Lo prohibido: 25

De Wikisource, la biblioteca libre.
Lo prohibido : XXV
Nabucodonosor

de Benito Pérez Galdós

I[editar]

Y no podía ser de otra manera. Mi estado fisiológico era tal, que yo tenía que dar un estallido. Y lo di al fin, y bueno. Después supe que estuve sin conocimiento desde las seis de la tarde del miércoles hasta el jueves a las diez de la mañana; que Ramón y el portero sintieron el golpe de mi caída y subieron alarmados; que al mismo tiempo salió a la escalera la señorita Camila; que al instante bajó Constantino en cuatro trancazos y me cogió, y cargándome como si yo fuera un talego, me llevó a mi casa; que me tendieron en mi cama creyendo que ya estaba muerto; que Ramón y la señorita Camila empezaron a darme friegas, mientras Constantino corría en busca de su hermano Augusto; que toda la noche se pasó en gran ansiedad, pues el médico ponía muy mala cara... Por fin, recobré la conciencia de mi ser, aunque al punto de recobrada eché de ver que mi resurrección no era completa. Algo se me quedaba por allá, en aquella lóbrega cisterna, simulacro de los abismos de la muerte, en que tantas horas estuve, revolcándome en tenebroso espasmo del cual apenas quedaban vagas sensaciones musculares cuando desperté. Lo primero que hice fue moverme, quiero decir, intentarlo. De este reconocimiento resultó un fenómeno que al pronto no me hizo impresión; pero que poco después ocasionome sorpresa, estupor, espanto. Yo no podía mover las extremidades izquierdas. Todo aquel lado ¡ay Dios! estaba como muerto. Ramón debió de leer en mi rostro la congoja de los esfuerzos que hacía, y quiso ayudarme. Ordenele por señas que me dejara. Quería seguir en reposo para pensar en aquel fenómeno tristísimo. A mi mente vino una idea, con ella una palabra. Sí, me lo dije en griego para mayor claridad: «Tengo una hemiplejía». La idea de la justicia, que rara vez deja de abrirse paso en nuestras crisis para alumbrarnos la conciencia, apareció muy luego: «Bien ganada me la tengo».
Mi pena fue horrible. Tremendo rato aquel, en que la conciencia física me acusó con pavorosa austeridad, en que me rebelé contra la sentencia fisiológica y contra Dios que la daba o la consentía, ¡no sé!... Sin derramar una lágrima, lloré una vida entera y deseé con toda mi alma acabar de morirme... Aún me faltaba la más negra. Quise hablar a Ramón y la lengua no me obedecía. Las palabras se me quedaban pegadas al paladar como pedazos de hostia. Mis esfuerzos agravaban el entorpecimiento de aquella preciosa facultad, gastada, perdida tal vez para siempre. Intenté decir una expresión clara, y no dije sino ¡mah, mah, mah! Causome tal horror mi propio lenguaje que resolví enmudecer. Me daba vergüenza de hablar de aquella manera. ¡Ser mitad de lo que fuimos, sentir uno que su derecha viva tiene que echarse a cuestas a la izquierda cadáver, y por añadidura pensar como un hombre y expresarse como los animales, es cosa bien triste...!
Augusto quería disimular la pesadumbre que mi estado le causaba; mas cuando oyó mi espeluznante mah, mah, mah, no le fue posible fingir tranquilidad. Híceme juramento de callar para siempre y no ofrecer a la estupefacción de oyente alguno aquel rebuzno mío, aquel bramido de Nabucodonosor condenado a arrastrarse por el suelo y a comer hierba... Todo aquel día lo pasé en una especie de estupor letárgico, que a veces tocaba en el sueño, sintiendo en mí algún alivio. Lo primero que me atormentó por la noche fue el sentirme horriblemente desmemoriado. Yo no me acordaba de todo, sino de algunas cosas, y de otras apenas tenía vagas nociones. Pero el prurito de recordar, aquella infructuosa erección de la memoria queriendo ser y no pudiendo, aquella dolorosa presciencia de nombres y sucesos, sin lograr determinarlos, me martirizaba lo que no es decible. Recordaba el caso de mi ruina, de la fuga de mi acreedor... pero no podía atrapar el nombre de Torres... Y veía ante mí algo como el esqueleto del nombre; pero le faltaba la carne, las letras. Toda la noche estuve buscándolas y no las encontré hasta por la mañana.
Pero el ejemplo más triste de esta pérdida de la facultad fue no saber quiénes eran aquellas tres mujeres a quienes vi la segunda noche, en fila delante de mí. Ofreciéronse a mi atención al despertar de uno de aquellos letargos, y me dije: «Yo conozco estas caras; las he visto en alguna parte...». Estaban las tres apoyadas en el tablero inferior de mi cama, grande como de matrimonio. Veíalas yo de medio cuerpo arriba, los brazos sobre el tablero, en actitud de estar asomadas a un balcón... La que estaba en medio tenía cristales en sus ojos, que brillaban en la penumbra de mi estancia con efecto semejante al que hacen en la oscuridad los ojos de los gatos. A su derecha estaba otra que me miraba también. Me pareció que a ratos se llevaba una mano a los ojos, y que en la mano tenía un pañuelo. ¿Por qué lloraría aquella buena señora?... Y era guapa. La de la izquierda me miraba con fijeza observadora y más bien curiosa que enternecida. Era morena, de muy acentuada delantera, esbeltísima... Nada, que aquellas tres caras y aquellos tres bustos no me eran desconocidos; pero mi cerebro ardía en un trabajo furioso de indignación, sin poder sacar en claro quiénes eran ni cómo se llamaban.
Por fin el corazón me alumbró, el corazón, que se puso a hacer cabriolas y me dijo: «aquella que está a tu derecha y a la izquierda de la de los lentes es tu borriquita». Fui juntando ideas, casándolas y amarrándolas bien para que no se me escaparan... Camila, la sin par Camila, fue la primera que venció la anarquía de mi pensamiento y mi memoria... después Eloísa, la que lloraba; por fin María Juana, la sabia. Cuando las atrapé diéronme ganas de decir algo. Pero tuve espanto y vergüenza de que mis tres primas me oyeran. No, antes reventar que darles muestra tan desapacible del lenguaje prehistórico. Eloísa fue la primera que se llegó a mí, rompiendo la lúgubre fila en que las tres estaban cual aves posadas en un rama.
