Los campesinos (cuento)

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Los campesinos (1920) de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Los campesinos
LOS CAMPESINOS

I

El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev habia enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón con guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su muijer, y ya no le quedaba nada para vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia. "Está uno mejor en su casa—se dijo—, y vive con más economía, y por algo dice el proverbio que hasta las paredes le ayudan."

Llegó a su casa—en Jukov— al obscurecer. Sus añoranzas infantiles le hablaban del terruño como de algo claro y suave, y al volver a ver su casita, se aterró: tan sombría, angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su hija, Sacha, miraban perplejas la enorme chimenea, negra de humo y de moscas. ¡Cuántas moscas, señor!... La chimenea estaba combada; las vigas de las paredes, torcidas. La casa parecía a punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto a los iconos, pedazos de periódicos y etiquetas de botella en lugar de cuadros.

¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban en el campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en la chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados. En el suelo, junto a una horcadura, ronroneaba un gato blanco.

Sacha le llamó.

—Miss, miss, miss...

—Es sordo—dijo la chicuela—. No oye nada.

—¿De veras?

—Le pegaron una paliza...

Nicolás y Olga comprendieron, al punto, lo que era allí la vida; pero callaron. Colocaron en un rincón el equipaje y salieron de la casa. El aspecto de la inmediata era también muy pobre; pero la de más allá—la última de la fila—tenía tajado de cinc y cortinas en las ventanas. Estaba aislada y carecía de cerca. Era un mesón. En la paz taciturna del campo erguíanse sauces, saúcos y serbales. Más allá veíase el río, de orillas altas y pedregosas. Había, esparcidos por tierra, multitud de tiestos, de pedazos de ladrillo rojo y de montones de basura. Al otro lado del río se extendía una vasta pradera color verde claro, segada ya, en la que pastaban numerosos caballos, cerdos y vacas. A la derecha, sobre una colina, agrupábase un caserío entre la iglesia, de cinco cúpulas, y la casa señorial.

—¡Qué bien se está aquí!—dijo Olga, persignándose al mirar a la iglesia—. ¡Qué tranquilidad, Dios mío!

En aquel momento se oyó tocar a vísperas—era sábado—. Dos niñas que llevaban un cántaro de agua se detuvieron para oír las campanas.

—Es la hora de comer en el Hotel Eslavo—dijo Nicolás con melancolía.

Sentados en la orilla escarpada del río, Nicolás y Olga contemplaban la puesta del Sol, cuyos fulgores de oro y púrpura se reflejaban en el agua, en las ventanas de la iglesia, en el cielo, en el aire, sereno y puro, como nunca lo habían visto en Moscú. Ya puesto el Sol, el rebaño pasó mugiendo, pasaron las manadas de ocas... La suave luz crepuscular se extinguía en el aire; descendía, lenta, la noche.

Entre tanto, habían vuelto a casa el padre y la madre de Nicolás, flacos, encorvados, sin dientes, ambos de la misma estatura, y las dos cuñadas, María y Fekla, que trabajaban en una finca de la otra ribera. María, la mujer de Kiriak, tenía siete hijos, y Fekla, la mujer de Dionisio—a la sazón soldado—, dos. Cuando Nicolás entró en la choza y vió a la familia; cuando vió todos aquellos cuerpos de diversos tamaños que se agitaban en las cunas, en todos los rincones del camaranchón; cuando vio el ansia con que las mujeres y el viejo comían pan negro mojado en agua, comprendió que había hecho mal en irse allí, enfermo, sin dinero y, por añadidura, con la impedimenta de su hija y su mujer.

—¿Dónde está mi hermano Kiriak?—preguntó, acabados los saludos.

—Está de guardabosque en casa de un comerciante—contestó el padre—. Es buen muchacho, pero demasiado bebedor.

—¡De poco nos sirve!—se lamentó la vieja—. Son unos tarambanas estos mujiks. Se llevan de casa más que traen. A Kiriak le gusta beber; pero el viejo tampoco le hace ascos a la bebida, y no hay que décir que conoce el camino del mesón. ¿No clama al cielo esto?....

Hicieron te en el samovar, en honor de los recién llegados. El te—que olía a pescado—, el azúcar gris, el pan, la vajilla, eran desagradables; también lo eran los temas de la conversación: miserias, enfermedaides... No habían acabado aún la primera taza, cuando se oyó de pronto en el patio una voz de borracho que gritaba:

—¡María!

—Juraría que es Kiriak. Cuando se habla del lobo...

Todos callaron. Momentos después volvió a oírse la misma voz áspera y como subterránea:

—¡Maaaría!...

María, da mayor de las nueras, palideció y se agazapó contra la chimemea. El espanto en el rostro de aquella mujer, fea y corpulenta, de aspecto varonil, resultaba cómico. Su hija—la niña a quien los recién llegados habían encontrado sentada en la chimenea—se echó a llorar.

—¡Bah!... ¿Os va a matar, tontas?—exclamó Fekla, hermosa mujer, corpulenta y fuerte también.

El viejo contó que a María le daba miedo vivir con Kiriak en el bosque, y que el guarda, cuando se emborrachaba, iba a buscarla, armaba escándalo y la vapuleaba.

—¡Maaaría!—oyóse gritar en la puerta.

—¡En nombre de Jesucristo, defendedme, tened piedad de mí!—balbuceaba María, trémula, tiritante, como bajo una ducha helada—. ¡Por favor, defendedme!

Todos los chiquillos prorrumpieron en llanto, y Sacha, mirándoles, también se echó a llorar. Se oyó toser al borracho, y un gran mujik, cuya cabeza cubría una gorra de piel, y cuya faz, de barba negra, parecía terrible a la débil luz de la lamparrilla, entró en la habitación. Era Kiriak. Se acercó a su mujer y, sin decir palabra, le dio un puñetazo en las narices. Ella, silenciosa, aturdida, inclinó la cabeza y empezó a sangrar copiosamente.

—¡Qué vergüenza!—murmuró el viejo—. ¡Delante de los huéspedes! ¡Qué pecado!

La vieja, encorvada, pensativa, callaba. Fekla balanceaba la cuna...

Orgulloso del susto que les había dado a todos, Kiriak cogió a María por un brazo y la arrastró hacia la puerta, aullando como una fiera, para parecer aún más terrible; pero en aquel momento advirtió la presencia de los huéspedes y se detuvo..

—¡Ah, ya habéis llegado!—exclamó, soltando a su mujer—. El querido hermano con su familia...

Se persignó, mirando al icono. Luego continuó, muy abiertos los rojos ojos de borracho:

—El querido hermano con su familia ha llelgado a la casa paterna..., ha llegado de Moscú..., de la capital..., de la ciudad de las ciudades... Con vuestro permiso...

Se sentó en el banco ante el samovar, y empezó a beber te a grandes y ruidosos sorbos, en medio del silencio de los circunstantes... Cuando hubo bebido a su gusto, se tendió en el banco, y momentos después roncaba.

Acostáronse todos. Nicolás, como enfermo, al lado del viejo, en la chimenea; Sacha, en el suelo, y Olga, en la porchada, con las otras mujeres.

—No llores, tonta—decía, tendida en el heno al lado de María—; no llores. Hay que tener paciencia y sufrir con resignación. La Sagrada Escritura dice: "Si te dan una bofetada en la mejilla izquierda, presenta la derecha." ¡Sí, pobrecita!

Luego empezó a contar, en voz queda, monótona, su vida en Moscú, donde había sido camarera de chambres garnies...

—En Moscú—decía—las casas son grandes, de granito, hay un sinfín de iglesias... En las casas, paloma, hay señoras y caballeros muy guapos y muy bien educados.

María dijo que ella no había estado nunca no ya en Moscú, ni siquiera en la capital de provincia más próxima; era ignorantísima, no sabia ni el Padrenuestro.

La otra nuera, Fekla, que las oía desde lejos, era también muy ignorante. Ninguna de las dos quería a su marido. Ella le temía al suyo, y cuando estaba junto a él temblaba de miedo y la ponía mala el olor a aguardiente y tabaco.

—Tú también te fastidias junto a tu marido, ¿verdad?—le preguntó a Fekla.

Fekla contestó:

—No hablemos de eso.

Callaron. Hacía frío. El gallo cantaba en el patio y no las dejaba dormir. Cuando la luz azulada del amanecer empegó a entrar por las rendijas, Fekla se levantó, sin ruido, y salió. Las pisadas de sus pies desnudos se alejaron veloces.

