Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 2

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Segunda expedición al Perú; Contrariedad de no ser provisto de tropas; Mal éxito de los cohetes; Salida para Arica; Toma de Pisco; Captura de embarcaciones españolas en Puna; Determínase acometer a Valdivia; Llegada a las inmediaciones de este puerto y presa del bergantín de guerra español Potrillo; Obtiénense tropas en Concepción; La almiranta a punto de naufragar; Ataque contra los fuertes y toma de Valdivia

El 12 de Septiembre de 1819 volví a darme a la vela para la costa del Perú, llevando por mi segundo al almirante Blan­co. La escuadra se componía del O’Higgins, San Martín, Lau­taro, Independencia y Pueyrredón, no estando aún preparados el Galvarino y el Araucano. Llevábamos también dos embar­caciones para convertirlas en brulotes

Deseaba con ansia el Gobierno se diese cuanto antes un golpe decisivo. Exceptuando los cohetes, la escuadra estaba en poco mejor condición que antes, no habiendo podido rea­lizarse un empréstito, pues los comerciantes sólo habían sus­crito 4.000 pesos. Las tripulaciones se componían en su ma­yor parte de paisanos del país, a quienes era difícil convertir en buenos marineros, aunque se batían con bizarría cuando estaban bien mandados. Los oficiales eran casi todos ingle­ses o norteamericanos, lo que ofrecía una cierta compensa­ción; pero muy pocos de entre ellos poseían el tacto de ense­ñar a aquellos hombres algo que les asemejara a marineros de profesión; tarea que no era tan fácil, sin embargo, pues, que la mayor parte de los que servían a bordo tenían que hacer el servicio de marinos y marineros

Supliqué al Gobierno me diese 1.000 hombres, asegurán­dole que aun con ese número sería posible tomar los fuertes del Callao y destruir todas las embarcaciones españolas que había en el puerto. Se me aseguró que esta fuerza estaba pronta a embarcarse en Coquimbo, adonde llegué el 16, y en lugar de 1.000 soldados sólo encontré 90, y aun éstos estaban en un estado tan andrajoso que tuvieron los habitantes que hacer una suscripción de 400 pesos, los que se entregaron al mayor Miller para comprarles ropa

Fue tanto lo que esto me contrarió, que estuve a punto de volver a Valparaíso y hacer mi dimisión; pero, conside­rando que los cohetes ya estaban a bordo de la escuadra y que el Gobierno tal vez podría aún enviar una fuerza mili­tar, me determiné a ir adelante, y el 29 volvió la escuadra a fondear en la rada del Callao

Los dos días siguientes se emplearon en construir balsas para los cohetes, y en preparar salvavidas para los hombres en caso que cayesen de aquéllas. El 19 de octubre el Galva­rino, Pueyrredón y Araucano practicaban un reconocimiento en la bahía, sufriendo un fuego mortífero que les hacían de tierra, por lo cual mandé que La Independencia se adelan­tara a su socorro; pero este buque echó anclas a algunas mi­llas distante de ellos. Aquel mismo día el teniente coronel Charles, oficial muy hábil y valiente, hizo un reconocimiento en un bote, y ensayó algunos cohetes, de los que nos dio noti­cias nada favorables

En este encuentro una bala rasa dio en el mastelero del Araucano, causándole considerable estrago; menciono esta circunstancia, sólo para hacer ver de qué modo estaba equi­pada la escuadra, no teniendo más medio de reparar el daño que el reforzar el palo con el cepo de un anda tomada del Lautaro, en tanto que se tuvo que traer de la almiranta un hacha prestada con aquel objeto

El 2 volvió a entrar el Araucano en compañía de una flotilla de botes mandados por el capitán Guise, los que lan­zaron algunos cohetes, sin que hubieran producido percepti­ble efecto. Los españoles desaparejaron sus buques. El ber­gantín recibió considerable daño del fuego de los fuertes y embarcaciones

Después de anochecer combinamos un ataque de cohetes y bombas, llevando el Galvarino a remolque una balsa con un mortero, a las órdenes del mayor Miller, quien llegó a colocarlo, bajo un fuego tremendo, a media milla de las ba­terías enemigas. Seguía el Pueyrredón con otra balsa cargada con las bombas y el almacén. El Araucano se había encargado de otra en que iban los cohetes al mando del capitán Hind, en tanto que la Independencia entraba remolcando otra bal­sa de cohetes mandada por el teniente coronel Charles, que­dándose el resto de la escuadra sobre sus anclas