Llegose a mí para mirarme de cerca. Vi sus ojos llenos de lágrimas. Alguna creo que me cayó encima. Preguntome que cómo estaba, y yo no dije nada. Noté al mismo tiempo que la sabia, sin moverse del centro del tablero, llevose el dedo índice a sus labios y estuvo así un buen rato, parecida a una estampa de la discreción. Quería imponer silencio a las otras dos, pues también Camila se llegó a mí por el otro lado y me miró de cerca... ¡Qué ganas sentí de pegarle un beso, expresión casta y juiciosa del júbilo que me causaba el haber recobrado la conciencia del amor que le tenía! Preguntome también que cómo estaba, y yo... mutis. «No oirás este mu del buey herido, prenda de mi corazón -pensé, y pensándolo les hice señas de que se estuvieran allí, porque sentía cierto consuelo en contemplarlas. Eran mi historia, mi vida, yo mismo puesto en figuras, como un libro ilustrado.

II[editar]

Otra noche, Camila junto a la mesa donde habían estado sus botas (no sé si os acordaréis de esto) y a su lado Constantino. Ella cosía y él leía un periódico. Cuando me sintieron mover, ambos me miraron. Camila vino hacia mí, dejando la costura y me dijo: «¿Qué tal?». En mi sensibilidad fuertemente perturbada hizo aquel qué tal el efecto de un intenso olor de sales súbitamente aplicado a mi nariz. A punto estuve de hablar... ¡Desdichado de mí si lo hubiera hecho! El silencio había venido a ser en mí como una coquetería. Tuve serenidad bastante para dominarme, y sacando una mano le tomé la suya y la llevé pausadamente a mis labios. Cuando le daba aquel respetuoso beso que fue como el homenaje que a los reyes haría el monárquico más sincero y leal, vi allí enfrente la mirada de Constantino, abrillantada por la próxima luz. No debía de ser mirada de celos, y si lo fue ¿qué culpa tenía yo en aquel momento? La absoluta muerte de las facultades más características del hombre me garantizaba una virtud perfecta. Yo podía ya ser hasta santo a poco que lo intentara. La borriquita, entendiendo mi homenaje o no retiró su mano. Pensé que debía de ser muy grande mi mal, cuando aquellos dos enemigos míos me perdonaban y aun venían a asistirme. «Sólo se perdona de este modo a los moribundos o a los locos -pensé.
Y a la mañana siguiente llegaron María y su marido, ambos obsequiándome al entrar con sendos suspiros. Medina no pudo contener los pruritos dogmáticos que se le vinieron de la mente a los labios, y dándome un apretón de manos, me dijo: «Esto no es nada. Se restablecerá usted pronto, pero sírvale de lección este arrechucho». Y bajando la voz, inclinado ante mí, añadió lo siguiente: «Mi mujer tiene razón. Eso es el resultado de dejarse dominar por las pasiones y apetitos, en vez de vencerlos, como hace toda persona que merece el nombre de varón. Con que cuidado, y no echar la enseñanza en saco roto». Mientras tal oía yo, vi a María Juana poniendo orden en varias cosillas que sobre la mesa estaban... Retiró a su esposo de mi lado, como reprendiéndole tácitamente por sus inoportunas observaciones, y se fueron. Por la tarde vino ella sola, se sentó frente a mí al costado de la cama, y me estuvo mirando como una hora seguida. Yo también la miraba. «¿Por qué no hablas? -me dijo al fin, estrechándome con amorosa fuerza la mano. Dile a entender que no podía, y entonces me trajo lápiz, papel y un libro para que escribiera sobre él. «Soy Nabucodonosor», escribí, no sin trabajo. Y ella consternada: «¡Qué cosas tienes!... Verás cómo te curamos». «Soy un animal, ladro...» escribí. Iba a decir que entre las tres me habían puesto así, la una por no quererme, y las otras dos por quererme demasiado; pero me faltó el pulso, y sólo pude escribir en un garabato: «Tú... culpa...». Leyolo un tanto indignada y rompió el papel, guardándose los pedazos.
¡Cómo podría yo pintar aquel inmenso tedio mío, y la pena de verme medio muerto, inmóvil, y de considerar que nunca más volvería a ser el hombre que fui! En tal extremidad la esperanza de la muerte venía a ser el único consuelo, y por fomentarla en mí resistime a tomar las medicinas que recetaba Miquis. Administrábame revulsivos y enérgicos derivativos; y para que mi semejanza con un perro fuera mayor, dábame la estricnina . Pensé decirle por escrito que me diera de una vez la morcilla, para hacerme reventar. ¡Terrible trance verme en tanta miseria, rodeado de todas las prosas de la vida humana, no pudiendo valerme sin ajeno auxilio! Ramón y Constantino me movían de aquí para allí, cargándome como a un leño, y haciendo conmigo lo que las madres de más abnegación hacen con un pobre niño sucio, incapacitado e irresponsable. Admiraba yo la caridad de entrambos, y mayormente la de Constantino, que no tenía obligación de hacerlo y lo hacía por pura lástima de mí. Dios se lo pagaría. Yo vivía, si vivir era aquello, en plena inmundicia, sintiendo un asco de mí mismo que no es comparable a nada. Era la conciencia física que me acusaba en aquella forma tan grosera como expresiva. Y aquel noble mancebo a quien yo había ofendido gravemente, hiriéndole en su opinión si no en su honor, era quien con más gallardía cuidaba de mí, afrontando aquellas repugnancias con ese valor de sentidos, que no es menos meritorio que el nervioso valor llamado bravura o heroísmo. ¿Por qué lo hizo? Porque le salía de dentro sin duda, y era vengativo a estilo de Jesucristo. Su mujer le incitaba también a ello con cristiano entusiasmo. Ya no podían temer que yo les deshonrara; yo era un cosa, más bien que una persona, un pobre animal moribundo que ladraba, pero que ya no podía morder. Poco más viviría, a juicio de ellos. Su compasión, por tal motivo, me daba el golpe de gracia.
¡Y cómo me acordé, al verme en tales podredumbres, hecho una plasta asquerosa, de la enfermedad de Eloísa, de su horror a la fealdad y de sus esfuerzos por buscar postura bonita en su muladar! ¿Qué discurriría yo para hacerme el interesante en tan prosaico estado? ¿Qué arbitrios de coquetería morbosa y fúnebre inventaría para dar poético giro a mi situación, como cuando a ella se le ocurrió aquello del tul, que referido en su lugar queda? Nada, nada; mi calamidad pedestre e inmunda no tenía compostura posible. Para mayor desgracia se me había torcido la boca, y esto me causaba tal horror, que no me atreví a pedir un espejo para mirarme. La lengua no funcionaba; érame difícil pegar la punta de ella a la arcada dentaria superior, y de aquí que no pudiera pronunciar algunas consonantes. La deglución érame también algo difícil, y por esto... me repugna decirlo; pero violentándome lo diré para que lo sepáis todo: ¡se me caía la baba!