II

Olga se fué a la iglesia, acompañada de María. Caminaban alegres por la senda que conducía al prado. Olga respiraba con delicia el aire campesino, y María adivinaba en su cuñada un alma propincua, familiar. Un buitre volaba sobre el prado casi a ras de tierra.

El río aun yacía en la sombra, la niebla envolvía gran parte del paisaje; pero el sol naciente iluminaba lo alto de la montaña, y la iglesia brillaba.

—El viejo no es malo—contaba María—; pero la vieja tiene un genio endiablado y siempre está gruñendo. Cuando se acaba el pan y compramos harina en el mesón, dice que comemos demasiado.

—¿Qué se le va a hacer, hija? Hay que tener paciencia. Nuestro Señor dijo: "Venid a mí cuantos sufrís"...

Olga hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y andaba con el paso vivo de las devotas. Leía todos los días el Evangelio en alta voz, y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas conmovíanla hasta hacerla llorar. Había vocablos, como, por ejemplo, Virgen santísima, que pronunciaba con el corazón dulcemente oprimido. Creía en Dios, en su Santa Madre, en todos los santos; creía que no se debía ofender a nadie en el mundo, ni a las gentes sencillas ni a los alemanes ni a los bohemios ni a los judíos, y que era pecado incluso maltratar a las bestias; creía que así estaba escrito en los libros sagrados, y por eso, cuando pronunciaba las palabras de las Escrituras, aunque casi no las comprendía, se pintaba en su rostro una dulce emoción.

—¿De dónde eres?—preguntó María.

—Soy de Wladimir. No me llevaron a Moscú hasta los ocho años.

Se acercaron al río. En la ribera opuesta una mujer se desnudaba junto al agua.

—Es Fekla—dijo María—. Ha ido a ver a los trabajadores de la finca de la otra orilla. ¡Es terrible!

Fekla, morena, los cabellos sueltos, fresca y robusta como una muchacha, se lanzó al agua, cuya superficie empezó a azotar con los pies, levantando un blanco hervor de espumas.

—¡Es terrible!—repitió María.

Por debajo de unas no muy sólidas tablas, colocadas a través del río, nadaban en el agua pura y transparente numerosos mujoles. El rocío brillaba en los verdes matorrales reflejados en la corriente. ¡Qué espléndida mañana! ¡Qué feliz seríase en el mundo si no existiera la miseria, terrible, implacable, de la que no había manera de hurtarse! Una simple mirada atrás evocaba todo lo ocurrido la víspera, y el encanto de bienandanza flotante alrededor desaparecía como por ensalmo.

Llegaron a la iglesia. María se detuvo a la puerta, sin atreverse a avanzar. Ni siquiera se atrevió a sentarse, aunque la misa no empezaba hasta las nueve. Y permaneció en pie todo el tiempo.

Cuando el sacerdote comenzaba a leer el Evangelio se notó de pronto una rumorosa agitación entre los fieles, que le abrían paso a la familia del Señor: dos jóvenes vestidas de blanco, con grandes sombreros, y un muchacho grueso y sonrosado, vestido de marinero. Su aparición impresionó agradablemente a Olga, que se dio cuenta al punto de su condición comme il faut. María los miraba de reojo, con gesto sombrío, como si fueran monstruos capaces de aplastarla si no se apartaba.

Y oía estremecida la voz de bajo del diácono, pareciéndole oír gritar: ¡Maaaría!"

III

La nueva de la llegada de Nicolás y su familia se había propalado por la aldea, y después de la misa acudió mucha gente a verlos. Acudieron entre otros, Leonichevi, Matveivichi e Ilichevi, los tres a pedir noticias de sus parientes colocados en Moscú. Todos los muchachos instruidos se iban a Moscú de criados o de camareros, mientras que los de la otra orilla preferían ser panaderos. Hacía muchos años, en tiempos de la servidumbre, un tal Luka Ivanich, mujik de Jukov, confvertido ya en personaje legendario, había llegado a sumiller en un "club" de Moscú. Y sólo admitía a su servicio conterráneos. Sus favorecidos, a su vez, hacían ir a sus parientes, a quienes colocaban en cafés y restaurantes.

Nicolás tenía nueve años cuando le enviaron a Moscú. Iván Makarich, de la familia Matveivichi, empleado a la sazón en el teatro Ermitage, lo tomó a su cargo. Y ahora, dirigiéndose a los Matveivichi, Nicolás decía despaciosamente:

—Iván Makarich es mi bienhechor, y le debo pedir a Dios por él a todas horas, pues gracias a él soy lo que soy.

—Padrecito—se lamentó una vieja de elevada estatura, la hermana de Iván Makarich—, no sabemos nada de él.

—Estaba de servicio en el teatro de Omóm; pero he oído decir últimamente que tenía una colocación fuera de la ciudad... Ha envejecido mucho. Antes había veranos en que se sacaba hasta diez rublos diarios; pero ahora los negocios se han echado a perder, y además está tan cansado...

Las mujeres miraban los pies de Nicolás, calzados con botas de fieltro, y su cara pálida, le decían plañideras:

—¡No puedes ya trabajar, Nicolás Osipich! Decirte otra, cosa sería mañana...

Y todos acariciaba a Sacha. Aunque había cumplido diez años, era tan bajita y tan delgada que apenas representaba siete. Entre las otras niñas; curtidas por la intemperie, con los cabellos mal cortados, vestidas con blusones descoloridos, ella, rubia, de ojos grandes, negros y profundos, adornada la cabeza con una cinta roja, como una bestezuela cogida en el campo, era una figura un poco extraña.

—Sabe leer—dijo Olga, contemplándola con ternura—. Léenos algo, hijita...

Buscó el Evangelio, se lo dió, y continuó rogándole:

—Léenos un poco y los buenos cristianos escucharán.

El libro era viejo, pesado; sus tapas, de piel, estaban sucias por los bordes, y olía a convento. Sacha arqueó las cejas y empezó a leer, arrastrando las palabras:

—"El ángel del Señor se apareció a José, que dormía. Levántate—le dijo—y huye a Egipto con el Niño y su Santa Madre..."

——"Con el Niño y su Santa Madre"—repitió Olga, emocionadísima.

—"Huye a Egipto y permanece allí..., conforme te digo."

El "conforme te digo" hizo subir de punto la emoción de Olga, que no pudo ya contenerse y prorrumpió en llanto. María, viéndola llorar, estalló en sollozos, y la hermana de Iván Makarich no tardó en imitarla. El viejo comenzó a toser y buscó una golosina para su nieta; pero como no la encontrase, expresó su contrariedad con un ademán desesperado.

Cuando terminó la lectura los vecinos se fueron, haciéndose lenguas de las buenas prendas de Olga y Sacha.

Con motivo de la fiesta toda la familia permaneció en casa. La vieja, a quien todos, su marido, sus nueras, sus nietas, llamaban la bruja, quería hacerlo todo por sí misma: ella encendía la chimenea, hervía el te en el samovar, hasta tomaba parte en las faenas del campo; y decía luego, lamentándose, que estaba rendida. Siempre la inquietaba la manía de que se comía demasiado y el temor de que el viejo y las nueras se quedaran sin trabajo. Ya se le antojaba que las ocas del mesonero asaltaban su huerta, y corría con un garrote, gritando hasta desgañitarse, por entre las coles, tan poco lucidas como ella; ya le parecía que el cuervo acediaba a sus pollos, y le perseguía, poniéndole de vuelta y media. Se pasaba el día gruñendo y gritando, y a veces sus voces eran tales, que la gente se detenía ante la casa.

A su pobre marido lo trataba muy mal; le llamaba a cada momento gandul y otras lindezas. Verdaderamente, él no era una alhaja, y, de no estar siempre ella pinchándole, no hubiera trabajado nada y se hubiera pasado la vida sentado en la chimenea diciendo chirigotas.

Durante largo rato le habló a su hijo de sus enemigos, se quejó de sus vecinos, que, según él, estaban siempre dándole disgustos. Su hijo le escuchaba aburrido.

—Sí—decía el viejo, con las manos en las caderas—. Sí, ocho días después de la Ascensión vendí el heno a treinta copecs, según me proponía... Pues, bien: cuando me iba, por la mañana temprano, con el heno, sin molestar a nadie, salía del mesón el baile Antip Sedelnikov. Al verme me dijo: "¿Adonde vas, hijo de perro?", y me pegó.