Grandes eran las esperanzas que yo y mi gente habíamos concebido acerca del efecto que producirían estos destructores proyectiles; pero aquéllas estaban destinadas a ser frustradas, a consecuencia de los cohetes, que eran completamente inú­tiles. Algunos de entre ellos, a causa de la mala soldadura que tenían, se reventaron por la fuerza de expansión antes de salir de la balsa, incendiando a otros, lo que causó volar a ésta, dejándola inutilizada, saliendo además quemados el capitán Hind y trece hombres más; otros tomaron una mala dirección por no ser las varillas de la madera que debían; en tanto que a la mayor parte no se podía por ningún estilo hacerles arder, a causa de lo que se descubrió cuando ya era demasiado tarde. Se ha dicho en el capítulo precedente que los tubos se habían dado a cargar a los españoles prisioneros, por razones de economía, quienes, según se vio por el exa­men que se hizo, aprovecharon toda ocasión para mezclar puñados de arena, aserrín y aun hierro, a intervalos, en los tubos, impidiendo así el progreso de la llama, mientras que en la mayor parte de los casos habían mezclado tanto la ma­teria neutralizadora con los ingredientes combustibles que la carga no podía de ningún modo inflamarse; todo lo cual hizo que abortase el objeto de la expedición. No era posible vitu­perar la lealtad de los prisioneros españoles que estaban en el arsenal de Chile; pero su ingeniosidad fue para mí un cruel quebranto, puesto que con cohetes inútiles no estába­mos más adelantados que en la primera expedición; ni en verdad tanto como entonces, habiendo los españoles en el intervalo aumentado los impedimentos con que cegaran la entrada del surgidero para impedir que nuestros buques se les acercasen, mientras que a fuerza de práctica, su puntería era de una precisión tal, que no podían igualarla nuestras tripulaciones

El único daño que se les hizo fue con el mortero del mayor Miller, cuyas bombas echaron a pique una lancha ca­ñonera y mataron a algunos en los fuertes y en las embarca­ciones. Al amanecer mandé se retiraran todas las balsas, no habiendo ya necesidad de que permaneciesen expuestas al fuego de las baterías. Como quiera que sea, nuestra pérdida fue insignificante, no habiendo tenido más que unos 20 hom­bres entre muertos y heridos, siendo del número de aquéllos un joven oficial de porvenir, el teniente Bealey a quien, me duele el decirlo, una bala rasa partió por medio

El Gobierno chileno echó injustamente la culpa al señor Goldsack de que los cohetes hubiesen salido malos, mientras que la falta era toda de aquél, por no haberle suministrado los obreros y materiales convenientes. Como el zinc estaba escaso y caro, se había visto también obligado a servirse de uno de inferior calidad para soldar los tubos; de modo que, por economizar algunos pesos, se frustró el buen éxito de un gran proyecto. Esto causó la ruina del infeliz Goldsack, bien que no pudiese dudarse de su capacidad, habiendo sido por muchos años uno de los principales asistentes del caba­llero W. Congreve, en Woolwich

Habiéndose completado el 5 uno de los brulotes, resolví ensayar su efecto contra la barra de maderos y los buques, para cuyo efecto se puso a las órdenes del teniente Morgell, quien lo condujo con mucho frío hacia las embarcaciones enemigas; pero como llegase a cesar el viento, vino a ser aquél el blanco de la puntería enemiga, que en realidad era exce­lente, quedando en poco tiempo acribillado por todas partes. Principiando los españoles a tirar con bala roja, el teniente Morgell se vio obligado a abandonarle, prendiendo antes fuego al cebo, y dejándole ir en seguida a merced del viento, haciendo de este modo explosión, bien que a distancia y sin causar daño al enemigo

Mientras esto sucedía corrió la voz de verse una vela extraña cerca de la bahía, y al instante salió el Araucano a darle caza, volviendo al día siguiente el capitán Crosby con la noticia de que era una fragata. En vista de esto, se echó la escuadra en su perseguimiento, haciéndose a toda vela; mas como no creí oportuno alejarme de la bahía del Callao, se abandonó la caza, volviéndonos a nuestro ancladero a la caída de la tarde. Supimos después que era la Prueba, de 50 cañones, que acababa de llegar de Cádiz, desde donde había conducido un buque cuyo cargamento estaba avaluado en medio millón de pesos; este buque logró entrar al Callao du­rante la pequeña ausencia que hizo la escuadra en persegui­miento de la fragata; de modo que perdimos las dos presas

Era inútil permanecer por más tiempo en el Callao, puesto que mis instrucciones me ordenaban perentoriamente no acercarme con los buques a tiro de las baterías enemigas, ni acometer de modo alguno a su escuadra, excepto con los cohetes y brulotes. Además de esto se me había mandado volver a Valparaíso en un tiempo fijo, poniéndome estas restricciones el Ministro de Marina, porque él consideraba osten­siblemente una temeridad de mi parte el haber atacado a los fuertes y embarcaciones del Callao en mi primera expedi­ción; pero, en realidad, era por efecto de su mezquina emula­ción, que no podía sobrellevar que yo, un extranjero, consu­mase algo que pudiese darme una indebida prominencia en la estimación del pueblo chileno