Mandó Augusto que me levantaran y me pusieran en un sillón, donde estaría mejor que en la cama. Entre Constantino y mi criado me vistieron como se viste a un muerto, y me sentaron, rodeado de mantas y almohadas. Debía de asemejarme, en mi inmovilidad, a una de esas figuras egipcias que parecen estar esperando la conclusión de lo infinito por la rígida paciencia con que sentadas están. A veces de mi boca caían hilos gelatinosos sobre mis manos cruzadas sobre el vientre. Entonces Constantino, ¡oh angelón incomparable! daba algunos pasos hacia mí, y con un pañuelo me limpiaba.
Si en esto de la asistencia tenía yo tanto que agradecer al marido de Camila, en otra clase de auxilios Severiano era mi hombre. Sin él no sé qué habría sido de mí, porque se constituyó en guardián de mis intereses, y tomó muy a pechos todo lo concerniente a los negocios míos, que habían quedado en suspenso el día de mi enfermedad. Él y Medina llevaban adelante con la mayor energía la acción judical contra Torres y Samaniego. Ignorábase el paradero de Torres. El agente daba la cara, ofreciéndose también como víctima, y se prestaba a remediar el daño hasta donde alcanzaran sus fuerzas. Halleme en las peores condiciones para alcanzar justicia, pues antes que yo habían de cobrar los que, como Cristóbal, tenían la garantía legal de la publicación. Severiano consiguió que el Juzgado embargase la casa de la Ronda; pero he aquí que el contratista de la obra se echó encima de la finca, probando que no se le había pagado más que uno de los plazos de la construcción. En fin, que primero cobraría el contratista, después Medina y luego Llorente, yo y los demás, si algo quedaba. De todo esto me informaba Severiano, atenuando lo desagradable, y dándome esperanzas que yo no podía tener. Todo iba mal, muy mal para mí, como veréis por lo que sigue.
A los cinco días del ataque noté alguna mejoría en el uso de la preciosa facultad de hablar. Emitía las vocales sin dificultad, y algunas consonantes no me costaban trabajo. Otras, como la te y la erre, se resistían. Nacía en mí, pues, la palabra, siguiendo el proceso o desarrollo fonético de los niños. Educaba mi lengua como la educan ellos; mas hacíalo a solas, temeroso de parecer ridículo a los que me oyeran. Tal era mi estado, cuando Severiano vino a manifestarme que las letras que giré a cargo de mis arrendatarios de Jerez habían sido protestadas, y venían contra mí, con la añadidura de los gastos de resaca. Él hubiera querido ocultármelo y recogerlas del banquero que las tenía; pero sus tentativas para reunir el dinero eran infructuosas, y no tenía más remedio que decírmelo para que yo determinara.
«¡Bonito porvenir! -pensé-. Hállome convertido en animal, y con tres pleitos sobre mí: uno contra Torres, otro contra los Hijos de Nefas y el tercero contra mis arrendatarios Manuel Roldán y su hermano. Daré poder mañana mismo para exigirles el pago. Les embargaré, les venderé hasta la última bota de vino.
«No será difícil encontrar el dinero que necesitas, hipotecando esta casa -me dijo Severiano-. Ten presente otra cosa, y es que el día 12 te vencen las letras de Tomás de la Calzada.
Estas palabras fueron como un martillazo en mi cerebro. ¿Qué tal estaría mi cabeza que se me habían borrado de ellas las letras de Sevilla y hasta toda idea de que las Pastoras existiesen en el mundo? ¡Cuánto padecía en aquel momento al considerar que ni aun encontrando quien me prestase cincuenta mil duros con garantía de mi finca, podía yo conjurar la tormenta que sobre mí venía! Para pagar las letras de las Pastoras y recoger las devueltas de Jerez, necesitaba más de ochenta mil duros, y esto sin pérdida de tiempo, pues la casa tenedora de estas últimas era el Crédito Lionés, y no teniendo amistad con el gerente ni con ningún consejero de ella, no podía esperar que me diesen la prórroga o respiro que habría sido tal vez mi salvación. En estos casos las determinaciones acudían pronto a mi mente, aun hallándose, como se hallaba, enteramente desquiciada.
«Vete corriendo a ver a Medina -dije a Severiano parte por señas, parte escribiendo y algo también con ladridos-. Es el único que puede... Veamos si quiere darme... cincuenta mil duros... hipoteco esta casa...

III[editar]

Quedeme solo con Ramón, en la mayor ansiedad, rumiando mi desdicha. ¡Si al menos fuera un hombre, si al menos me obedeciera esta máquina estúpida! -pensaba-. ¿Pero qué ha de hacer una bestia más que cocear, dar bramidos, comer el pienso y morder a alguien si la dejan? Por más vueltas que le diera, no podría dominar el conflicto en que me hallaba, y en caso de que no encontrara un prestamista, las letras de las Pastoras se quedarían sin pagar, y yo deshonrado a los ojos de aquellas hidalgas personas. La aflicción que esto me produjo superaba al sentimiento y pesadumbre hondísima de mi enfermedad. Habría dado yo el lado derecho que aún tenía vivo por poder cumplir en aquel caso con lo que exigían mi honor y la altísima consideración que a las amigas de mi madre debía. «¡Pobres señoras, qué pensarán de mí! Dirán, y con razón, que me he comido su fortuna... No, esto no será, aunque tenga que vender la camisa. Aún puedo negociar los créditos a mi favor, aunque sea con pérdida en un cincuenta por ciento. Me quedaré sin un real y en situación de pedir limosna como esos infelices lisiados que se arrastran por los caminos; pero las Pastoras cobrarán... ¡pues no han de cobrar!...