Kiriak tenía un dolor de cabeza terrible, a causa de la borrachera de la víspera, y se sentía avergonzado ante su hermano.

—¡Qué demonio de vodka!—balbuceaba, sacudiendo la doloridísima cabeza—. Perdonadme,, hermanos, perdonadme, os lo suplico.... ¡Qué vergüenza!

En celebración de la fiesta se compró en el mesón un arenque, con cuya cabeza se hizo una sopa. Púsose la familia a tomar el te al mediodía, y lo estuvo tomando hasta que comenzó a sudar, rebosante de te, todo el mundo. Luego, viejos, hijos, nueras, nietos, congregáronse alrededor de la cazuela de la sopa. La vieja, precavida, había guardado el arenque.

Al obscurecer, un alfarero encendió el horno en la colina. Abajo, en el prado, las muchachas, en corro, cantaban. Sonaba un acordeón. En la otra ribera ardía también un horno y cantaban las muchachas, cuyos cantos embellecía y poetizaba la distancia. En el mesón, los campesinos vociferaban y se insultaban de tal modo, que Olga, estremeciéndose, decía al oírles:

—¡Dios mío!

La asombraban aquellas constantes injurias, sobre todo en boca de viejos, ya con un píe en la sepultura. Los niños y las muchachas las oían sin inmutarse, habituados a ellas desde la cuna.

A media noche habíanse apagado los hornos; pero en el prado y el mesón seguía la gente divirtiéndose. El viejo y Kiriak, ebrios, cogidos de las manos, haciendo eses, se acercaron a la porchada, donde dormían Olga y María.

—Déjala—intercedía el viejo—, déjala... Es una buena mujer... Eso es un pecado...

—¡Maaaría!—gritó Kiriak.

—Déjala... Eso es un pecado... Es muy buena...

Se detuvieron un momento junto a la porchada, y se fueron.

"¡Me gustan las flores,
las flores del campo!

cantó con voz estridente el guardabosque.

¡Me gusta cogerlas
por huertos y prados!"

Luego escupió, lanzó unos cuantos juramentos y entró en la casa.

IV

Era un día muy caluroso de agosto. La vieja había encargado a Sacha de la custodia de la huerta. Las ocas del mesonero podían realizar uno de sus asaltos, mientras ellas, junto al mesón, cogían avena y charlaban tranquilamente. Dejando ojo avizor al macho, para que viese si ella acudía con el garrote, podían irse acercando, cautelosas... Pero las ocas se paseaban por la otra ribera, en larga procesión blanca. Sacha, que empezaba a aburrirse, viendo que no intentaban ninguna invasión, echó a andar hacia el río...

La hija mayor de María, Motka, de pie sobre una enorme piedra, contemplaba, inmóvil, la iglesia. María había tenido trece hijos; pero sólo le quedaban siete, todos hembras, la mayor de ocho años. Motka, descalza, sin más ropa que un camisón, estaba como petrificada; ni siquiera advertía que el sol, que le daba de lleno, le había puesto la coronilla punto menos que al rojo. Sacha se detuvo a su lado y le dijo, mirando a la iglesia:

—En la iglesia vive el Señor. La gente se alumbra con lámparas y velas; el Señor, con lamparillas rojas, azules, verdes, como ojos. El Señor se pasea de noche por la iglesia, y la Virgen y San Nicolás van detras de él..., tup..., tup..., tup..., ¡y el sacristán tiene un miedo...!

Sacha calló breves instantes.

—Sí, paloma—añadió, imitando a su madre—; y cuando venga el fin del mundo, todas las iglesias volarán al cielo.

—¿Con las cam-pa-nas?—preguntó Motka con voz opaca.

—Con las campanas. Y cuando se acabe el mundo, los buenos irán al Paraíso y los malos al fuego eterno. Si, paloma. A mamá y a María les dirá el Señor: "Como no le habéis hecho daño a nadie, id a la derecha, al Paraíso." Y a Kiriak y a la vieja les dirá: "Id a la izquierda, al fuego." Y los que no ayunan irán también al fuego.

Miró al cielo, con ojos muy abiertos, y prosiguió:

—Mira al cielo sin pestañear, y verás a los ángeles.

Motka obedecdó y hubo una pausa.

—¿Los ves?—preguntó Sacha.

—No veo nada—contestó con su opaca voz Motka.

—Yo sí los veo. Son pequeñitos y vuelan por el cielo, moviendo las alas chiquitinas, como los mosquitos.

Motka se quedó meditabunda unos instantes, y preguntó:

—¿La vieja irá al infierno?

—Irá, paloma.

La piedra estaba en lo alto de una cuesta cubierta de una hierba tan verde y tan suave, quedaban granas de tomarla y de tenderse sobre ella. Sacha se tendió y rodó hasta abajo. Motka imitó a su prima y rodó también hasta abajo, muy seria. En el raudo descenso se le subió la camisa casi a la cabeza.

—¡Bravo, bravo!—gritó Sacha, encantada.

Tornaron a subirse a la piedra para rodar de nuevo; pero en aquel momento oyeron la voz estridente que tanto conocían. ¡Qué horror!... La vieja, desdentada, huesuda, encorvada, la rala cabellera al viento, echaba de la huerta a las ocas, armada de un palo, y gritaba:

—¡Han puesto las coles hechas una lástima las sinvergüenzas! ¡Mal rayo las parta!

Al ver a las niñas tiró el palo, cogió una rama seca, y asiendo a Sacha por el cuello con sus dedos sarmentosos, duros, empezó a pegarle con ella. Sacha lloraba de dolor y de espanto... El macho de las ocas, andando torpemente y alargando el pescuezo, se acercó a la vieja y la increpó con energía, en su áspero idioma. Luego volvió junto a sus blancas compañeras, que le hicieron objeto de una calurosa ovación. La vieja, después de pegarle a Sacha, la emprendió con Motka, cuya camisa tornó a subirse. Desesperada, llorando a moco tendido y chillando. Sacha se dirigió a la casa, seguida de Motka, que también plañía y llevaba tan mojado el rostro—pues no se secaba las lágrimas—como si acabase de sacarlo de una palangana.

—¡Dios mío!—exclamó Olga, estupefacta, cuando entraron—. ¡Virgen Santísima!

Sacha comenzó a contar lo ocurrido, y en aquel momento irrumpió la vieja en la estancia vociferando y renegando.

Fekla se enfadó, y se disgustó toda la familia.

—Eso no es nada, no es nada— decía Olga, muy pálida, acariciando la cabeza de Sacha—. Es un pecado enfadarse con la abuelita.

Nicolás, que no podía ya soportar los gritos constantes, el hambre, el humo, la suciedad; que odiaba y despreciaba aquella miseria; que se avergonzaba de su familia ante su mujer y su hija, bajó sus piernas de la chimenea y le dijo a su madre, con voz llena de enojo:

—¡No tiene usted derecho a pegarle!

—¡Revienta de una vez, carroña!—gritó Fekla, furiosa—. ¡Os ha enviado aquí el diablo!

Sacha, Motka y las demás chiquillas se agazaparon todas en un rincón de la chimenea, detrás de Nicolás, atemorizadas y mudas. En el silencio trágico se oían latir sus corazones. Cuando en una familia hay un enfermo incurable, cuya enfermedad dura mucho tiempo, y en ciertos momentos se desea de un modo tímido su muerte, sólo los niños piensan en ella con horror. Y las chiquillas, reteniendo el aliento, con una expresión triste en el rostro, contemplaban a Nicolás y sentían ganas de llorar y de decirle algo cariñoso, al pensar que moriría pronto.

El enfermo se apretó contra Olga, como buscando protección, y habló así, con voz queda y trémula:

—Olga, querida mía, no puedo continuar aquí. Me falta valor. Escríbele, por Dios, una carta a tu hermama Klavdia Abramovna diciéndole que venda todo lo que tiene y nos envíe dinero para irnos. ¡Dios mío, quién pudiera ver, aunque fuera soñando o por un agujero, nuestro Moscú!