Yo tenía, sin embargo, otras razones para dejar el Callao. La fragata española Prueba, recientemente llegada, andaba a lo largo, y, según tenía yo motivos de creerlo, se guarecía en Guayaquil, de cuyo puerto me había resuelto desalojarla. El Gobierno no había enviado los prometidos socorros para la escuadra, la cual escaseaba de víveres; de modo que tuve por necesidad que recurrir a mi antiguo sistema de compeler a los españoles a suministrármelos; por otra parte, como no se me habían mandado tropas, era claro que nunca se había tenido la intención de hacerlo; la promesa del ministro de Marina de que me estaban aguardando en Coquimbo era sólo un ardid de su parte para hacerme salir a la mar sin una fuerza militar

Recibimos parte a la sazón de que la Prueba había ve­nido acompañada de España por dos navíos de línea, que se estaban esperando de día en día en Arica, a cuyo punto me dirigí en su busca; pero tuve el sentimiento de no encontrar­los. Súpose más tarde que, aunque se habían hecho a la vela desde Cádiz en compañía de la Prueba, nunca llegaron a entrar en el Pacífico, porque uno de ellos, el Europa, había sido declarado inútil para la mar, al cruzar la línea; y el otro, el San Telmo, habíase ido a pique al pasar el Cabo de Hornos

El 5 de noviembre, 850 soldados que había regularmente instruido el celoso y experimentado coronel Charles fueron distribuidos entre el Lautaro, el Galvarino y los brulotes res­tantes, y se mandaron a Pisco, bajo las órdenes del capitán Guise, para tomar víveres de entre los españoles, comandando los soldados el teniente coronel Charles, y el mayor Miller, los marinos

Como no era improbable que los buques españoles que se esperaban se dirigieran al Callao, mientras que era más que verosímil que la Prueba intentase meterse dentro, me en­caminé en consecuencia, hacia aquel paraje, y el 8 de fondo en San Lorenzo, estando allí también anclada la fragata Macedonia, de los Estados Unidos. La presencia de esta úl­tima dio bríos a los españoles, pues a poco de nuestra llegada hicieron gala de enviar 27 lanchas cañoneras a atacarnos, y sin atreverse, sin embargo, a hacer salir las fragatas. Viendo que nos preparábamos a cortar sus cañoneras se retiraron apre­suradamente, con no poca diversión de los norteamericanos, para cuya edificación habían dado aquel espectáculo

No me había equivocado al esperar que la Prueba podría aún ensayar el refugiarse a la sombra de los fuertes del Callao. En el momento que se dejó ver nos fuimos en su alcance; pero se nos escapó de nuevo durante la noche. A mi regreso volví a encontrarla, y le cogí un bote que enviara a tierra con despachos para el virrey; por los informes que me dio su tripulación no me quedó duda de que iba a refugiarse a Guayaquil, adonde determiné seguirla

Antes de referir aquí de qué modo lo hice, será preciso mencione el éxito que tuvo la expedición mandada a Pisco [1]. Era la intención de los oficiales que la comandaban, desembarcar de noche, y coger así a la guarnición por sor­presa; este plan, sin embargo, salió frustrado por haber caído el viento [2], no pudiendo verificarse el desembarque sino cuando ya era de día, y estando aquélla sostenida por la arti­llería de campaña y caballería, que estaban preparadas para recibirles. De ningún modo se atemorizaban las tropas pa­triotas; saltaron en tierra sin disparar un solo tiro, mientras que el fuego de los cañones y el que la infantería española les hacía desde los terrados y la torre de la iglesia abrían brechas en sus filas a cada paso que daban. Por último, aco­meten a la bayoneta, lo que no esperaron los españoles, co­rriendo a refugiarse a la plaza de la villa, después de haber herido mortalmente al valiente teniente coronel Charles. Per­seguíalos de cerca el mayor Miller cuando en la última descarga que hicieron en la plaza antes de huir en todas direc­ciones le dejaron también herido de tres balas, y en un esta­do que se desesperaba de su vida

Los buques permanecieron cuatro días en el puerto, du­rante cuyo tiempo se abastecieron de todo lo que necesita­ban; y se destruyeron, por orden del capitán Guise, 200.000 galones de aguardiente que estaban en la playa para ser em­barcados, con motivo de no poder contener a los hombres, quienes por la facilidad con que obtenían licor se hacían ingobernables

El 16 vinieron el Galvarino y el Lautaro a reunírseme a Santa, cuyo puerto habían previamente tomado los marinos que se dejaron a bordo de la almiranta. El 21 despaché el San Martín, Independencia y Araucano a Valparaíso, y al mismo tiempo un transporte cargado de enfermos, habiéndo­se declarado una epidemia mortal a bordo de la escuadra. Este mal, que acabó con muchos, lo habían introducido a bordo los 90 hombres embarcados en Coquimbo y que el Ministro de Marina había enviado como ejército