Y la maliciosa ironía de mi destino saltaba dentro de mí apuntándome la negativa: «No cobrarán; las dejarás en la miseria, y ambas serán los fantasmas que te persigan y te atormenten en tus últimos días. Porque Nefas no te pagará; de los Roldanes no verás un cuarto, y como no pleitees con Severiano, despídete de la hipoteca de las Mezquitillas... ¡Pobres inglesas! ¡Caer en la miseria al fin de su vida, sin más culpa que haberse fiado de ti, creyéndote persona formal...! En esta horrible situación de animalidad en que te han puesto tus vicios, mal hombre, te revolcarás impotente sin hallar consuelo en ninguna postura, y cuando te vuelvas de este lado, verás a la Morris dando lecciones de inglés para ganar la vida, ¡infeliz señora, anciana, medio ciega! y cuando te vuelvas del otro lado, verás a la Pastor pintando un cuadrito bucólico moral para rifarlo entre la colonia jerezana y malagueña de Madrid, a fin de sacar algunos reales con que atender al sustento. Y se llegarán a ti y te rascarán con la punta del palo de la sombrilla, porque tendrán lástima de tu padecer... Y aun te lavarán la jeta que tendrás sucia de hocicar en la artesa en que se te echa la comida, porque no podrás ni sabrás comer con las manos como los hombres... Y aun te aflojarán la cuerda que se te ponga al pescuezo para que no te escapes; porque sábete que vas a ser animal dañino que correrás tras las mujeres y los niños para morderles... Y cortarán hojas verdes y frescas para ponértelas en el lomo y defenderte de las moscas... Porque ellas, en su pobreza, seguirán siendo las personas más cristianas del mundo, y vencerán su asco para compadecerte, y se impondrán el sacrificio de mirarte, como una penitencia de la falta enorme de haber confiado en ti».
Así pensaba yo, y sudores de angustia me corrían por la cara abajo. Entró Camila a darme de comer, y aunque yo no tenía tranquilidad para nada mientras no viniese Severiano con buenas noticias, consagreme a la función aquella con verdadero gusto, no sólo por ser mi prima quien me auxiliaba, sino porque de todo mi organismo sensorio el único apetito que permanecía vivo era el que preside a la asimilación de los alimentos.
Y había que ver el cuidado con que mi borriquita, después de ponerme una servilleta por babero, me llevaba la cuchara a la boca o el tenedor con los pedazos de carne, haciendo con sus morros por instinto imitativo, contracciones iguales a las que yo hacía. A pesar del esmero que ella ponía en esta operación, yo, he de decirlo claramente, no comía con limpieza. Faltábame flexibilidad en los labios, y por mucho cuidado que tuviera para no dejar caer nada de la boca, algo se me caía siempre. Érame forzoso poner mucha pausa en aquel acto para estar en él lo menos desagradable a la vista que me fuera posible. ¡Qué lástima tan profunda se pintaba en el rostro de ella! Yo quería que mis ojos expresasen lo contrario de lo que se desprendía de aquella bestialidad grosera, y no sé si lo pude conseguir. Creo que no. Mis ojos no podían expresar más que el estupor del idiota y los anhelos de una gula repugnante. «Acuérdate, Camila -le decía yo con el pensamiento-, de cómo te quiso este cerdo cuando era hombre».
No había yo concluido de devorar, cuando entró Severiano. En la cara le conocí que me traía buenas noticias. «Si Medina no quiere arreglarlo -me dijo-, otro lo hará. Es un buen negocio... Tu casa vale más del millón. A Medina le he encontrado indeciso, con ganas de servirte; mas con poco dinero disponible por el momento; y como la cosa urge... Pero descuida, que ya se arreglará. ¿Y lo que falta luego para pagar las letras de Sevilla?... Hay que tener confianza en la Providencia, que no es tan perra como dicen».
Observé con inquietud que Camila se daba aire, como sofocada, que palidecía y cerraba los ojos. ¿Acaso estaba enferma? De repente salió; la sentí en mi alcoba. Hice señas a Severiano, que pensando como yo, dijo: «¿Se habrá puesto mala?». Mi amigo fue tras ella, y a poco rato volvió a decirme: «Camila está... vomitando».
«Es que le he dado asco -pensé sintiendo un nudo horrible en mi pecho-. No tiene valor de sentidos como Constantino, y le falta estómago para cuidar animales enfermos.
No tardó en aparecer la borriquita, limpiándose las lágrimas y riendo. Con mis ojos alelados le pregunté como pude lo que tenía, y no quiso contestar. Pero no debía de ser lo que yo me figuraba, porque siguió riendo y mirándome con piedad; y en un momento en que Severiano no estaba conmigo, me dijo, llevándose ambas manos a su esbeltísimo talle: «Es que estoy...».
Cogí el lápiz, y con cierto énfasis que no vacilo en llamar inspiración, escribí: «¿Belisario?».
Y ella decía que sí con la cabeza y con el júbilo que iluminó su rostro gitano, que a mí me hacía el efecto de tener la propia cara del sol dentro de mi gabinete. Yo escribí: «Me alegro». Pero no sé si me alegraba verdaderamente o si sentía una pena cosquillosa. Camila, que era muy comunicativa por naturaleza, gritó «tres meses» sacando del puño cerrado tres dedos para expresármelo mejor.
Retirose al anochecer, con lo que para mí anochecía dos veces. Absolutamente privado de toda facultad sensoria que no fuera el placer de comer, pensaba en lo ideal que se había vuelto mi amor. Por esto, gracias a Dios, yo no era completamente bestia. Si aquello me faltara, hubiera andado a cuatro pies, siempre que el izquierdo y la mano del mismo lado lo consintieran. Pero conservaba mi alma, aunque desquiciada, y en mi alma aquella chispa divina, por la cual me creía con derecho a reclamar un sitio en el mundo espiritual, cuando la bestia cayese por entero en el inorgánico. La conciencia de aquella chispa me consolaba de tener cara de idiota, voz como un ladrido, cuerpo de palo, y de sentir caer las babas de mi boca. Pero ya lo he dicho: depuración mayor de un sentimiento no era posible. El delicado Petrarca era un sátiro ante Laura, y el espiritado Quijote un verdadero mico ante Dulcinea, en comparación de lo que yo era ante Camila. No cabía más pureza que la que mi incapacidad me daba. Vedme aquí hecho un santo, de esos que aman por lo divino y sutil, sin ningún interés de la carne ni cosa que lo valga, siendo un montón de ceniza corporal que guarda los encendidos hornos del alma. Ya veis cómo aquel puerco de que os hablo, no era todo escoria; yo reconocía en mí el conjunto extraño de bestia y ángel que caracteriza a los niños; pero nada de lo que constituye el hombre.
Por la noche fue María Juana, que de buenas a primeras me dijo: «Cuenta con el préstamo sobre la casa. Medina vacilaba, no por falta de voluntad, sino por no tener en el momento fondos disponibles. Pero yo le he dado tal carga, que es cosa hecha. Mañana mismo hará Muñoz y Nones la escritura. ¿Puedes firmar? Sí... Pues no te apures. Cristóbal hablará mañana con los del Crédito Lionés, encargándose de recoger las letras protestadas».