Al obscurecer, en medio del casi absoluto silencio de los circunstantes, presas todos de una extraña angustia, la terrible vieja se puso a mojar cortezas de pan negro en agua y a chuparlas despaciosamente. María, después de ordeñar a la vaca, entró con el cántaro de leche y lo colocó sobre el banco. La vieja fué vertiendo la leche en los jarros, con mucha pachorra, muy contenta, en la seguridad de que nadie la tocaría hasta pasada la vigilia de la Asunción, luego de verter en un platillo algunas gotas para el hijo de Fekla, bajó los jarros a la cueva, ayudada por Fekla y María. Motka, en cuanto su abuela, su tía y su madre salieron de la habitación, se bajó de la chimenea, se acercó al banco donde había dejado la vieja la taza de madera con las cortezas, y derramó en el agua un poco de la leche destinada a su primo.

La vieja no tardó en volver, y siguió chupando las cortezas. Sacha y Motka, sentadas en la chimenea, la miraban, congratulándose de su segura condenación al fuego eterno por quebrantamiento del ayuno. Acostáronse, muy consoladas, y Sacha soñó que en un enorme horno, como los de los alfareros, un diablo, todo negro y con cuernos de vaca, perseguía a la vieja, blandiendo un palo semejante al que usaba ella para espantar a las ocas.

V

El día de la Asunción, hacia las once de la noche, las muchachas y los mozos, que paseaban por el prado, empezaron a gritar y a correr en dirección a la aldea. Los que se hallaban en la falda de la montaña no se dieron cuenta en el primer momento de lo que sucedía.

—¡Fuego! ¡Fuego!—oyeron gritar desesperadamente—. ¡Socorro!

Volvieron la cabeza, y un cuadro horrible, inenarrable, se ofreció a sus ojos. ¡Sobre el tejado de paja de una de las últimas casas de la aldea se alzaba una columna de fuego de tres metros de altura, de la que se desprendían espesa humareda y multitud de chispas. El fuego no tardó en prender en todo el tejado. Oíase su siniestro crepitar.

Un resplandor trémulo y rojo, más intenso que la luz de la Luna, envolvía la aldea. Negras sombras se agitaban sobre el paisaje. Olía a incendio. Los campesinos, que corrían motaña arriba, sin aliento, mudos de espanto, se atropellaban, se caían, y, cegados por el deslumbrante resplandor, no se reconocían unos a otros. Era horrible ver a las palomas volar sobre el fuego, por en medio del humo, y oír cantar, tocar el acordeón, reír a los que aun no sabían nada.

—¡Es la casa del tío Semenovich!—gritó una voz ronca.

María, a la puerta de su casa, lloraba, se estrujaba las manos, castañeteaba los dientes, aunque el fuego era en el otro extremo de la aldea. Salieron las niñas, en camisa, y Nicolás, con las botas de fieltro. Ante la casa del teniente alcalde empezaron a golpear sonoramente una plancha de hierro.

Bum..., bum..., bum... El precipitado y tenaz martilleo encogía el corazón y daba escalofríos. Las viejas sacaban los iconos. Se hacía salir de los establos al ganado. Baúles, pieles, barriles, eran amontonados a las puertas de las casas. Un garañón negro, al que no se dejaba ir con los demás caballos porque los mordía y los coceaba, comenzó a dar botes al verse en libertad, y se lanzó luego al galope por toda la aldea, que recorrió unas cuantas veces, deteniéndose al cabo ante un carro, sobre el que descargó una lluvia de coces. Empezaron a tocar a fuego en la iglesia. En las inmediaciones de la casa incendiada, el calor era sofocante, y la claridad tal, que se veían, como si el Sol las alumbrase, las más menudas briznas de hierba. Sobre uno de los cofres que 9e había conseguido sacar estaba sentada Semenevich, un campesino rojo y narigudo, con la boina calada hasta las orejas. Su mujer gemía tendida en el suelo y casi sin conocimiento. Un viejo octogenario, exiguo y barbudo como un gnomo, vecino de una aldea próxima, se paseaba, destocado y con un envoltorio blanco en la mano. El fulgor del incendio brillaba en su cabeza calva. El baile Antip Sedelnikov, moreno, de cabellos negros— un verdadero cíngaro—, se acercó a la casa hacha en mano, y destrozó a hachazos, una tras otra, todas las ventanas, no se sabe con qué objeto. Después la emprendió con la escalinata.

—¡Agua, mujeres!—gritaba—. ¡Acercad la bomba! ¡Daos prisa!

Los campesinos, que momentos antes empinaban el codo en el mesón, arrastraban la bomba, borrachos perdidos, dando traspiés, haciendo eses y con las lágrimas en los ojos.

—¡Bribones, agua!—les gritaba el baile, no menos borracho que ellos—. ¡Trabajad, picaros!

Las mujeres y las muchachas corrían a la fuente, llenaban de agua jarros y cántaros, los vaciaban en la bomba y volaban por agua de nuevo. Olga, María, Sacha y Motka tomaron parte en la faena. Numerosos chiquillos trabajaban en el manejo de la bomba. El baile dirigía la manga, ya hacia la puerta, ya hacia las ventanas, y la obturaba en parte con la punta del dedo, lo que hacía más sibilante el chorro.

—¡Muy bien, Antip!—le animaban voces aprobatorias—. ¡Muy bien!

Y Antip entraba en el vestíbulo, sin temor al fuego, y gritaba:

—¡Agua, agua, cristianos; haced un esfuerzo! ¡Duro, duro!

Los campesinos, en compacto grupo y mano sobre mano, contemplaban el fuego. Nadie sabia por dónde comenzar, nadie sabía qué hacer... El incendio proyectaba su fulgor siniestro sobre los montones de heno y de trigo, sobre las porchadas, sobre los haces de hierba seca. Kiriak y el viejo Osip, su padre, hallábanse entre los campesinos, borrachos los dos. Y para excusar su pereza, el viejo decía, dirigiéndose a su mujer, sentada en el suelo:

— ¡No hay por qué apurarse! Tenemos la casa asegurada..

Semenovich refería, encarándose ora con uno, ora con otro de los que le rodeaban, cómo había ocurrido el incendio.

—Ese viejecito del envoltorio, antiguo cocinero del general Jukov, que en paz descanse, llegó a casa esta tarde, y me dijo, como acostumbra: "Déjame pasar la noche"... Naturalmente, echamos un trago... Mi mujer se puso a encender el samovar, para ofrecerle al viejecito una taza de te, y tuvo la mala ocurrencia de hacerlo en el vestíbulo. El fuego subió por el tubo, llegó a la paja del techo... y ¿para qué seguir contando?... ¡Gracias a que hemos podido escapar!... El viejo no ha tenido tiempo ni de salvar su gorra. ¡Qué desgracia!

Seguían sonando los golpes en la plancha de hierro y las campanadas de la iglesia. Olga, envuelta en el rojo resplandor de las llamas, miraba, con horror, volar a las palomas por en medio del humo y temblar a los corderillos. Antojábasele que los sonidos del campaneo y del golpear en la plancha horadaban su alma a manera de agujas, que el fuego no iba a acabarse nunca, que Sacha se había perdido... Y cuando el techo de la casa se vino abajo con estrépito, pensó que iba a arder la aldea entera, y, sin ánimos ya para seguir llevando agua, se sentó a la orilla del río, junto a los dos cántaros... Las demás mujeres empezaron a llorar a gritos, como si se hubiera muerto alguien.

Mientras tanto, por el lado opuesto de la aldea llegaban dos carros con obreros y una nueva bomba. Precedíales, a caballo, un joven estudiante, con la cazadora blanca desabrochada. Empezaron todos al punto a trabajar. Cuatro obreros y el estudiante, que, con la faz enrojecida, lanzaba penetrantes e imperiosas voces de mando, como si fuera para él la extinción de un incendio una cosa muy fácil, subieron a la vez, hacha en mano, por una escala de que venían provistos. Y los campesinos asistieron a una concienzuda labor de derribo: fueron derribados el establo, la cerca...

— ¡No dejéis derribar!—gritó alguien—. ¡No dejéis derribar!

Kiriak se dirigió a la casa con aire decidido, como para impedir que se siguiese derribando; pero uno de los obreros le hizo girar sobre los talones y le dio un puñetazo. Oyéronse risas. El obrero le dio otro puñetazo a Kiriak, que perdió el equilibrio y se volvió, a gatas, a su sitio.

Dos bellas muchachas con sombrero, al parecer hermanas del estudiante, llegaron momentos después. Detuvieronse a cierta distancia de la casa incendiada. El estudiante dirigía la manga de la bomba hacia un montón de vigas no apagadas del todo aún.