Luego me dirigí en busca de la Prueba, con la almiranta, Lautaro, Galvarino y Pueyrredón. El 27 entramos en el río Guayaquil, y dejando a la parte de afuera al Lautaro y a los bergantines, la almiranta hizo fuerza de vela durante la no­che, aunque sin práctico, llegando a la mañana siguiente a la isla de Puna [3], al pie de la cual hallamos al anda dos espaciosos buques, que al instante atacamos, y al cabo de veinte minutos de un vivo fuego se rindieron, encontrándose ser el Águila, de 20 cañones, y el Vigonia, de 16, ambos car­gados de madera con dirección a Lima. Apoderámonos tam­bién del lugar de Puna. Cuando volví con las presas a re­unirme a los otros buques los hallé preparados a hacerse a la vela imaginándose que el fuego que habían oído era un encuentro tenido con la Prueba, y que tal vez me tocara lo peor del combate

La Prueba estaba en Guayaquil, según se había dicho, pero habiéndose aligerado de sus cañones y municiones, la llevaron río arriba, adonde, por la poca profundidad del agua era imposible navegar hasta ella, y como estaba bajo la protección de las baterías no creí practicable el cortarla con los botes

Aquí ocurrió una circunstancia que no merecía mencio­narse si no tuviese relación con sucesos futuros. Los capita­nes Guise y Spry, imaginándose volvería yo entonces a Valparaíso, y que el comparativo mal éxito de la expedición se me atribuiría a mí, y no a la mala calidad de los cohetes, y a las instrucciones que me habían dado de no hacer otra cosa más que el usarlos, procuraron mover un motín, esparciendo voces de que era mi intención el que los buques que habían quedado a la suerte de afuera no participasen del premio de las presas, razón por la que los había dejado atrás; que había yo también permitido a los oficiales saquear las presas a dis­creción antes de salir del río, diciendo, además, que mi ob­jeto era reclamar una doble parte por haber obrado como almirante y capitán

No quedando la menor duda de que ellos eran los que diligentemente habían esparcido estas voces, con el objeto de entrar en el puerto de Valparaíso con la escuadra en un esta­do de descontento, determiné tomar seria noticia de su con­ducta. Estando practicando estas diligencias ambos me empe­ñaron su palabra de honor de no haber esparcido ni aún oído semejantes voces

Pero no era mi intención volver a Valparaíso, ni menos hacer conocer mis futuros planes a oficiales que me eran tan opuestos

El 13 de diciembre el mayor Miller se hallaba bastante mejorado para poder ser transportado a bordo de la almiran­ta, ejecutado lo cual despaché el Lautaro a Valparaíso con las dos presas, habiendo antes añadido a su armamento los bonitos cañones de bronce cogidos en la Vigonia. El Galvari­no y Pueyrredón quedaron a la observación de los movimientos de la fragata española

Como el lector puede suponer, me había contrariado mu­chísimo no haber satisfecho mi intento en el Callao, por cau­sas enteramente independientes de mi voluntad, pues los ma­los cohetes y la peor mala fe del ministro de Marina en no suministrarme las tropas que me había ofrecido, no eran fal­tas mías. Mis instrucciones, según se ha dicho, habían sido cuidadosamente preparadas para impedirme hacer nada que fuese temerario, que era como mi primer viaje al Callao ha­bía sido calificado por algunos oficiales que servían a mis órdenes, quienes no sabían batirse bien. Por otro lado, el pueblo chileno esperaba imposibles, y yo anduve por algún tiempo revolviendo en mi mente el modo de ejecutar algo que la satisficiese y aquietase mi amor propio herido. Ahora no tenía más que un buque: de modo que no había otras inclinaciones que consultar; del concurso del mayor Miller estaba yo seguro, sobre todo cuando se trataba de atacar, aun­que una bala en un brazo, otra en el pecho, que le había salido por la espalda y la mano izquierda estropeada para toda la vida, no eran incentivos para batirse que prometie­sen mucho, por lo que toca a la fuerza física; la fuerza moral de mi huésped estaba, sin embargo, intacta y su capacidad para llevar adelante mis planes era aún mayor que antes, por estar más madura a fuerza de severa experiencia

Mi designio era, con la almiranta sola, dar un golpe de mano a los numerosos fuertes y la guarnición de Valdivia, fortaleza que hasta entonces se había considerado inexpugna­ble, impidiendo así el mal efecto que causaría en Chile el no haber salido bien con nuestro empeño delante del Callao. La empresa era arriesgada; sin embargo, no iba a hacer nada que fuese inconsiderado, estando resuelto a no emprender cosa alguna hasta haberme convencido completamente de su practicabilidad. La temeridad, bien que se me haya impu­tado muchas veces, no es un rasgo de mi carácter. Hay teme­ridad que no calcula las consecuencias; pero cuando este cálculo está bien cimentado aquélla desaparece. Y ahora que no estaba encadenado por gentes que no querían favorecer mis operaciones como debían, me resolví a tomar Valdivia, lo que esperaba si la empresa correspondía a mis designios