Yo le expresaba mi agradecimiento con gestos y miradas. Y el favor era completo y redondo, porque según me dijo mi ilustre y sapientísima prima, su marido me hacía el préstamo en las mejores condiciones posibles, por un año, con el módico interés de cinco por ciento... Hícele saber que para salir de mi atolladero necesitaba aún treinta mil duros, a lo que contestó que arañando en sus economías y dando otro tiento a Cristóbal podía facilitarme seis u ocho mil duros; pero pasar de aquí érale punto menos que imposible. «No hay que soñar -añadió-, con que mi marido se corra más. Ya sabes que él es generoso; pero lo es una sola vez en cada caso. Medina no repite... mil veces te lo he dicho. Si ahora saliera yo pidiéndole más dinero, puede que se le quitaran las ganas de hacerte el préstamo gordo. Él es así; aceptémosle reconociendo que es muy bueno, y no le perdamos por querer hacerle mejor».
Pareciome esto tan discreto y prudente, que nada tuve que objetar a ello. Poco después vino Cristóbal, y se me mostró tan afable, tan bondadoso que a poco más se me saltan las lágrimas. Declaraba que lo que hacía por mí no era digno de reconocimiento; rogábame que no hablase de ello y que no le sacara los colores a la cara con mis importunas gratitudes. Diome esperanzas de obtener algo en el asunto de Torres, que no dejaba de la mano. Por fin se sabía que el fugitivo estaba en Pau. Su abogado, uno de los más famosos de España, le había escrito que no se encargaría de su defensa si no se presentaba en Madrid. Era, pues, posible que viniese, ingresando desde luego en el Saladero, en virtud de providencia judicial ya dictada.
Con estas noticias me animé un poco; pero aún me amargaban el espíritu las dificultades para salir del compromiso de las letras, si algún inesperado suceso no venía a favorecerme por donde menos lo pensara. Dije a Severiano que tantease a mi tío, que también fue aquella noche, y que, después de haberse retirado Cristóbal con su mujer, se puso a jugar al tresillo con Miquis en mi gabinete. Pero ¡ay! que mi buen tío estaba en situación de que le pusieran niñera y no servía absolutamente para nada. Entre él y yo la diferencia no era grande, pues si disponía de sus cuatro remos, en cambio arrastraba los pies al andar, y ya se había caído dos veces en la calle. A lo mejor se quedaba como dormido y costaba trabajo despertarle. Su conversación era ya enteramente difusa, incoherente, sin sentido, y a lo mejor se salía con unas sandeces tan primitivas que ningún oyente sabía tener la risa. Yo le miraba desde mi sillón o desde mi lecho y me decía: «¡Si tendré yo el mismo aspecto de niño bobo!... Debo de tenerlo».

IV[editar]

Pues como dije, Severiano trató de ver si aquel pobre anciano infantil podía disponer de algún dinero. El resultado fue muy singular. Primero le manifestó mi tío con espontáneo arranque que le era fácil proporcionarme un millón de reales. Severiano puso cada ojo como un puño al oír tal ofrecimiento. Media hora después, hablando de lo mismo, D. Rafael se asombró de oír a mi amigo lo del millón, y le dijo: «Usted está en babia, Sr. de Rodríguez, o se ha vuelto tonto o no entiende el castellano. Yo indiqué a usted que podía poner a la disposición de José María mil reales... ni más ni menos».
Raimundo no me visitaba tanto como a mi parecer debía esperarse de sus obligaciones de gratitud hacia mí. Pero las más de las noches iba un rato tan trigonométricamente trastrocado como siempre, se me sentaba al lado y empezaba a hacer chistes para distraerme. Pero ocurría una cosa muy rara, y era que ya no me hacían gracia maldita las ingeniosidades de aquel juglar de la frase. Sabíanme todas las suyas a fiambre pasado, a manjar sin sazón. Era un amaneramiento y un repetir de fórmulas que se me sentaban en la boca del estómago. Yo no me reía ni pizca, para que se marchase pronto y me dejara en paz.
Aquella noche, después de acostarme y de haber dormido un poco, vi a Eloísa andar por mi cuarto. Ni yo sabía qué hora era, ni estaba seguro de hallarme despierto. La vi pasar como una aparición por detrás del tablero inferior de la cama, venir hacia mí por el costado derecho, inclinarse para mirarme, retirarse después, dar la vuelta, los ojos siempre fijos en mí. Y francamente, pareciome hermosísima. Ni le dije nada, ni ella a mí tampoco. Cerré los ojos y la sentí en cuchicheos con Severiano. Parecía que disputaban. Me dormí y la visión se borró en mi cerebro. A la mañana siguiente, la impresión permanecía y pregunté a mi amigo de qué hablaba con la prójima. A lo que contestó: «Nada, tonterías; no me acuerdo...».
Importábame más otra cosa, y sobre ello caímos con verdadero afán. «Creo que al fin se arreglará esto con la ayuda de todos los amigos -me dijo-. Pasado mañana vencen las Pastoriles letras. No te ocupes de ello, y déjame a mí... Desde ahora te aseguro que serán pagadas. Cómo, no lo sé; pero tú no has de quedar mal». Curiosidad tuve de saber cómo se arreglaba. Y ved aquí a la solícita y prudente María Juana venir a mí con los ocho mil duros, muy tapaditos, en un lío de billetes envuelto en su pañuelo, y dármelos, acompañando el don de estas palabras: «No puedes figurarte qué fatigas representa para mí este favor que te hago. Lo menos seis meses tendré que estar diciendo mentiras a Medina, y cree que esto me lastima mucho. Mentir a Cristóbal es escupir al Cielo, hijo mío. Pero es forzoso hacerlo y se hace. Si te salvo de la deshonra, esta idea tranquilizará mi conciencia, que está, puedes suponerlo, bastante alborotada. Se irá calmando con la meditación de los males que nos trae el apartarnos del camino derecho, y con practicar la mayor suma de buenas obras... Con que entérate. Supongo que la facultad de contar dinero no se te habrá ido, pobre niño inválido. Y si gobiernas bien con tu mano derecha, no estaría de más que me hicieras un recibo...».
Presteme a ello con el mayor gusto, y aun le ofrecí interés, que rechazó escandalizada. «Por ningún caso -me dijo-, y ni el reintegro de la suma aceptaría, si no fuera porque me será difícil justificar la inversión de ella, si algún día se entera Cristóbal y... Parte de este dinero es mío, parte de una amiga que me lo entregó para que se lo colocáramos, y algo es de lo que Medina me ha dado para los gastos de la casa, muebles y otras cosillas».
