Manifiesto de los 2.300

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​Manifiesto de los 2.300​ (1981)

Barcelona, 25 de enero de 1981.

Los abajo firmantes, intelectuales y profesionales que viven y trabajan en Cataluña, conscientes de nuestra responsabilidad social, queremos hacer saber a la opinión pública las razones de nuestra profunda preocupación por la situación cultural y lingüística de Cataluña. Llamamos a todos los ciudadanos demócratas para que suscriban, apoyen o difundan este manifiesto, que no busca otro fin que restaurar un ambiente de libertad, tolerancia y respeto entre todos los ciudadanos de Cataluña, contrarrestando la tendencia actual hacia la intransigencia y el enfrentamiento entre comunidades, lo que puede provocar, de no corregirse, un proceso irreversible en el que la democracia y la paz social se vean gravemente amenazadas.

No nace nuestra preocupación de posiciones o prejuicios anticatalanes, sino del profundo conocimiento de hechos que vienen sucediéndose desde hace unos años, en que derechos tales como los referentes al uso público y oficial del castellano, a recibir la enseñanza en la lengua materna o a no ser discriminado por razones de lengua (derechos reconocidos por el espíritu y la letra de la Constitución y el Estatuto de Autonomía), están siendo despreciados, no sólo por personas o grupos particulares, sino por los mismos poderes públicos sin que el Gobierno central o los partidos políticos parezcan dar importancia a este hecho gravísimamente antidemocrático, por provenir precisamente de instituciones que no tienen otra razón de ser que la de salvaguardar los derechos de los ciudadanos.

No hay, en efecto, ninguna razón democrática que justifique el manifiesto propósito de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña, tal como lo muestran, por ejemplo, los siguientes hechos: presentación de comunicados y documentos de la Generalidad exclusivamente en catalán; uso casi exclusivo del catalán en reuniones oficiales, con desprecio público del uso del castellano, como ha ocurrido en el mismo Parlamento Catalán, en el que un parlamentario abandona ostensiblemente airado la sala en cuanto alguien hablaba en castellano; nuevas rotulaciones públicas exclusivamente en catalán; declaraciones de organismos oficiales y de responsables de cargos públicos que tienden a crear confusión y malestar entre la población castellanohablante, como las recientes del Colegio de Doctores y Licenciados de Cataluña y otras emanadas de responsables de las Consejerías de Cultura y Educación de la Generalidad; proyectos de leyes, como el de «normalización del uso del catalán», tendentes a consagrar la oficialidad exclusiva del catalán a corto o medio plazo, etc.

Partiendo de una lectura abusiva y parcial del artículo 3 del Estatuto, que habla del catalán como «lengua propia de Cataluña» -afirmación de carácter general y no jurídico-, se quiere invalidar el principio jurídico que el mismo articulado define a renglón seguido al afirmar que el castellano es también lengua oficial de Cataluña. No podemos aceptar su desaparición de la esfera oficial, sencillamente porque la mitad de la población de Cataluña tiene como lengua propia el castellano y se sentiría injustamente discriminada si las instituciones no reconocieran -de hecho- la oficialidad de su lengua. El principio de cooficialidad, pensamos, es jurídicamente muy claro y no supone ninguna lesión del derecho a la oficialidad del catalán, derecho que todos nosotros defendemos hoy igual que hemos defendido en otro tiempo, y acaso con más voluntad que muchos de los personajes públicos que ahora alardean de catalanistas.

No nos preocupa menos contemplar la situación cultural de Cataluña, abocada cada día más al empobrecimiento, de continuarse aplicando la política actual tendente a proteger casi exclusivamente las manifestaciones culturales hechas en catalán, como lo mostraría una relación de las ayudas económicas otorgadas a instituciones oficiales o particulares, grupos de teatro, revistas, organización de actos públicos, jornadas, conferencias, etc. La cultura en castellano empieza a carecer de medios económicos e institucionales no ya para desarrollarse, sino para sobrevivir. Esta marginación cultural se agrava si pensamos que la mayoría de la población castellanohablante está concentrada en zonas urbanísticamente degradadas, donde no existen las más mínimas condiciones sociales, materiales e institucionales que posibiliten el desarrollo de su cultura.