El primer paso era evidentemente hacer un reconoci­miento de la plaza, adonde llegó la almiranta el 18 de enero de 1820, bajo pabellón español, haciendo señales para que se nos mandase un práctico, el cual, como los españoles toma­sen al O’Higgins por la Prueba, tanto tiempo esperada, vino al momento, y con él una escolta de honor, compuesta de un oficial y cuatro hombres, que al instante que pusieron el pie a bordo fueron hechos prisioneros. Al práctico se le mandó nos llevara a los canales que conducían a los fuertes, mientras que el oficial y sus hombres, viendo cuán poco probable era pudiesen escaparse, creyeron de su interés darme todas las informaciones que les pedí, las cuales robustecieron más y más mi confianza de poder atacar con buen éxito. Entre otras cosas supe que se estaba esperando la llegada del bergantín de guerra Potrillo, con dinero a bordo para pagar a la guar­nición

El comandante de ésta, viéndonos tan ocupados en reconocer el canal, principió a sospechar que nuestro objeto podría tal vez no ser del todo pacífico, confirmándole en estas sospechas la detención de su oficial. De repente, los diferen­tes fuertes rompieron un vivo fuego contra nosotros, al que no replicamos, y como nuestro reconocimiento estaba ya he­cho nos pusimos fuera de su alcance. Habiendo ocupado dos días en el reconocimiento, al tercero se descubrió a la vista el Potrillo, y como nuestra bandera española también le en­gañara, fue capturado sin disparar un tiro, hallando a bordo 20.000 pesos y algunos despachos importantes

Como nada podía emprenderse sin tropas, de las que los ministros chilenos tuvieron buen cuidado de no proveerme, me determiné a hacerme a la vela para Concepción, en donde el gobernador Freire [4] tenía una fuerza considerable para contener a las hordas salvajes de los indios que, capitaneados por el monstruo Benavides y su hermano, con los españoles se empleaban en asesinar a los indefensos patriotas. El 22 de enero fondeamos en la bahía de Talcahuano, en donde ha­llarnos al bergantín de Buenos Aires, Intrépido, y la goleta chilena Moctezuma

El Gobernador Freire nos recibió con mucho agasajo, y luego que le expuse mis planes puso a mi disposición 250 hombres mandados por un intrépido francés, el mayor Beauchef [5] a pesar de que Freire estaba en vísperas de atacar a Benavides, y debilitando así su división podía incurrir en el desagrado del Gobierno. No se perdió tiempo en embar­car a la gente en los tres buques, habiéndose admitido en el servicio al Moctezuma y el bergantín de Buenos Aires prestádose a acompañarnos

Era altamente recomendable por parte del general Frei­re el poner esas tropas a mis órdenes, tanto más cuanto que iban destinadas a hacer un servicio del que no podía redun­darle ningún elogio, aun suponiendo que saliese bien, mien­tras que, si se malograba, le hubiera ciertamente acarreado gran censura. Sabía además de eso, que el ministro se había abstenido de suministrarle tropas regulares; con todo no sólo contribuyó con ellas generosamente, sino que me dio palabra de no comunicar mis planes al Gobierno, ocultando al mismo tiempo a los oficiales nuestra expedición y recomendán­doles no se cargasen de equipaje, pues sólo íbamos a Tucapel para acosar al enemigo en Arauco, haciendo creer de este modo que nuestro objeto era ayudar al general Freire contra Benavides, en tanto que era él quien nos ayudaba a tomar Valdivia

Aunque habíamos obtenido tropas, no por eso estábamos al final de nuestras dificultades. La almiranta sólo tenía a bordo dos oficiales navales, el uno en arresto por desobedien­te, mientras que el otro era incapaz de desempeñar el cargo de teniente; de manera que yo tenía que hacer de almirante, de capitán y de teniente, alternando, o, mejor dicho, velando continuamente de guardia, puesto que el solo oficial dispo­nible era tan incompetente

Salimos de Talcahuano el 25 de enero y entonces comu­niqué mis intenciones a los oficiales, quienes mostraron grande ardor por la causa, dudando solamente del éxito por razo­nes de prudencia. Al hacerles presente que cuando proyec­tos repentinos se ejecutaban con decisión casi siempre salían felices, a despecho de la desigualdad de fuerzas, gustosos abra­zaron mis planes, y como el mayor Miller se hallaba ahora suficientemente restablecido, su valor como comandante era mayor que nunca

El 29 por la noche nos hallábamos junto a la isla de Quiriquina, en calma muerta. Encontrándome sumamente fatigado por haberme ocupado en quehaceres subalternos, me tendí un instante a descansar, dejando el buque al cuidado del teniente, quien, prevaliéndose de mi ausencia, se retiró también a descansar, dejando en vela a un guardiamarina, que se quedó dormido. Sabiendo lo peligroso de nuestra po­sición, había dado estrictas órdenes para que se me llamara en el instante en que se levantase una brisa; pero no se cum­plieron estas órdenes; un viento repentino cogió al buque desprevenido, y el guardiamarina, en sus esfuerzos para hacer­le virar, lo encalló sobre la punta escarpada de una roca, en donde se quedó golpeando, medio suspendido de la quilla, de modo que si la marejada hubiese acrecentado, se habría inevitablemente hecho añicos