—¡Georges!—le gritaron las dos muchachas, en tono de reproche—. ¡Georges!

El incendio había sido extinguido. Hasta aquel momento nadie se dio cuenta de que era ya de día ni de que las caras de todos parecían de enfermos, como sucede siempre al amanecer, cuando se apaga el brillo de las últimas estrellas. Camino de sus casas, los campesinos se reían, acordándose del cocinero del general Jukov y de su gorra quemada. Sentíanse inclinados a tomar a broma el incendio, y hasta se diría que, en su fuero interno, se dolían dé que se hubiera acabado tan pronto.

—¡Bien ha trabajado usted, señor!—le dijo Olga al estudiante—. Debía usted ir a Moscú: allí casi todos los días tenemos incendios.

—¿Es usted de Moscú?—preguntó una de las muchachas.

—Sí, señorita. Mi marido ha sido camarero del Hotel Eslavo. Esta niña es mi hija.

Y Olga señaló a Sacha, que tenía frío y se apretaba contra ella.

—También es de Moscú—añadió.

Las dos muchachas le dijeron al estudiante algunas palabras en francés, y él joven le tendió veinte copecs a Sacha. El viejo Osip lo observó todo, y una dulce esperanza se pintó en su semblante.

—Gracias a Dios, no hacía viento, señoría. Si hubiera hecho viento, en un abrir y cerrar de ojos...

Tras una pausa, el viejo Osip, un poco confuso, añadió:

—Hace fresco... No vendría mal media botellita para entrar en calor...

No le dieron nada, y se fué, arrastrando los pies.

Olga se quedó a la orilla del río, y vio cómo pasaban al otro lado los carruajes.

Los señores siguieron a pie por el prado. El carruaje les esperaba al lado opuesto.

—¡Son tan amables y tan guapos!—le dijo Olga a su marido, cuando llegó a su casa—. ¡Las muchachas son dos querubines!

—¡Que revienten!—profirió Fekla, hecha una furia.
VI

María se creía muy desgraciada, y decía que quería morirse. A Fekla, por el contrario, la pobreza, la suciedad, las injurias constantes, no le causaban enojo alguno. Comía lo que le servían, se acostaba donde y como podía, tiraba la basura a la puerta de la casa, andaba descalza por los charcos. Desde el primer momento aborreció a Olga y a Nicolás, justamente porque aquella vida no les gustaba.

—¿Qué se les ha perdido aquí a estos marqueses moscovitas?—se decía con malevolencia.

Una mañana de septiembre, Fekla, roja de frío, robusta, arrogante, subió del río con dos cántaros de agua. María y Olga estaban sentadas a la mesa y tomaban te.

—Parecéis dos señoras—les dijo, burlona, su cuñada, dejando los cántaros en el suelo—. Os habéis acostumbrado a tomar te todos los días... Vais a inflaros con tanto te.

Y clavó en Olga una mirada de odio.

—¿Has engordado así en Moscú, barrigona?—añadió.

Cogió la escoba y descargó con ella un golpe sobre el hombro de Olga.

Las dos cuñadas, estupefactas, limitáronse a exclamar:

— ¡Ave María Purísima!

Luego, Fekla se encaminó de nuevo al río, con un bulto de ropa sucia. Iba echando sapos y culebras por la boca y se le oía desde la casa.

No mucho después, una noche estaban todas, menos Fekla—que se había ido a la otra ribera—, hilando seda. Se la procuraban en la manufactura vecina, y toda la familia ganaba, con el trabajo del hilado, unos veinte copecs semanales.

—El campesino estaba mucho mejor que ahora cuando era siervo—decía, hilando, el viejo—. Todo era a sus horas: el trabajo, la comida, el descanso. No faltaban, para la comida, la sopa de coles y los puches, ni, para la cena, los puches y la sopa. El campesino podía comer cuantas coles y cuantos pepinos quisiera. Y las costumbres eran otras, había más seriedad, mucha más seriedad.

Alumbraba la estancia una lámpara que ardía mal y echaba humo. Cuando se interponía alguen entre la ventana y la luz, se veía blanquear en las paredes, en el suelo, en los muebles, el fulgor de la Luna llena. El viejo Osip contaba, recreándose en sus recuerdos, cómo se vivía antes de la manumisión en aquellos mismos lugares donde ahora la vida era triste, miserable. Había muchas cacerías, con lebreles y otros perros de ojeo, y se les daba a los campesinos aguardiente siempre que se hacía una batida; se les enviaba caza a los jóvenes señores que residían en Moscú; se castigaba con el látigo a los siervos desobedientes o se les mandaba al patrimonio de Tver, y a los buenos y dóciles se les premiaba.

La vieja tomó la palabra cuando su marido calló, y empezó a contar cosas de su juventud, que recordaba con todo lujo de detalles. Habló de su ama: una mujer buena y devota, casada con un calavera. Las hijas de la pobre señora también se casaron mal todas: una con un borracho, otra con un ricachón, la tercera con su raptor, a quien prestó ayuda la vieja, una muchacha entonces, y las tres murieron jóvenes, de padecer, como su madre. La vieja, evocando estas memorias, casi lloraba.

De pronto llamaron a la puerta. Todos se estremecieron.

—¡Tío Osip, déjame pasar la noche!

El viejecito calvo, de la gorra quemada, el cocinero del general Jukov, entró. Se sentó, prestó un rato atención silenciosa a la conversación y metió baza, al cabo, refiriendo una historia, a la que siguieron otra y otra... Nicolás, que estaba sentado €n la chimenea, con las piernas colgando, le preguntó qué platos se guisaban en su época, y y le habló de albondiguillas, de chuletas, de todo género de sopas y salsas. El cocinero, que tenía una memoria felicísima, le nombró platos que ni se conocían ya. Había uno, por ejemplo, que se llamaba "al levantarse", y cuyo principal componente eran ojos de vaca.

—¿Se hacían chuletas a la mariscala?—preguntó Nicolás.

—No.

Nicolás sacudió escépticamente la cabeza, y dijo:

—¡Hay algunos cocineros...!

Las muchachas, todas sobre la chimenea, miraban abajo, sin pestañear. Parecían un grupo de querubines en una nube. Les gustaban mucho los cuentos y suspiraban, se estremecían, palidecían, ya encantadas, ya temerosas, escuchando. A la vieja, su narradora predilecta, la oían inmóviles, reteniendo el aliento.

Se acostaron todos en silencio. Y los viejos, recién removidos sus recuerdos, pensaban en lo dichoso que se es cuando se es joven, en lo dulce que es el recordar la juventud, aunque no haya sido feliz, en lo que nos espanta la idea de la muerte cuando la sentimos ya acercarse...

Se apagó la luz. El fulgor de la Luna llena, que entraba por las dos ventanas; el silencio sólo turbado por el balanceo de la cuna, hacían pensar en que la vida pasa y no vuelve...

El sueño, el olvido. De pronto, un golpecito en el hombro, un leve soplo en la mejilla. Y el sueño de nuevo y malestar, y la turbadora, la inquietante idea de la muerte. Una vuelta en el lecho, la idea de la muerte huye...; pero otras, tristes, enojosas, acuden: la de la miseria, la del pan cotidiano, la de lo cara que está la harina..., y otra vez el pensamiento amargo de que la vida pasa y no vuelve...

—¡Dios mío!—suspiró el cocinero.

Alguien llamó muy suavemente a la ventana. Sin duda era Fekla. Olga se levantó, y, bostezando, rezando en voz baja, abrió la puerta del vestíbulo; pero solo entraron el viento y la claridad del plenilunio. Se veían por la puerta abierta la calle solitaria y la Luna, que caminaba por el cielo.

—¿Quién es?—preguntó Olga.

—Soy yo— contestaron—, soy yo.

Junto a la puerta, Fekla, muy arrimada a la pared, tiritaba y castañeteaba los dientes, desnuda de pies a cabeza. Parecía más pálida, más bella y más extraña, bañada por la luz lunar, que acentuaba el encanto de la negrura de sus cejas y de la lozana robustez de su pecho.

—En la otra ribera—explicó—unos mozos me han desnudado y me han dejado venir así. Me he venido en cueros, ya lo ves, como me parió mi madre. Tráeme algo para vestirme.

