelo, hacían extraños dibujos, como bajo el dictado de un tapicero excéntrico, artista de arabescos raros;

y en el pálido misterio de los bosques, en la paz virginal de la mañana, la saya malva de Ada, su cabellera blonda, que bajo la caricia del sol semejaba un arroyo de oro, vertían el esplendor radioso que las Magdalenas y las vírgenes de los cuadros tienen en las capillas silenciosas, al beso de la luz auroral, amortiguada en el paisaje de los vidrios góticos;

en la policromía sedosa del paisaje las rosas ponían su sonrisa pálida de vírgenes novicias. Tristes rosas otoñales, las últimas de la estación, abrían en los senderos sus corolas mustias y parecían murmurar con el estremecimiento de sus pétalos, tocados del frío de la muerte próxima: he ahí el Amor que pasa...

sus corazones en duelo se abrían como esas flores, al beso de la naturaleza y la mañana, y apoyados el uno en el otro, parecían desafiar la vida con su amor;

se detuvieron un momento en la Fuente de los caballos;

él tuvo miedo, miedo de la visión del agua, de esa agua pálida, en cuyo fondo se movía el rostro de la querida inevitable que lo llamaba. ¿Por qué la muerte se había enamorado de él?

¿por qué él la amaba?

y miró a la Amada, como si buscase en ella la luz de la vida, en aquel seno, refugio de su angustia, donde se guarecía del naufragio aterrador;

y la hallaba incomparable, flor de gracia y de belleza, radiosa de pureza y de luz, en el esplendor autumnal de sus formas odorantes. La crinera rubia de su cabellera irradiaba con la majestad agresiva de un incendio. Sus ojos, color de sueño y de Otoño, se impregnaban de la ternura, como una bruma tenue y misteriosa. En su garganta admirable, en la opulenta firmeza de su busto, en sus caderas modeladas, en toda su persona, rebosaban la juventud, la belleza y la vida;

–¡Cuánto te amo! repitió él, con una voz un poco velada.

Adaljisa tembló ante aquel acento. Esa era la voz conocida, voz temible, voz temible, la del deseo... Allí no había hablado el alma, como hacía poco. Volvía a hablar el cuerpo. ¡Oh, lo Inevitable!

y ella se hizo triste, en su dulzura angelical, inagotable, una palidez tenue cubrió el satín de su rostro, y una llama de inquietud brilló en el verde candoroso de sus ojos irresistibles.

–Háblame al alma, ¡oh Amado mío! háblame al alma, decía la pobre soñadora, que se empeñaba en quedar la novia mística de aquel poema sombrío.

–Yo te amo mucho, mucho, volvió a murmurar muy paso, estrechando las manos eucarísticas, e inclinándose con los labios tendidos hacia el ritmo armonioso de las formas de la Amiga. Y la cabeza blonda se volvió, para ofrecer el cáliz de sus labios al ardor del beso amante;

estaban solos;

el silencio era como reverente en torno de ellos, un homenaje de la selva a sus corazones doloridos;

¡horas que hacen sol para toda una vida!... su inmortalidad viene de su sinceridad;

sus almas se exaltaron de encanto y de quimera, en la felicidad maravillosa de la hora fugitiva, y las manos en las manos, los labios en los labios adorados, en la caricia febricitante del momento, se extasiaban, forjando en el miraje el arabesco luminoso de su amor...

su propia emoción los hacía silenciosos. Y, sin embargo, ¡querían decirse tantas cosas!...

y callaban, como temiendo romper el encanto de aquella hora de felicidad;

se sentían como espiados por el Destino, y se hacían avaros de los instantes de su ventura frágil;

y callaban, como temiendo matar aquel minuto de ensueño;

en esa hora de tregua, en ese aislamiento del mundo, sus corazones se besaban, como náufragos que se abrazan antes de ser engullidos por las olas;

algo fraternal y puro gemía en ellos, en esa hora de soledad, tan dulce a los atormentados de la vida;

y bendecían esa hora de ventura y temían que la palabra rompiera el sortilegio;

y, sin embargo, ¡tenían tanto que decirse!...

se habían sentado en un banco a la sombra de los sauces melancólicos, que inclinaban sobre ellos sus cabelleras llorosas de catecúmenos adolescentes;

absortos en la emoción del silencio, parecían escuchar el tumulto de las hojas, el vago cuchicheo de los insectos, el ruido de los reptiles bajo el follaje encubridor... Escuchaban su propio pensamiento, la confesión dolorosa, que iba a salir de sus corazones desgarrados;

ella fue más valerosa. Posó la mano por su cabeza, y las pedrerías de sus dedos centellearon en el oro salvaje de su cabellera. El terciopelo de sus ojos se hizo sombrío bajo el velo de la angustia, y con voz que ocultaba mal toda la dolorosa ansiedad de su alma, le dijo:

–¿Sabéis que el conde me ha escrito?