Nos hallábamos a 40 millas del continente y fuera de vis­ta del bergantín y la goleta. El primer impulso de los oficia­les y marinos fue abandonar el buque; pero como teníamos 600 hombres a bordo y en los botes sólo podían acomodarse 150, eso no habría sido más que una lucha a muerte para salvar la vida. Haciendo comprender a la gente que los que se escapasen sólo podrían llegar a la costa de Arauco, en don­de no encontrarían más que torturas y muerte inevitable a manos de los indios, pude con mucha dificultad hacerles adoptar la resolución de ensayar el salvamento del buque

La primera sonda nos dio cinco pies de agua en la sen­tina, y las bombas estaban enteramente fuera de uso. Nuestro carpintero, que sólo lo era de nombre, no acertaba a componerlas; pero como yo entendía algo de carpintería me quité la casaca, y a eso de medianoche las dejé en estado de fun­cionar, entretanto el agua nos iba entrando, bien que toda, la tripulación estaba atareada en achicarla con los cubos

Grande fue nuestra satisfacción al ver que no se acrecen­tó la entrada de agua, por lo que, levando el anclote, comen­cé a virar el buque, y los oficiales vociferaban que querían antes saber el estado de la abertura. A esto me opuse expre­samente, por creerlo calculado a abatir la energía de los hombres, en tanto que, como íbamos ganando ventaja sobre la vía de agua, no quedaba duda que el buque flotaría hasta llegar a Valdivia, punto principal adonde debíamos dirigir nuestras miras, siendo mi objeto tomar la fortaleza, y en se­guida se repararía el buque con comodidad. Como no era la fuerza física lo que faltaba a bordo, al fin se le hizo flotar; pero habiéndose inundado el almacén de pólvora, todas las municiones se inutilizaron, excepto las pocas que había sobre el puente y en las cartucheras de los soldados, aunque esto me daba poco cuidado, pues que de ello surgiría la necesidad de servirse de la bayoneta en nuestro premeditado ataque, haciendo frente a los españoles con esta arma, a que siempre habían mostrado un gran terror

Antes de tocar tierra al sur de Punta Galera, trasladé con una mar crecida las tropas y marinos del O’Higgins al Intrépido y Moctezuma, al que transferí mi pabellón, man­dando que el O’Higgins se mantuviese a una cierta distancia fuera de vista de tierra, siendo mi intención desembarcar aquella misma noche y coger a los españoles por sorpresa; pero este plan, se frustró por haber sobrevenido calma

Las fortificaciones de Valdivia están situadas a los dos lados de un canal; su ancho es de tres cuartos de milla, y do­minan la entrada del surgidero y el río que conduce a la po­blación, cruzando sus fuegos en todas direcciones de un mo­do tan efectivo que, con alguna cautela por parte de la guar­nición, ningún buque podría entrar sin ser muy maltratado, mientras que al áncora su exposición es igual. Los principa­les fuertes de la ribera occidental están colocados en el orden siguiente: El Inglés, San Carlos, Amargos, Chorocamayo Alto y Castillo del Corral. Los del lado oriental son Niebla, fren­te por frente del Amargo y Piojo; en tanto que la isla de Mancera es un fortificado castillo, montado con piezas de grueso calibre, dominando toda la extensión de la entrada del canal. Estos fuertes, con algunos otros, eran quince, y en manos de una guarnición experta hacían casi inexpugnable a la plaza, siendo poco menos que inaccesibles las riberas so­bre las que están construidos, a causa de la resaca, a excep­ción de un pequeño desembarcadero en la Aguada de los Ingleses

Hacia este desembarcadero dirigimos primeramente nues­tra atención, anclando el bergantín y la goleta cerca de los cañones del fuerte Inglés, en la tarde del 3 de febrero, con una mar de leva que hizo impracticable un desembarque inmediato. Tuviéronse a las tropas bajo cubierta, y para que nada sospecharan los españoles aparentamos que acabábamos de llegar de Cádiz y que teníamos necesidad de un práctico, por lo que nos dijeron enviáramos un bote por uno. A esto respondimos que al pasar el Cabo de Hornos la mar se había llevado todos nuestros botes. No quedando del todo satisfechos, comenzaron a reunir tropas en el desembarcadero y a tirar cañonazos de alarma, trayendo inmediatamente al fuerte Inglés las guarniciones de los fuertes del Sur, pero sin molestarnos