Muy agradecido estaba yo; pero el rasgo de Camila, del cual no tuve noticia hasta el día siguiente, fue la emoción más grande y placentera que recibí en aquel caso. ¡Pobre borriquita! ¡pobre Cacaseno de mi alma! ¡Cómo se portaban conmigo y qué lección me daban los dos! Cuando Severiano me lo dijo, lloré, podéis creérmelo. Porque mi sensibilidad lacrimal era muy grande, y a la menor emoción me corrían ríos por la cara. Si esto es infantil o canino o un simple fenómeno de debilidad nerviosa, lo ignoro; lo que sé es que el corazón se me hacía un ovillo cuando Severiano me contó lo que a la letra copio: «Camila me ha ofrecido empeñar sus pocas alhajas para venir en tu socorro. No sé si te dije que Constantino ha vendido, con el mismo fin, el caballo que le regalaste. Dicen que ahora que eres pobre te han de devolver todo lo que tú les distes cuando eras rico».
«¡Pobrecillos... ángeles de Dios... niños de mi corazón!... -exclamé rompiendo a hablar aunque de una manera estropajosa-. Te juro que van a ser mis herederos... Para ellos, sí, todo lo que se salve del naufragio... Pero mira, tú; si se puede arreglar de otro modo, no admitas las ofertas de esos pedazos de mi alma...».
-Eso lo veremos. Difícil será el arreglo, si cada cual no viene con su glóbulo, como dice mi ilustre amigo, el sabio entre los sabios, D. Isidro Barragán.
Y el propio Constantino, que poco después se presentó, no quiso admitir mis expresiones de agradecimiento, transmitidas por el lápiz y por los exagerados mohines de mi cara. Lo que hacían por mí hacíanlo de buena voluntad. Cierto que yo les había perjudicado con mis malas intenciones; pero marido y mujer, en presencia de mi situación lastimosa, me habían perdonado de todo corazón. La noche de mi ataque, cuando subí y llamé a la puerta, hallábase él tan irritado con mi pesadez que en un tris estuvo que saliera y nos pegáramos en la escalera. Cuando me sintieron caer asustáronse mucho. Uno y otro pensaron que yo me moría aquella noche, y les acometió remordimiento de conciencia y estuvieron muy intranquilos hasta el día siguiente. Dios había querido que yo viviese; mas a ellos toda la ojeriza que me tenían se les disipó al verme como me veían. Camila y él hablaron de perdonarme. Ambos lo propusieron y simultáneamente se felicitaban de este cristiano pensamiento. «Nos ha dañado en nuestra opinión, pero bien caro lo paga -había dicho Camila con inocencia de niña de escuela-. No seamos más papistas que el Papa, ni más justicieros que la justicia de Dios. ¿No estamos bien tranquilos en nuestra conciencia? ¿No sabemos tú y yo, como este es día, que ni él pudo conquistarme, ni había tales carneros, ni Cristo que lo fundó...? Pues si hay algún necio que crea otra cosa, déjalo y con su pan se lo coma». Corolario de estas generosas palabras, las más juiciosas, las más cristianas y quizás las más elocuentes en su sencillez que yo había oído en mi vida, fue la idea de asistirme en mi enfermedad y de socorrerme en mi pobreza. Me impresionó tanto, tanto lo que aquel bruto me dijo con su lenguaje sin retóricas y su lealtad sin estudio, que le di un fuerte abrazo y le besé como a un niño. Lo mismo habría hecho con su mujer, sin reparo ni malicia alguna. Sí, eran mis hijos; serían mis herederos, si algo podía salvar de entre los escombros de mi fortuna.

V[editar]

Mis inquietudes con respecto al pago de las letras no se calmaban con las seguridades que me daba Severiano de arreglar este asunto. «¿Pero cómo, pero cómo?»... Díjome que había conseguido arrancar a Villalonga unos tres mil duros y que él, por sí, había reunido cinco. ¿Y qué hacíamos con tal miseria? Mirándome flemático, me declaró lo que sigue:
«No te lo quería decir. Pero es preciso que lo sepas. La cantidad está completa. ¿A que no aciertas de dónde ha venido este socorro salvador?... No habrá más remedio que cantar claro... De tu prima Eloísa.
La impresión recibida por mí, al oír esto, fue de tal modo fuerte que, valiéndome de las extremidades de un solo lado, me eché de la cama. Con gritos y gestos expresaba yo mi terror, mi vergüenza y la resolución de no admitir aquella ofrenda. Hizo mi amigo esfuerzos por calmarme. Ramón y él me vistieron. Pusiéronme luego en mi sillón como un muñeco, y allí aguanté la rociada de palabras y razonamientos que me echó Severiano. «Tu situación no es para esos humos ni para que nos andemos con escrúpulos tontos. Estás en el caso de aceptar lo que venga sin mirarle la cara... Después pagarás y pax Christi... Cuando vi la cosa fea, me fui a casa de Eloísa. Encontrémela muy afligida, pensando en ti, en tu ruina corporal más que en tu pobreza, y me obsequió con la mar de lágrimas y suspiros. «Venderé todo lo que tengo, por sacarle de su compromiso». -«Pues empiece usted». La verdad, chico, lo que en la casa vi más me revelaba propósitos de engrandecimiento que de liquidación. Enseñome un cuadrángulo grande que había comprado el día anterior y otras preciosidades... «¿Y cuánto hace falta? -me preguntó con aquella vocecita cristalina... Quedamos por fin en que si me buscaba diez mil duros, tu firma quedaría en salvo. Miró un rato al suelo, el ceño fruncido. «¡Mucho es! -dijo suspirando, y echando miradas de amor a sus cachivaches. En fin, chico, ¿para qué andar con rodeos?... ¿te lo digo?... Pues allá va. Sin vender ni un alfiler, me trajo ayer los diez mil duros. Se los ha dado Sánchez Botín.
Empecé a echar sangre por la boca, porque me mordí la lengua. No puedo pintar la turbación que me causaba aquel socorro que me venía de la prostitución elegante, aquel rechazo de mis vicios de antaño. Toda la saliva que yo había escupido a la faz de la sociedad y de la ley me caía ahora en la cara, causándome indecible repugnancia. No fue preciso que Rodríguez me diera más explicaciones, pues el caso se me presentó en todo su horror elocuente. La prójima se había vendido por una suma destinada a salvarme del conflicto. Parecíame que los tres, Eloísa, Botín y yo éramos igualmente despreciables, odiosos y viles, y que formábamos una sociedad de envilecimiento comandatario para socorrernos por turno. Porque yo sabía muy bien cuánto repugnaba a Eloísa el tal Sánchez Botín y el asco que ante él sentía, y la oí decir más de una vez: «Si me ponen en la alternativa de querer a todos los soldados de un regimiento uno tras otro, o vivir dos horas con ese orangután, opto por lo primero». Y para que se vean las raíces que la pasión del lujo tenía en su alma: Puesta en el caso de vender sus últimas adquisiciones de trapos y arte decorativo, no tuvo valor para ello, y apechugó con el aborrecible, asqueroso e inmundo estafermo que la perseguía. Creédmelo, si me hubieran dado una bofetada en la calle, no lo habría sentido como sentí aquello. No hay ultraje que se compare al de un favor que no se puede agradecer.