–¿De veras?

–Sí.

–Os felicito, mi querida amiga.

–No os burléis. Es algo muy grave.

–¿Os ama de nuevo?

–Sed serio, amigo mío. El asunto interesa a nuestra felicidad;

él la miró honda, profundamente, sus miradas se hundían como garras en el alma de Ada, para sacar fuera la confesión que apenas asomaba.

–No comprendo.

–Ah, yo comprendo demasiado. La malignidad humana es inagotable. Nuestro medio social es medio de murmuración y de chismes, y al conde han llegado rumores inquietantes sobre nuestras relaciones. He ahí por qué me escribe esta carta, haciendo llamada a mi Amor maternal para imponerme el no recibiros más en mi casa, y termina por notificarme que si no le obedezco, apelará a la ley, para arrebatarme la guarda de mi hija y separarme de ella. Y, luego, lo que es más infame aún, me amenaza con hacerme una querella por adulterio...

y, la pobre mujer bajó la frente, como si las alas de todos los escándalos vibraran sobre ella, y su mirada diáfana se cubrió con las sombras de la angustia;

él no respondió nada;

entonces ella continuó:

–Y mi hija, ella también, ha tenido conmigo un coloquio, ayer. Ha venido a suplicarme lo mismo que su padre exige; ¡la pobre niña! ha venido llorando a mostrarme la carta en la cual, Güido y sus padres, nuestros primos los de Sparventa, exigen para realizar el matrimonio con Irma que yo desarme la maledicencia, cesando toda relación con vos.

–¿Y, qué habéis respondido?

–¿Yo? Nada aún. Esperaba veros, consultaros, dijo la pobre mujer, que se crispaba bajo la angustia, como una flor en la borrasca.

–¿Y creéis necesario satisfacer a vuestro nobilísimo esposo, a vuestra amantísima hija, a los nobles señores de Sparventa?, añadió él con una actitud mal contenida.

–Amigo mío, se trata de la felicidad de mi hija...

–Es verdad, el cielo es piadoso con vos, hacéis bien en creer en la Providencia. Ella va al encuentro de vuestros designios; justamente en este caso, ella viene a aplanar todas las dificultades, a volveros, por caminos inesperados, la tranquilidad de vuestro hogar, el afecto de vuestro esposo y vuestra hija.

–¡Hugo!

–Sí, amiga mía. Yo venía a deciros algo, que, dadas las circunstancias actuales, os será gratísimo.

–Decid.

–Sabéis que yo me debo a mi país, como vos a vuestra familia. Nuestros deberes son diferentes en apariencia, pero son uno mismo en esencia; se llaman: el sacrificio. Vuestra hija os llama al deber, mi patria me llama al mío. Tengamos el valor de cumplirlo. Id hacia vuestro deber; yo voy hacia el mío; vos hacia vuestra familia, yo hacia mi patria.

–¿Qué decís?

–Decía que debo partir, y partiré.

–¿Partir vos? ¿Dejarme sola, abandonada, en medio de la desgracia que me acosa? dijo ella con un gemido, tomando las dos manos de su amigo, mirándolo en los ojos y echando hacia atrás su cabeza blonda, con un gesto de una sacerdotisa en éxtasis. La luz de sus cabellos de oro, el fulgor de sus ojos admirables, se ahogaban en una bruma sombría, como bajo un viento de locura, en pleno vértigo de angustia, y de dolor.

–¿Y el deber?

–¿Y es vuestro deber asesinarme?

–Amiga mía ¿y vuestra ventura, y la ventura de vuestra hija que invocabais en este instante? dijo él con una crueldad tan inútil como innoble;

ella no respondió. Los ojos enloquecidos, como si viese la ronda de sus sueños huir despavoridos, temblaba, pálida, inmóvil, como si fuese a enloquecer o a morir.