Desgraciadamente para la estratagema de la pérdida de nuestros botes, que teníamos entonces cuidadosamente ocul­tos a sotavento de los buques, uno se largó por la popa, des­cubriendo así nuestros designios, por lo que los cañones del fuerte Inglés, bajo los cuales nos hallábamos, hicieron inme­diatamente fuego sobre nosotros, atravesando la primera bala los costados del Intrépido y matando a dos hombres; de modo que fue preciso desembarcar a pesar de la mar gruesa. Tenía­mos solamente dos lanchas y un esquife, en el que entré yo para dirigir la operación; el mayor Miller iba delante, con cuarenta marinos, en la primera lancha, bajo el fuego de los que defendían el desembarcadero, y como el patrón cayese herido, tuvo aquel jefe que tomar el timón, cuando en esto una bala le atravesó el sombrero, rozándole la coronilla de la cabeza. Mandando hacer fuego a unos pocos solamente de su partida, todos saltaron en el desembarcadero, haciendo correr al enemigo a la bayoneta. En este momento llegó la se­gunda lancha del Intrépido, y de este modo 300 hombres to­rnaron en menos de una hora pie firme en tierra

La tarea más dificultosa era la captura de los fuertes, que estaba aún por comenzar; el único camino que había para acercarse al primero, el fuerte Inglés, era un sendero o precipicio por donde los hombres podían sólo marchar de uno en uno, no siendo accesible el fuerte mismo más que por una escalera de mano que los enemigos habían recogido después de haber sido derrotados por el mayor Miller

Tan pronto como anocheció, una partida de hombres escogidos, bajo la dirección de un prisionero español, se ade­lantó en silencio al ataque, esperando caer sobre un cuerpo enemigo fuera del fuerte; pero, como todos habían vuelto a entrar, nuestra gente no encontró oposición

Habiendo esta partida tomado posición, avanzó el grueso de la fuerza dando vivas y disparando al aire, haciendo ver así a los españoles que su mayor confianza la ponían en la bayoneta. El enemigo, entretanto, continuó un fuego ince­sante de artillería y fusilería en la dirección de donde venía la gritería; pero sin que causase daño alguno, por no poder hacer puntería en la oscuridad. Mientras los patriotas iban así adelantándose ruidosamente, un joven y valiente oficial, el abanderado Vidal [6] que anteriormente ya se había dis­tinguido en Santa, logró penetrar hasta el fuerte por la parte de tierra, y ayudado de algunos hombres llegó a arrancar, sin ser notado, unas palizadas, con las que construyó un puente sobre el foso; por él entró con su pequeña fuerza, y sin ruido se formaron bajo las ramas de unos árboles, teniendo la guarnición toda su atención dirigida al ruido de los patriotas en una dirección opuesta

Una descarga que hicieron los hombres de Vidal hizo creer a los españoles que habían sido cogidos de flanco y sin esperar a examinar el número de los que los flanqueaban echaron de repente a correr, inspirando el mismo pánico a una columna de 300 hombres formados detrás del fuerte. Los chilenos, que iban llenos de bríos, los pasaron a la bayoneta por docenas en los esfuerzos que hacían para llegar a los otros fuertes que estaban abiertos para recibirles; de modo que los patriotas entraban al mismo tiempo que ellos, persiguiéndolos de fuerte en fuerte hasta el Castillo del Corral, y también a otros 200 que habían abandonado algunos caño­nes que tenían ventajosamente apostados sobre una altura en el fuerte de Chorocamayo. El Corral fue asaltado con la mis­ma rapidez, huyendo en botes a Valdivia algunos de los enemigos, otros penetrando en los bosques, en tanto que más de ciento, sin contar varios oficiales, cayeron en nuestro po­der, hallando al día siguiente igual número pasados a la ba­yoneta. Nuestra pérdida fue de siete muertos y 19 heridos

Los españoles, sin duda alguna, habían considerado in­atacable su posición, lo que, considerado lo dificultoso de su acceso y casi natural impenetrabilidad debiera haberlo sido si se hubiesen defendido como era debido. Conocieron su error cuando ya era demasiado tarde, verificándose así mi pre­cedente observación a los oficiales militares que un ataque sobre el punto que menos se espera es casi siempre coronado por el éxito. Mucho menos esperaban los españoles un ataque de noche, el más favorable de todos para el embiste, por re­querir unidad de acción, y el menos ventajoso para la parte acometida, porque infunde dudas y pánico que casi siempre concluyen en irresolución y derrota. La guarnición se com­ponía de un batallón de línea, el Cantabria, de unas ochocientas plazas, al que se habían agregado más de mil milicianos

El 4 entraron en el puerto el Intrépido y Moctezuma, que habían quedado en la Aguada Inglesa, haciéndoles fuego al pasar el fuerte Niebla de la ribera oriental. Luego que echaron anda en Corral se volvieron a embarcar 200 hombres para atacar los fuertes Niebla, Carbonero y Piojo. Estando ahora a la vista el O’Higgins, cerca de la entrada del puerto, los españoles abandonaron los fuertes de la banda oriental, creyendo, sin duda, que como los de la otra ribera se habían tomado sin la ayuda de la fragata ahora que ésta había lle­gado no podrían defenderlos con buen éxito, por lo cual se desembarcaron las tropas patriotas en el fuerte Niebla, hasta que la marea permitiese conducirlas a la villa de Valdivia