Y Severiano no se mordió la lengua para darme detalles: «Por debajo de cuerda he sabido que Botín no le dio más que seis mil duros. ¡Siempre miserable! Está por la carne barata. Este hombre se me ha parecido siempre a una chinche. Es para cogerle con un papel y tirarle, dando a otra persona el encargo de matarle. La idea de verle reventar delante de mí me pone nervioso... Pues sí, seis mil duros nada más. El resto lo juntó como pudo, con ayuda de su prendera, y llevando al Monte y a las casas de préstamos algunas cosillas... ¡Cuando me lo trajo estaba más contenta...! Pero se le conocía en la cara la repugnancia de la pócima... ¡Pobre mujer! Su trabajo le ha costado... Y no consintió por ningún caso en que le diera recibo, ni quiere interés. «No es préstamo -me dijo lo menos veinte veces-, es regalo, es restitución»... Pero me dio a entender que no deseaba se te ocultase que a ella debías tu salvación. Tiene el orgullo de su rasgo.
Nada, nada, yo no podía aceptar aquel injurioso, infame favor. Mi conciencia se sublevaba; se me venían a la boca expresiones airadas y terribles. Mi honor, mi honor antiguo, superior a las contingencias y asechanzas que le tendían mis vicios, quería mandar en jefe en mis acciones. Antes todos los males que aquel arrimo o protección indecorosa de una mujer que pagaba mis deudas con el dinero de sus queridos. Creo que en aquel trance me expresé sin dificultad, al menos yo dije a Severiano todo lo que quería decirle. «Por Dios y por tu vida y por lo que más ames, hazme el favor de devolver el dinero a esa mujer, y le dices de mi parte... No, no le digas nada, no hay más que devolvérselo diciéndole que no se necesita. Búscalo por otra parte, vende o empeña hoy todos mis muebles. Mira que esto es una deshonra que no puedo soportar. Prefiero el protesto de las letras, hacer un arreglo y pagarlas después a plazos o como se pueda. Severiano, amigo querido, líbrame de este bochorno; por Dios te lo pido... Saca ese dinero de mi mesa y echa a correr. Llévaselo; Dios nos recompensará esta delicadeza... Me considero el primer desgraciado del mundo y el número uno entre todos los miserables habidos y por haber.
En la cara le conocí que no quería contrariarme. Sus palabras conciliadoras diéronme esperanzas de que haría lo que le mandaba. «Bueno, hombre, no te apures. Si lo tomas así... A mí, en tu lugar, no me daría tan fuerte... Creo muy difícil que hoy se pueda reunir lo que necesitas. La opinión exagera siempre, y a ti te tiene hoy todo el mundo por más tronado de lo que estás. Yo pongo mi cabeza en un tajo a que no hay en Madrid quien te preste dos reales, teniendo ya hipotecada la casa... En cuanto a tus muebles, ¿qué quieres? ¿que traiga a los prenderos? Pues vendrán, y verás cómo no te dan arriba de dos o tres mil duros... por lo que vale siete u ocho mil. No hay solución por ese lado... Pero pues tú lo quieres, devolveré los diez mil a Eloísa, con tal de que te sosiegues, que no te excites... Mira que te vas a poner peor.
Demasiado lo conocí. Sentime bastante mal aquel día; y después de lo que hablé atropellada y dificultosamente, la lengua me hacía cosquillas y se declaraba en huelga completa, negándome hasta los monosílabos. Pasé una tarde cruel, observando lo que hacía Severiano, deseando verle abrir el cajón de la mesa y salir con el nefando dinero. Tuve muchas visitas al anochecer. Todos me encontraron peor, aunque no me lo decían. En torno mío no había más que caras lúgubres, en que se pintaba el presagio de mi fin desgraciado.
Y al siguiente día vi a mi amigo sacar manojos de billetes y pasar al despacho. «¿Qué has hecho? -le pregunté cuando volvió a mi lado.
-¿Qué había de hacer? Pagar las letras -me respondió, mostrándomelas-. Aquí las tienes, con el recibí de Lafitte... Y no me preguntes más, ni hagas el puritano. No están los tiempos para boberías de azul celeste. Hay que tomar las cosas de la vida como vienen, como resultan del fatalismo social y de nuestros propios actos. Todo lo demás es música, chico, viento y echarse a volar por las regiones etéreas.
Sentí que estos argumentos me anonadaban, y no expresé ninguna opinión. Yo temblaba al pensar que Eloísa iría a verme como en solicitud de mis gratitudes; y por lo mismo que lo temía tanto, ocurrió este desagradable caso. Aquella noche recibí su visita cuando no había ninguna otra, y aunque mi primera intención fue rechazarla, mi conciencia, turbada por angustiosas perplejidades, no lo pudo hacer. Habiendo aceptado el favor, no tenía derecho a arrojar sobre él la ignominia. Yo lo merecía; me lo había ganado, y si me mostrara desagradecido, resultaba más vil de lo que realmente era. Calleme ante la prójima. No hacía más que mirar al suelo, sin duda por ver dónde estaba mi cara, que debió caérseme de vergüenza. Tuve, pues, que dejarme estrechar la mano y estrechar también un poco la suya, y aunque me vinieron ganas de empujar su frente y su busto lejos de mí, no pude hacerlo. ¡Ay! me olió a estafermo sucio y perfumado con ingredientes innobles; oliome a baratería, a barbas mal pintadas, a dinero amasado con sangre de negros esclavos, a infamia y grosería, a sordidez y a ojos de carnero agonizante. Pero tal como resultaban, transfiguradas por mi mente, las caricias de la prójima, tuve que tragármelas. ¡Qué había de hacer sino beberme aquello y lo demás que saliese, si era la lógica, y contra la lógica que viene en forma de hiel dentro del cáliz de nuestras vicisitudes, no se puede nada ni hay más solución que cerrar los ojos, abrir bien las tragaderas... cuatro muecas, y adentro!... Algunos revientan, otros no.

VI[editar]

«A todos nos llega, tarde o temprano, nuestro sorbo de jieles -me dijo Severiano, cuando solos hablábamos de esto-. Yo también he tenido que apechugar... sólo que mi potingue me pareció al principio muy amargo, y ahora se me vuelve dulce... Pero no te digo más. Esto es una charada: La solución en el próximo número.