—¡Pero entra, mujer!—dijo Olga muy quedo y temblando también.

—Temo que los viejos estén despiertos...

La vieja, en efecto, se había despertado y estaba inquieta y renegando. El viejo preguntó:

—¿Quién es? Olga fué de puntillas por una camisa y una falda y se las llevó a Fekla, que se vistió en un santiamén. Luego entraron las dos, procurando no ser oídas.

—¿Eres tú, hermosa?—refunfuñó la vieja, adivinándola—. ¡Y que no revientes, corretona!...

—No te apures, paloma, no te apures— decía Olga, abrigando bien a su cuñada.

Nuevo silencio. Todos estaban desvelados: el viejo, por un dolor de espalda; la vieja, por, sus preocupaciones y su mala sangre; María, por el miedo; los niños, por la sarna y el hambre.

Fekla empezó a llorar a gritos; pero se contuvo en seguida. Durante un rato oyéronse, de cuando, cuando, sus sollozos, cada vez más débiles, y al cabo se calló.

De hora en hora sonaban las campanadas del reloj; mas no era posible tomarlas en serio. Una hora después de sonar cinco sonaron tres.

—¡Dios mío!—suspiraba el cocinero.

La claridad que entraba por las ventanas no se sabía a punto fijo si era de la Luna o del alba.

María se levantó y salió. Se la oyó ordeñar a la vaca y decir:

—No tengas cuidado.

La vieja salió también. No era de día aún; pero se distinguían todos los objetos. Nicolás, que no había pegado los ojos, se bajó de la chimenea, sacó del cofre verde su frac, se le puso y, acercándose a la ventana, acarició sus mangas y sus faldones, y se sonrió. Luego se lo quitó, lo guardó en el cofre y se acostó de nuevo.

María volvió y se puso a encender la chimenea. No estaba aún despabilada del todo. Acaso recordando un sueño o las historias de la víspera, dijo, desperezándose:

—¡No, la libertad es mejor!
VII

Llegó el "jefe". Se llamaba así al comisario de policía. Se sabía desde hacía una semana cuándo y por qué vendría. Aunque en Jukov sólo había cuarenta casas, los atrasos en la contribución fiscal y territorial pasaban de dos mil rublos. El comisario se apeó del coche en el mesón, tomó dos tazas de te y se fué, a pie, a casa del baile, ante la cual un compacto grupo de contribuyentes morosos esperaba ya. El baile Antip Sedelnikov, a pesar de su juventud—tenía poco más de treinta años—y de que era pobre y no pagaba regularmente los impuestos, se distinguía por su severidad y se ponía siempre de parte de las autoridades. El ser baile le divertía, y la conciencia de su autoridad, que, como queda dicho, él hacía sentir, no le disgustaba. Se le temía y obedecía en las asambleas; a veces, detenía a algún borracho en las proximidades del mesón, atábale codo con codo y le metía en la cárcel. Un día detuvo a la vieja por renegar en la asamblea, a la que había acudido en substitución de su marido, y la tuvo presa veinticuatro horas.

Aunque nunca había vivido en la ciudad y no leía libros, usaba en la conversación palabras extraordinarias, y la gente, sin entenderle siempre, tenía de él un alto concepto.

Cuando Osip entró en casa del baile, con su libreta, el comisario, anciano de largas patillas blancas, estaba sentado ante la mesa y escribía. La habitación estaba limpia; cubrían las paredes ilustraciones de periódicos, y en el sitio mas visible, junto a los iconos, había un retrato del general Battenberg. A un lado de la mesa, en pie y cruzado de brazos, se hallaba Antip Sedelnikov.

—Debe, señoría—dijo al llegarle a Osip su turno—, ciento diez y nueve rublos. Antes de Semana Santa pagó uno, y no ha vuelto a pagar ni un copec.

El comisario miró a Osip y le preguntó:

—¿Cómo es eso, hermanito?

—Por el amor de Dios, señoría—contestó Osip, con tono patético—; déjeme su señoría explicarme. El señor Lutoretzky, el año pasado, me dijo: "Osip, vende tu heno..., véndelo." ¿Por qué no? Convinimos el precio...

Empezó a quejarse del baile. A cada momento se volvía a los campesinos, como poniéndolos por testigos. Estaba colorado como un tomate y sudaba a mares. En su mirada penetrante había una expresión malévola.

—No comprendo para qué me cuentas todo eso—le interrumpió el comisario—. Yo sólo te pregunto por qué no pagas los impuestos. No pagáis ninguno, y yo soy el responsable.

—¡No puedo pagar!

—Esas palabras—dijo el baile—no merecen un comento serio. Los Chikildieyev sufren, en efecto, no leves agobios económicos; pero dígnese su señoría preguntar, inquirir... Son alcohólicos, nada apacibles, carecen de inteligencia en absoluto.

El comisario, luego de escribir en sus papeles durante unos instantes, levantó la cabeza y, con la calima, con la suavidad de quien pide un vaso de agua, le dijo a Osip:

—¡Lárgatje! No tardó en marcharse. Y cuando se sentó, tosiendo, en su miserable cochecillo, se advertía no sólo en su rostro, sino hasta en su angosta y larga espalda, que ya no se acordaba ni de Osip ni del baile ni de los impuestos de Jukov, y pensaba en cosas más íntimas.

Aun no se habría alejado un kilómetro, cuando Antip Sedelnikov salía de casa de los Chikildieyev con el samovar en la mano y perseguido por la vieja, que vociferaba:

—¡De ninguna manera! ¡Dámelo, maldito!

El baile iba casi corriendo, y la vieja marchaba en pos suyo, encorvada, jadeante, tropezando, a punto de morirse de ira.

La pañoleta se le había deslizado hacia atrás y llevaba al viento los cabellos blancos, de matices verdes. De pronto se detuvo, y, fuera de sí, dándose puñetazos en el pecho, gritó, con voz desfallecida:

—¡Cristianos que creéis en Dios! ¡Padrecitos! ¡Socorro! ¡Defendedme por misericordia! ¡No puedo más!

—¡Vamos, vieja—le dijo el baile con severidad—, un poquito más de cordura!

Embargado el samovar, la casa se tornó aún más triste. Había algo de humillante en aquel embargo. Diríase que, con el samovar, se habían llevado el honor de la casa. Si hubieran embargado la mesa, los bancos, los pucheros, no hubiera sido tan sensible el vacío. La vieja, gritaba; María, lloraba, y las niñas, al ver su llanto, lloraban también. El viejo, que se sentía culpable, se había sentado en un rincón, y callaba, cabizbajo y sombrío. Nicolás también callaba. La vieja le quería y le compadecía; pero en su furia loca, metiéndole los puños por los ojos, le puso de injurias y denuestos que no había por dónde cogerle. ¡El tenía la culpa! ¿Por qué les había mandado siempre tan poco dinero, ganando, como les decía en sus cartas, cincuenta rublos al mes en el Hotel Eslavo?... ¿Por qué se había metido allí, con sus plepas y con su familia?... Si se moría, ¿con qué dinero iba a enterrarle?...

Daba lástima ver al pobre hombre. Y no menos lástima daba ver a Olga y a Sacha.

El viejo se levantó, cogió la gorra y se dirigió a casa del baile. Era de noche ya. Antip Sedelnikov sellaba unos documentos, inflando los carrillos; olía a carbón encendido; los chiquillos, flacos, sucios, no más lucidos que los de Chikildieyev, se revolcaban por el suelo; la mujer, fea, pecosa, barriguda, hilaba seda. Era una familia miserable, enfermiza, en la que el único individuo de buen ver era Antip. Sobre el banco había cinco samovares en fila. El viejo se persignó, puestos los ojos en Battenberg, y dijo:

—¡Antip, por Dios, devuélveme el samovar! ¡Por los clavos de Cristo!

—Dame tres rublos y te lo devolveré.

—¿De dónde quieres que los saque?

Antip inflaba los carrillos. La lumbre silbaba y se reflejaba en los samovares. El viejo, estrujando la gorra, suplicó:

—¡Devuélvemelo!

El baile no parecía moreno, sino negro, y se diría que era un brujo. Se volvió hacia Osip y contestó severo y breve:

—Todo depende de la autoridad regional. En la asamblea administrativa puedes exponer tus quejas, ya por escrito, ya oralmente.

Osip no entendió nada; pero las solemnes palabras del baile le satisficieron, y tornó a su casa.