–Ada, le gritó él, asaltado de ese temor de la parálisis o la locura, que lo asustaba siempre que en horas de dolor, la veía debatirse así, bajo la garra de la herencia fatal;

ella volvió a mirarlo, como hebetada, cual si soñase, pero luego, tornando a la realidad de su dolor, inclinó sobre sus manos su cabeza de corola, y lloró con desesperación... Y, temblaba bajo su cabellera de ondas salvajes, donde el Amado no ensayaba ya sumergir sus manos ni sus labios;

y volviendo a mirarlo luego, exclamó:

–Partir, dejarme, asesinarme así, ¡oh, por piedad! dime, ¿qué os he hecho yo?

–Pero, ¿no veníais a proponérmelo?

–Ah, no, yo venía solamente a buscar consuelo y fuerza en vos, a contaros mi dolor, pero no para que lo aumentarais, a mostraros mis enemigos, pero no para que huyerais ante ellos. ¡Ah, sois muy cruel, muy cruel, amigo mío!

–Pero, si es tan imposible veros, ¿con qué objeto he de quedar yo aquí?

–Y, ¿sólo en mi casa podremos vernos? y ¿no tenéis la vuestra? Entonces ¿por qué torturarme así? ¡Ah, amigo mío, no me abandonéis, no me abandonéis! Tened piedad de mí. Todo en la vida me es hostil, todo, hasta mi hija, y ¿vos también? ¿es que todos los amores me han mentido al mismo tiempo? Y el vuestro, que era la vida ¿por qué me falta? dijo, y prorrumpió a llorar de nuevo con tanta amargura, que él se sintió conmovido de una piedad desbordante y fraternal.

–No lloréis así, no dudéis de mi amor, dijo, y le ciñó el talle con un brazo, y la trajo dulcemente contra su corazón;

y la cabeza blonda cayó sobre el hombro amigo como ofrecida a los besos ardorosos del Amado.

–¡Oh, decidme que me engaño, amigo mío, decidme que me amáis, que es un sueño lo que he oído, que no pensáis abandonarme, que mi desgracia no os da miedo, que no partiréis!...

y se colgó al cuello del joven, sin temor a que pudieran ser vistos en la grande Avenida silenciosa, donde las copas de los árboles se perfilaban en la palidez gris de la mañana, como siluetas de rocas desmesuradas en un lago hiperbólico, y tamizaban una luz pálida como las nubes y las rosas;

y él fue cobarde, y prometió quedar;

y sus visiones de gloria, se eclipsaron ante aquella mujer así llorosa...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

y el silencio cayó entre ellos, como una montaña, y sus almas volaron a regiones opuestas, bañadas de extraños soles, y quedaron como vagando en un mar de sueños, más allá de cuyas riberas se extendía la infinita inquietud... el país ignoto, el pavor de lo desconocido irremediable... La inquietud sorda que minaba su ventura, se oía como sonar en aquel silencio lúgubre;

tenían como miedo a las palabras;

ella lloraba silenciosa;

él la veía llorar, sin consolarla. Sabía que no tenía ventura para aquella alma en naufragio. Y así permanecieron mudos en la angustia engrandeciente de sus corazones, en la triste visión de la catástrofe inevitable.

Ada fue la primera en ponerse en pie;

y anduvieron lúgubres, silenciosos, en la mañana, hecha negra para sus almas desoladas;

al llegar al arco de la Avenida central, donde una estatua rota ostenta la desnudez de sus formas mutiladas, sintieron el galope de un caballo, que venía sobre ellos. Se apartaron para dejarlo pasar;

el jinete detuvo el paso de la bestia, y los miró, agresivo y tenaz: era el conde Larti.

Hugo Vial llevó la mano a su revólver y avanzó hacia el conde.

Ada lanzó un grito, y se reclinó contra la muralla de piedra, que allí bordea el parque;

el conde vio brillar la muerte en los ojos de su rival, porque espoleando su caballo desapareció rápidamente.

–¡Dios mío! ¡Dios mío! murmuró Ada, viendo la palidez asesina, la ferocidad sombría, que había cubierto el rostro del Amado;

este encuentro fatal aumentó en él la cólera hasta la furia, y en ella la tristeza hasta las lágrimas;

y continuaron así, él hosco y sombrío, ella dolorosa y triste... Ambos como vencidos, como víctimas de algo invisible, de algo innombrable: el secreto del porvenir;

¡y así llegaron a la Porta Pinciana, y se separaron sin palabras, sin besos, sin promesas, estrechándose las manos, como anonadados por la angustia del presente, hebetados de horror ante el fantasma del mañana inevitable!...