No le contesté nada, porque aunque empezaba a recobrar la palabra, no quería hablar ni aun delante de mi amigo de más confianza. Direlo claro: mi voz me era odiosa, antipática; y valía la pena de condenarme a perpetuo mutismo por no oírme yo mismo. La verdad, señores, la voz que me quedó después de la horrible crisis era inaguantable; una voz atiplada, chillona y aguda, que me recordaba la de los cantores de capilla. Cuando me hice cargo de este fenómeno, entrome horror y asco de mi propia palabra. ¡A qué pruebas me sujetaba Dios! Comprendía el no vivir más que a medias, el ser un Nabucodonosor, el no tener otras sensaciones que las de la comida, el no poder andar sin auxilio; pero hablar de aquella manera... francamente y con perdón de la Justicia Divina, me parecía demasiado fuerte. Dicho se está que ni que me asparan chistaba yo delante de nadie, mucho menos delante de Camila. «¿Por qué estás tan callado? -me decía esta-. Ramón me ha dicho que ya pronuncias. ¿Qué te pasa, que estás ahí con ese lápiz, pudiendo expresarte bien?
-No creas a Ramón, borriquita -escribí-. Me he quedado absolutamente mudo. Mejor; así estoy seguro de no decir ningún disparate.
-De poco te valdrá no decirlos si los piensas -me contestó con admirable sentido.
¡Y qué observación tan oportuna! Sobre esto de pensar disparates tengo que relatar una cosa que no quisiera se me quedase en el tintero. Una mañana que estábamos solos Severiano y yo, le dije, no recuerdo si por escrito o con mi famosa vocecilla, que hallándome amenazado de un segundo ataque, mortal de necesidad, quería hacer mis disposiciones. Lo que salvara de mi fortuna dejaríalo íntegro a Camila y Constantino. A mi amigo le pareció muy natural, y entonces dije yo: «Quizás esta herencia les perjudique en su opinión. De qué manera se evitaría.
-No me ocurre ninguna.
-¿Te parece que en mi testamento nombre heredero al niño que va a tener Camila?
-¡Claro, tu nene...!
Lo dijo con tal acento de convicción, que creí que me apuñaleaba. Protesté con gritos roncos y con gestos convulsivos. «Infame calumniador, si no te retractas, te muerdo. ¿Tú sabes la atrocidad que has dicho...?
Hablé mucho, gemí e hice garabatos, sin poder convencerle. ¡Desgracia mayor! Yo me daba a los demonios.
«Tú mismo has confirmado lo que yo sospechaba -aseguró mi amigo con su calma habitual-. La otra noche, a eso de las doce, dormías y en sueños dijiste: ¡Belisario... hijo mío! ¡y con una expresión de cariño, con un tono de padrazo bonachón y meloso...! Parecía que estabas besando al pobre angelito que no ha nacido todavía, ni nacerá hasta Noviembre, según dijo ayer su mamá.
-¿De veras que pronuncié yo esas palabras? -dije, quedándome como lelo-. Pero hombre, ¿no sabes que soy idiota? ¿No sabes que soy una bestia...? Es triste que mis ladridos se tomen por razones y mis absurdos por verdades.
No hablé más, porque el horror de mi voz de tiple me impuso silencio. Más adelante enjareté a Severiano tantos y tantos argumentos en defensa de Camila, que al fin me parece quedó convencido.
Pero estuve confuso mucho tiempo, pensando en que si yo no decía disparates despierto, en sueños no sólo los pensaba, sino que se me salían por la boca. ¿Me habría oído Camila aquel desatino y otros tal vez? ¿La frase suya de los disparates pensados provenía de haberme oído hablar cuando dormía? Esto me puso en gran desasosiego. Yo no recordaba nada de lo que soñaba. ¡Tremenda cosa tener que acusarme de actos de que era, en rigor de conciencia, irresponsable! La conciencia de antaño seguía sin duda funcionando por sí y ante sí, a pesar de no estar ya vigente. La ley nueva me eximía de responsabilidad; pero aun así no estaba yo tranquilo. Encargué a Ramón que me despertase si me sentía hablar de noche, y a Severiano le dije: «Voy a dormir; coge mi bastón, ponte en guardia, y si me oyes alguna barbaridad, pega. Es el animal que gruñe.
Porque, lo digo con orgullo, no sé lo que me pasaría en aquellas misteriosas, oscuras y siempre veladas regiones del sueño; pero despierto era yo la persona más buena del mundo. Creedlo, tenía todas las virtudes, toditas; me atrevo a decir que era un santo. Fuera de aquel cariño paternal que sentía por los Miquis, en mí no había ninguna pasión. No deseaba el mal de nadie, no se me ocurría seducir a ninguna casada ni engañar a ningún esposo. Hasta me pasó por las mientes, en aquellos entusiasmos de mi virtud fiambre, que si recobraba la salud debía escribir una obra sobre los inmensos bienes de la templanza, haciendo ver los perjuicios que para el cuerpo y el alma acarrea la contravención de esta divina ley, y abominando de los que la tienen en poco. Y cuando mis tíos Rafael y Serafín iban a verme, departía con ambos (perdido el miedo a la fealdad de mi órgano vocal) sobre lo deliciosa que es una vida consagrada exclusivamente al bien, y echaba mil pestes contra los tontos que no saben meter en un puño las pasiones humanas. Como saliera de la boca de mis tíos alguna anécdota sobre la cual pudiera yo hacer pinitos de moral, al punto los hacía, poniendo a los viciosos y libertinos como ropa de Pascua, subiendo hasta el cuerno de la luna a los virtuosos, comedidos y morigerados, y descargando al fin todo el peso de mi indignación sobre los hombres infernales... sí, infernales (no me cansaría de emplear este duro calificativo), que llevan la perturbación al hogar ajeno y siembran por el inmenso campo de la familia humana las perniciosas semillas...
No sigo, porque me remonto demasiado. Mis nobles tíos abundaban en mis sanas ideas. Ambos estaban tan arrumbados físicamente como yo, igualándome en planes de virtud y en limpieza de conciencia. Las cosas que decían en coro conmigo debieran escribirse; pero no las escribo. Éramos tres sabios, filósofos o santos que trabajábamos en el triple trapecio de la moral universal; y si no veía yo en nuestra trinca famosa a Sócrates, a San Gregorio Nacianceno y a Orígenes departiendo como buenos amigos, el demonio me lleve.
<<< Página anterior Título del capítulo Página siguiente >>>
XXIV XXV XXVI