Diez días después el comisario fué de nuevo a la aldea. Estuvo una hora y se marchó. Hacía viento y frío; el río llevaba ya helado muchos días, pero no nevaba.

Un día de fiesta, los vecinos se reunieron un rato en casa de Osip.

Como era pecado trabajar, no se había encendido la luz, aunque ya había obscurecido. Los temas de la conversación no fueron muy regocijados. A unos campesinos atrasados en el pago de los impuestos se les había embargado las gallinas, y, depositados los pobres animales en la administración comunal, donde nadie se había cuidado de darles de comer, se habían muerto de hambre. También habían sido embargados unos carneros, uno de los cuales se había muerto al ser trasladado de un carro a otro. ¿Quién tenía la culpa de todo aquello?

—¡Las Diputaciones regionales!—dijo Osip—. ¿Es verdad o no?

—Es verdad, es verdad, no hay duda.

Se culpaba a las Diputaciones de todo: de los atrasos, de las malas cosechas... Y nadie sabía a ciencia cierta lo que eran las Diputaciones. Hasta que los campesinos ricos, dueños de fábricas, de almacenes o de mesones, no fueron elegidos miembros de esas asambleas, y dieron en la flor de hablar mal de los susodichos organismos, ningún aldeano los había oído nombrar.

Se lamentaron también los contertulios de que no nevase. Los montones de tierra helada imposibilitaban el transporte de las maderas.

Quince o veinte años atrás, las conversaciones en Jukov eran mucho más interesantes. Los viejos se diría que guardaban algún secreto, que acababan de enterarse de algo, que esperaban algún acontecimiento. Se hablaba de un decreto secreto del zar, del reparto de nuevas tierras, de tesoros, y se aludía a algunas cosas con medias palabras. Ahora no había secreto ni misterio alguno; la vida era clara como el agua, y apenas se podía hablar de otra cosa que de la miseria, la carestía de la harina, la falta de nieve...

Hubo un silencio. Y de nuevo se sacaron a colación las gallinas y los carneros, y se dijo:

—La culpa de todo...

—La culpa de todo—atajó Osip, sombrío—la tienen las Diputaciones.

VIII

La iglesia parroquial se hallaba a seis kilómetros de la aldea, en Kosogorov. Los vecinos de Jukov sólo iban a ella con motivo de funerales, bautizos o bodas. Oían misa y oraban en la iglesia de la otra ribera. Los días de fiesta, las muchachas, muy emperejiladas, iban a misa todas juntas, y era un encanto verlas caminar a través de los prados. Cuando hacía mal tiempo, la gente se quedaba en casa.

El viejo no creía en Dios, en el que no pensaba nunca. Admitía lo sobrenatural, pero lo consideraba materia sólo interesante para las mujeres. Cuando se hablaba en su presencia de religión y se le preguntaba, por ejemplo, su opinión sobre los milagros, solía contestar, un poco contrariado y rascándose la cabeza:

—¡Quién sabe! La vieja creía, a su manera; pero lo mismo era ponerse a pensar en sus pecados, en la muerte, en la salvación de su alma, otros pensamientos, relativos a la miseria, a los cuidados del hogar, acudían a su mente y ahuyentaban a los primeros. Había olvidado las oraciones y solía postrarse, cuando se iba a acostar, ante los iconos y murmurar: "Santa Madre de Kazan, Santa Madre de Smolensk, tres veces Santa Virgen..."

María y Fekla se persignaban, se confesaban todos los años; pero su religiosidad era ignara y sin elevación. A los niños no se les enseñaba a rezar, no se les hablaba nunca de Dios, no se les inculcaba ninguna moral. Se les hacía comer de vigilia los días de precepto, y a eso se reducía todo. En las demás casas sucedía, poco más o menos, lo mismo: escaseaban la fe y la inteligencia. Sin embargo, les encantaba a todos la Sagrada Escritura, y, como ninguno la tenía—allí nadie tenía libros—, Olga y Sacha, que la leían algunas veces, gozaban de la consideración general. Todo el mundo las llamaba de usted.

Olga acudía con frecuencia a los Tedeum y demás fiestas religiosas que se celebraban en las aldeas próximas y en la capital del distrito, donde había dos monasterios y veintisiete iglesias.

Olvidaba por completo, en sus peregrinaciones, la existencia de su familia, y al volver a su casa descubría, con sorpresa y júbilo, que tenía un marido y una hija, y decía sonriendo:

—¡El Señor es misericordioso para mí!

Lo que sucedía en el campo le parecía abominable y la entristecía. La gente celebraba la fiesta de Ilia, la fiesta de la Intercesión, la fiesta de la Ascensión, con comilonas y borracheras. Para solemnizar la fiesta—muy importante en la parroquia—de la Intercesión, los campesinos de Jukov se pasaron tres días comiendo y bebiendo. Gastáronse cincuenta rublos del tesoro comunal, y se hizo después una cuestación por todas las casas para vodka. El primer día mataron un carnero en casa de los Chikildieyev. La familia almorzó, comió y cenó carnero, y los niños se levantaron a media noche para zamparse algunas tajadas más. Kiriak se pasó los tres días borracho perdido, y vendió la gorra y las botas cuando se le acabaron los cuartos. Le pegó una paliza tan grande a María, que la pobre mujer perdió el conocimiento. Después, todos estaban avergonzados y se sentían abatidos, mustios...

Y, con todo, en Jukov, en la pobre aldea, había todos los años una procesión. Celebrábase en el mes de agosto, cuando era llevada de aldea en aldea del distrito la Vivificante. El día en que esperaban en Jukov a la Virgen amaneció triste. Las muchachas, muy de mañana, se vistieron con su mejor ropa y tomaron el camino por donde el icono había de llegar. Al obscurecer regresaron, en pos de las andas, cantando. En la otra ribera sonaban, alegres, las campanas. Una clamorosa muchedumbre de campesinos de Jukov y de las aldeas vecinas llenaba la calle y saturaba el aire de polvo... El viejo, la vieja y Kiriak miraban al icono, tendiéndole los brazos, y le decían, sollozando:

—¡Protectora! ¡Madrecita! Parecían haber comprendido, de pronto, que entre cielo y tierra hay algún lazo, que existe algo no perteneciente a los ricos ni a los fuertes, que es posible encontrar protección contra la esclavitud, contra la miseria, contra el alcohol.

—¡Protectora! ¡Madrecita!—lloraba María—. ¡Madrecita!.

Pero la acción benéfica de la gracia sólo duró lo que la presencia del icono, y no tardaron en oírse de nuevo, en el silencio campesino, voces groseras de borrachos.

Sólo los campesinos ricos le tenían miedo a la muerte, y cuanto más ricos se hacían menos creían en Dios, menos se preocupaban de la salvación de su alma. Únicamente cuando ya iban a morirse, y por lo que pudiera ocurrir, enviaban velas a la iglesia y mandaban cantar un Tedéum. Los campesinos pobres no le temían a la muerte. El viejo y la vieja, aunque a veces se les decía que ya habían vivido demasiado, que ya era hora de que se muriesen, no se apuraban. Se hablaba sin reparo, en presencia de Nicolás, de que cuando él se muriese, Dionisio, el marido de Fekla, recibiría la licencia absoluta. María, no sólo no le temía a la muerte, sino que se dolía de que se hiciera esperar, y se congratulaba de la de sus hijos.

Sin embargo, los campesinos les tenían un miedo exagerado a las enfermedades. Bastaba una indigestión, una calenturilla, para que la vieja se acostase en la chimenea, se tapase y empezara a decir quejumbrosamente:

— ¡Me muero, me muero!

El viejo corría en busca del cura y se le administraban a la enferma los Santos Sacramentos.

Oíase hablar con frecuencia de resfriados, de solitarias, de tumores que se iniciaban en el vientre y llegaban al corazón. Lo que más temor inspiraba eran los resfriados, y por eso se acostumbraba a ir muy abrigado, incluso en verano, y a acostarse en la chimenea.

La vieja iba muy a menudo al hospital, donde decía que tenía cincuenta y ocho años, teniendo, en realidad, setenta. Pensaba que el médico, si se enteraba de su verdadera edad, no querría curarla y le diría que no estaba ya para curarse, sino para morirse. Solía ir al hospital muy de mañana, acompañada de dos o tres nietas, y volver ya de noche, hambrienta y de muy mal humor. Siempre traía pomada y otras medicinas para las niñas. Un día llevó con ella a Nicolás, que tomó durante dos semanas cierto medicamento, en gotas, y notó alguna mejoría.