Resulta en este sentido sorprendente la idea, de claras connotaciones racistas, que altos cargos de la Generalidad repiten últimamente para justificar el intento de sustitución del castellano por el catalán como lengua escolar de los hijos de los emigrantes. Se dice sin reparo que esto no supone ningún atropello, porque los emigrantes «no tienen cultura» y ganan mucho sus hijos pudiendo acceder a alguna. Sólo una malévola ignorancia puede desconocer que todos los grupos emigrantes de Cataluña proceden de solares históricos cuya tradición cultural en nada, ciertamente, tiene que envidiar a la tradición cultural catalana, si más no, porque durante muchos siglos han caminado juntas construyendo un patrimonio cultural e histórico común.

Que una desgraciada situación económica y social obligue a ciento de miles de familias a dejar su tierra, es ya lo bastante grave como para que, además, quiera acentuarse su despojo con la pérdida de su identidad cultural. Cuando esta situación se da, cumple a la sociedad el remediar en los hijos la injusticia cometida con sus padres. Nadie, sea cual sea su origen, nace culto, pero todos nacen con el inalienable derecho a heredar y acrecentar la cultura que sus padres tuvieron o debieron tener. Nadie nace con una lengua, pero todos tienen derecho a acceder a la cultura mediante ese vínculo afectivo que une al niño con sus padres y que, además, comporta toda una visión del mundo: su lengua. Que este principio pedagógico elemental tenga que ser hoy reivindicado en Cataluña prueba nuevamente la gravedad de la situación.

Resulta, por tanto, insostenible la torpe maniobra de pretender que esa inmensa mayoría de emigrantes, que comparte la lengua castellana, no forma una comunidad lingüística y cultural, sino que sólo posee retazos de culturas diversas reducidas a folklore. Que digan esto los mismos y razonables defensores de la unidad idiomática de Cataluña, Valencia y Baleares -unidad si acaso, menor que la de las diversas hablas del castellano- resultaría risible si la intención no fuera disgregar esa conciencia cultural común. ¿Habrá que recordar que pertenecemos a una comunidad lingüística y cultural de cientos de millones de personas y que la lengua de Cervantes, en la actualidad, no es ya el viejo romance castellano, sino el fruto de aportaciones de todos los pueblos hispánicos? ¿En virtud de qué principio puede negarse a los hijos de los emigrantes de cualquier lugar de España el acceso directo a esa lengua y a ese patrimonio cultural? ¿Acaso en nombre del mismo despotismo que pretendió borrar de esta misma tierra una lengua y una cultura milenarias? La historia prueba que esto fracasa.

No parece, por tanto, que la integración que se busca pretenda otra cosa que la sustitución de una lengua por otra, sustitución que ha de realizarse «de grado o por fuerza», como se empieza a decir, mediante la persuasión, la coacción o la imposición según los casos, procurando, eso sí, que el proceso sea «voluntariamente aceptado» por la mayoría. Se dice que la coexistencia de dos lenguas en un mismo territorio es imposible y que, por tanto, una debe imponerse a la otra; principio éste no sólo contrario a la experiencia cotidiana de la mayoría de los ciudadanos de Cataluña -que aceptan de forma espontánea la coexistencia de las dos lenguas-, sino que, de ser cierto, legitimaría el genocidio cultural de cerca de tres millones de personas.

Se suele presentar en contra de las afirmaciones dichas hasta aquí, el hecho conocido de que gran parte de los medios de comunicación (cine, televisión, prensa), siguen expresándose en castellano, por lo que esta lengua no corre ningún peligro. No creemos que pueda ser negativo el que existan medios de comunicación que se expresen en castellano; si acaso, sería deseable que su castellano fuera mejor y que no informaran tan poco y tan mal sobre la comunidad de lengua castellana y sus problemas. Lo único negativo sería que no se crearan otros tantos medios, o más, de expresión en catalán.

Por otra parte, de esta falta de medios de comunicación en catalán no son responsables los castellanohablantes. Póngase remedio a esta situación en sentido positivo, construyendo y desarrollando la lengua y cultura catalanas, y no intentando empobrecer y desprestigiar la lengua castellana. Se evidencia cierta falta de honestidad para afrontar las verdaderas causas lingüísticas, culturales y políticas que puedan impedir el desarrollo de la cultura catalana en este intento de culpabilizar a los castellanohablantes de la situación por la que atraviesa la lengua catalana. Hay, por ejemplo, razones comerciales evidentes a las que nunca se alude y cuya responsabilidad no recae precisamente en los no catalanes.

No podemos pasar por alto en este análisis la situación de la enseñanza y los enseñantes. El ambiente de malestar creado por los decretos de traspasos de funcionarios ha puesto de manifiesto una problemática a la que ni el Gobierno central ni el Gobierno de la Generalidad quieren dar una respuesta seria y responsable. No se quiere reconocer la existencia de dos lenguas en igualdad de derechos y que, por tanto, la enseñanza ha de organizarse respetando esta realidad social bilingüe, mediante la aplicación estricta del derecho inalienable a recibir la enseñanza en la propia lengua materna en todos los niveles. El derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna castellana ya empieza hoy a no ser respetado y a ser públicamente contestado, como si no fuera este derecho el mismo que se ha esgrimido durante años para pedir, con toda justicia, una enseñanza en catalán para los catalanoparlantes.

De llevarse adelante el proyecto de implantar progresivamente la enseñanza sólo en catalán -no del catalán, que indudablemente sí defendemos-, los hijos de los emigrantes se verán gravemente discriminados y en desigualdad de oportunidades con relación a los catalanoparlantes. Esto supondrá, además, y como siempre se ha dicho, un «trauma» cuya consecuencia más inmediata es la pérdida de la fluidez verbal y una menor capacidad de abstracción y comprensión.

Se intenta defender la enseñanza exclusivamente en catalán con el argumento falaz de que, en caso de que se respetara también la enseñanza en castellano, se fomentaría la existencia de dos comunidades enfrentadas. Falaz es el argumento porque el proyecto de una enseñanza sólo en catalán puede ser acusado -y con mayor razón- de provocar esos enfrentamientos que se dice querer evitar. Se quiere ignorar, por otra parte, que actualmente ya existe esa doble enseñanza en castellano y catalán, para demostrar lo cual bastaría hacer una estadística de los colegios en los que se dan clases exclusivamente en catalán y aquéllos en los que se sigue dando en castellano. Mayor causa de enfrentamientos será, indudablemente, que se respeten los derechos lingüísticos de unos y no los de otros.

Tampoco podrán achacarse a la coexistencia de las dos lenguas los posibles conflictos nacidos de las diferencias sociales que coinciden en gran parte con las existentes entre catalano y castellanohablantes. Desde esta perspectiva no cabe duda de que la lengua se ha convertido en un excelente instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales que la burguesía catalana no quiere o no puede satisfacer, aunque la deuda que la sociedad catalana tiene para con la emigración sea inmensa y en justicia merezca mucho mejor trato. Sin embargo, en este momento de crisis el conocimiento del catalán puede ser utilizado - y ya lo está siendo-, como arma discriminatoria y como forma de orientar el paro hacia otras zonas de España. En efecto, el ambiente de presiones y de malestar creado ha originado ya una fuga considerable no sólo de enseñantes e intelectuales, sino también de trabajadores.

No es menos criticable el acoso propagandístico creado en torno a la necesidad de hablar catalán si se quiere «ser catalán» o simplemente vivir en Cataluña. Se ha pretendido con esta propaganda identificar a la clase obrera con la causa nacionalista, y aunque se ha fracasado en este empeño, la mayoría de los trabajadores se están viendo obligados a aceptar que las expectativas, no ya de promoción social, sino simplemente de que sus hijos prosperen, no pueden pasar por serlo. Se llega así a la degradante situación de avergonzarse de su origen o su lengua ante los propios hijos, a cambiarles el nombre, etc. Esta humillante situación constituye una afrenta a la dignidad humana y es hora ya de denunciarla públicamente.

Mientras no se reconozca políticamente la realidad social, cultural y lingüísticamente plural de Cataluña y no se legisle pensando en respetar escrupulosamente esta diversidad, difícilmente se podrá intentar la construcción de ninguna identidad colectiva. Cataluña, como España, ha de reconocer su diversidad si quiere organizar democráticamente la convivencia. Es preciso defender una concepción pluralista y democrática, no totalitaria, de la sociedad catalana, sobre la base de la libertad y el respeto mutuo y en la que se pueda ser catalán, vivir enraizado y amar a Cataluña, hablando castellano. Sólo así podrá empezarse a pensar en una Cataluña nueva, una Cataluña que no se vuelque egoísta e insolidariamente hacia sí misma, sino que una su esfuerzo al del resto de los pueblos de España para construir un nuevo Estado democrático que respete todas las diferencias. No queremos otra cosa, en definitiva, para Cataluña y para España, que un proyecto social democrático, común y solidario.

Firmas: Amando de Miguel, Carlos Sahagún, F.J. Losantos, José Luis Reinoso, Pedro Penalva, Esteban Pinilla de las Heras, José María Vizcay, Jesús Vicente, Santiago Trancón, Alberto Cardín y 2.300 firmas más.