Conocía a todos los médicos y seudomédicos de treinta kilómetros a la redonda. El día de la Intercesión, el sacerdote, que entraba en todas las casas a bendecir la cruz, le dijo que había en la ciudad un viejo que había sido practicante y curaba muy bien.

—Vaya usted a verle—le aconsejó.

No echó ella el consejo en saco roto. En cuanto cayó la primera nevada se fué a la ciudad, y volvió acompañada de un viejo judío converso, muy enlevitado, de rostro barbudo y surcado por una red de venillas azules. Aquel día trabajaban tres jornaleros en la casa: un viejo sastre, con unas gafas enormes, que, al entrar el judío, estaba ocupado en la confección de un chaleco de trapos, y dos mozalbetes, que estaban poniéndoles remiendos de lana a unas botas de fieltro. Kiriak, que había sido echado por borracho de la casa donde servía, y que a la sazón vivía en la de su familia, estaba sentado junto al sastre, arreglando la collera del caballo. En el reducido aposento faltaba aire y olía mal. El converso, después de reconocer a Nicolás, mandó aplicarle unas ventosas.

Se las aplicaron. El viejo sastre, Kiriak y las niñas, de pie ante la chimenea, miraban al enfermo y se imaginaban ver huir la enfermedad de su organismo. Nicolás miraba cómo las ventosas iban llenándose de sangre, y se sonreía de placer al sentir, en efecto, que algo se escapaba de dentro de él.

—¿Te alivia?—le decía el sastre—. ¿Te alivia? El converso le colocó doce ventosas, después otras doce, se tomó una taza de te y se marchó. Nicolás empezó a temblar. Se le puso la cara del tamaño de un puño, los dientes se le pusieron azules. Se tapó con la colcha y con su pelliza, pero siguió sintiendo frío, más frío a cada instante. Al obscurecer le acometió una gran fatiga y rogó que le bajasen al suelo.

— No fume usted—le suplicó al sastre.

Luego se calmó, acurrucado bajo la pelliza, y por la mañana expiró.

IX

¡Qué largo y terrible invierno! Agotado el pan por Navidad, se compraba harina desde entonces.

Kiriak, que vivía con la familia, armaba escándalo todas las noches y hacía temblar en la casa a todo el mundo. Por la mañana estaba avergonzado, se quejaba de dolor de cabeza, y daba lástima. La vaca mugía de hambre en el establo, y María y la vieja sufrían lo que no es decible. Y, para colmo de males, hacía un frío horroroso; el invierno se prolongaba: hubo tempestades de nieve por la Anunciación y aun después.

Pero llegó, al cabo, la primavera. A principios de abril aun eran frías las noches; mas un día, por fin, los arroyos pusiéronse en marcha, los pájaros empezaron sus cantos: el invierno estaba vencido. Las aguas primaverales cubrían el prado y los matorrales de junto al río, y entre Jukov y la otra orilla todo era una inmensa bahía, que surcaban multitud de patos salvajes. Todas las tardes contemplábase algo nuevo y maravilloso en el milagro de fuego y de colores de la puesta del Sol, algo—matices, nubes...—que parecería inventado, fantástico, visto en un cuadro.

Las grullas volaban veloces y gritaban como suplicando que se las siguiese. De pie al borde del precipicio, Olga miraba la bahía, el Sol, la iglesia—brillante, se diría que rejuvenecida—, y lloraba. Sentía un ansia irresistible de irse, no le importaba adonde, aunque fuera al fin del mundo. Se había decidido que se fuese a Moscú, a colocarse otra vez de camarera, y que se fuese con ella Kiriak a colocarse de portero o cosa parecida. ¿Cuándo llegaría el día de la marcha, Virgen Santa?...

Apenas entrado el verano, una mañanita Olga y Sacha, llevando unos envoltorios a la espalda y calzadas con zapatos de madera, salieron de la aldea. María las acompañaba. Kiriak estaba enfermo y había demorado su viaje una semana. Por última vez, Olga se persignó mirando a la iglesia. Pensaba en su marido, pero no lloraba. Se pintaba en su rostro una gran tristeza, que le afeaba en extremo. La pobre mujer había envejecido y adelgazado mucho aquel invierno, habita encanecido, su amable sonrisa se había apagado para siempre, su mirada se había tornado opaca, inexpresiva... Dejaba con dolor la aldea. Los campesinos se habían portado muy bien con Nicolás, le habían mandado decir misas delante de sus casas y habían sentido de todo corazón la desgracia. No pocas veces, en el tiempo qué había vivido en aldea, había pensado que la vida de aquella gente era peor que la de las bestias, y había considerado terrible vivir entre ellos. Eran groseros, ruines, sucios, borrachos; no se entendían nunca; andaban siempre a la greña, temerosos y recelosos unos de otros, en su falta de estimación mutua. ¿Quién, sino el mujik, se gastaba en bebida el dinero de la escuela, de la iglesia, y le robaba al vecino, y declaraba en falso, por una botella de aguardiente, y llegaba a veces hasta al incendio en sus venganzas? ¿Quién, sino el mujik, hablaba contra los mujiks en las sesiones del Ayuntamiento y en otras reuniones análogas?... Sí, era terrible vivir entre los campesinos... Y, sin embargo, eran seres humanos, no había nada en su vida a lo que no se le pudiera encontrar justificación. Al fin y al cabo su suerte era bien triste: trabajo duro, que dejaba molido el cuerpo para toda la noche; iniviernos crueles, malas cosechas, viviendas angostas..., y ni el menor socorro. ¿Cómo iban a ayudarlas los ricos, los fuertes, siendo tan groseros, tan ruines, tan borrachos, injuriándose de una maniera tan abominable?

Cualquier chupatintas o cualquier hortera les trataba como a vagabundos y hasta tuteaba a los bailes municipales y eclesiásticos, creyéndose con derecho a ello. ¿Qué ayuda ni qué buen ejemplo podían esperarse de gentes avaras, codiciosas, inmorales, indolentes, que sólo iban al campo a ofender, a robar, a atemorizar? Olga se acordaba de lo que sufrían los viejos cuando se condenaba a Kiriak a ser azotado... Y le tenía lástima a aquella gente, la compadecía, y se volvía a cada paso para despedirse, con la mirada, de la aldea. Cuando las hubo acampañado cosa de tres kilómetros, María se despidió de ellas y, postrándose en tierra, empezó a gritar:

—Otra vez estoy sola, pobre cabeza mía, pobre y desgraciada cabeza...

Durante largo rato siguió lamentándose así. Olga y Sacha, muy lejos ya, la veían aún de rodillas, con la cabeza entre las manos, lanzando al viento sus arrebatadas y dolientes palabras.

Iba ya el Sol bastante alto, y hacía calor. Jukov se había quedado muy atrás. Era grato caminar. Olga y Sacha no tardaron en olvidarse de la aldea y de María. Se sentían felices y las recreaba todo. Ya era un cerro, ya eran los postes del telégrafo, cuya fila se perdía en el horizonte y en cuya altura murmuraban misteriosamente los alambres. Pasaron por cerca de una granja, toda verde, de la que se exhalaba un fresco olor a cáñamo. Debían de vivir allí seres dichosos. Un poco más allá, la blancura del esqueleto de un caballo resaltaba sobre el verdor de un prado. Cantaban las alondras, llamábanse las codornices y lanzaban sus gritos metálicos, semejantes al ruido de un cerrojo.

Al mediodía llegaron Olga y Sacha a una gran aldea, donde se toparon con el viejecito ex cocinero del general Jukov. Tenía calor, y su cabeza roja y calva, brillaba al sol. Olga y él no se reconocieron en el primer momento. Cuando ya se habían cruzado, volvieron ambos la cabeza, y, sin decir una palabra, siguieron su camino. Deteniéndose ante las ventanas abiertas de una casa, que parecía más nueva y rica que las otras, Olga saludó y dijo con voz aguda y lánguida:

—¡Buenos cristianos, una limosnita por el amor de Dios! ¡Vuestros difuntos alcanzarán el reino de los ciclos y el reposo eterno!

—¡Buenos cristianos—canturreó Sacha—, una limosmita por el amor de Dios..., aunque sea un centimito!