Al cruzar el puerto, el Intrépido, que no había tomado la precaución de echar la sonda, se varó en un banco del canal, en donde, llenándose de agua con la resaca, se fue por último a pique. Tampoco estaba el O’Higgins en condición mucho mejor, por el daño que había recibido en Quiriquina, habiendo sido necesario dar con él en un banco de légamo, cerca de tierra, como el único medio de evitar se fuese a pique en mayor fondo; de manera que el solo buque que que­daba era la pequeña corbeta Moctezuma

El 6 volviéronse a embarcar las tropas río arriba en per­secución de la escapada guarnición, cuando recibimos un par­lamentario informándonos habían abandonado la villa, después de haber saqueado las casas particulares y los almacenes, y juntamente con el gobernador, el coronel Montoya, había huido con dirección a Chiloé. A consecuencia de los desórde­nes que habían cometido los españoles antes de ponerse en retirada, la villa estaba en la mayor consternación; muchos de sus habitantes la habían abandonado. La proclama que di para que nadie fuese molestado en su persona y bienes, produjo, sin embargo, el efecto de inducirlos a volverse, y un bando adicional para que ellos mismos nombrasen goberna­dor restableció al punto el orden y tranquilidad, siendo en general buenas las disposiciones del pueblo, en tanto que cualquiera inclinación que pudiese haber quedado en favor de la dominación española se había desvanecido en presencia de las tropelías cometidas por las tropas realistas antes de echar a correr

Como las fortificaciones eran tan numerosas, había pensado en un principio derribarlas y embarcar la artillería, temiendo que los españoles que se habían escapado a Chiloé, en donde había otro regimiento, volviesen a recobrarlas des­pués de mi partida, pues la fuerza que yo podía dejar para guarnecerlas era insignificante luego que la hubiese distribui­do entre quince fuertes. Pero bien pensado, no pude resol­verme a destruir fortalezas cuya erección había costado más de un millón de pesos, y que el Gobierno encontraría dificultoso volver a reemplazar, por lo que determiné a dejarlas intactas con su artillería y municiones, teniendo la intención de hacer, antes de mi regreso a Valparaíso, más completa la derrota de los españoles que habían huido

El botín que cayó en nuestras manos, excluyendo el valor de los fuertes y edificios públicos, era considerable, siendo Valdivia el depósito militar general de la parte sur del Con­tinente. Entre los pertrechos militares había más de 1.000 quintales de pólvora, 10.000 balas de cañón, de las cuales 2.500 eran de bronce; 170.000 cartuchos de fusil; una gran cantidad de armas menores; 128 cañones, 53 de los cuales eran de bronce y el resto de hierro; el buque Dolores, que después se vendió en Valparaíso en 20.000 pesos, con alma­cenes públicos que rindieron igual valor, y plata labrada que el general Sánchez había anteriormente robado de las iglesias de Concepción evaluada en 16.000 pesos

Por la correspondencia hallada en las oficinas de Valdivia, resultaba claramente que Quintanilla, gobernador de Chiloé, tenía graves temores de que hubiese una sublevación en San Carlos, por lo que, en vez de volverme a Valparaíso, me resolví a ver qué partido podría sacar allí. La pérdida del Intrépido era una disminución de consecuencia en nues­tros medios de transportar tropas, y la almiranta ya no podía navegar más; como nos quedaba, sin embargo, la Dolores, resolvimos atestarla, como al Moctezuma, con todas las tropas disponibles, dejando a las órdenes del mayor Beauchef, todas las que habían venido de Concepción

Entretanto despaché a Valparaíso una piragua con la noti­cia de nuestro triunfo; estas nuevas inesperadas, según supi­mos más tarde, causaron un entusiasmo popular como jamás se había visto en Chile. Lo más divertido del asunto fue que por el tiempo en que llegaron mis partes a Valparaíso anun­ciando nuestra victoria, habían también llegado los tres bu­ques de la escuadra, y el capitán Guise y sus oficiales atribu­yeron el mal éxito de los cohetes delante del Callao a mi fal­ta de habilidad para usarlos, queriendo sacar por consecuen­cia que no tenía yo capacidad para mandar una escuadra. Ni una palabra de censura se profirió entonces contra el pobre Goldsack, quien había dirigido su fabricación, y que en ver­dad no merecía ninguna, bien que la culpa que luego se le echó fue causa de su ruina, como ya se ha dicho

A esa alegación de falta de capacidad de mi parte, aña­dió Zenteno una elaborada acusación contra mí, tratándome de insubordinado, por no haberme vuelto según me lo pre­venían mis instrucciones, felicitándose toda la camarilla de que se me depondría con ignominia. El pueblo mismo no sa­bía qué juicio emitir, pues le ocultaban todo lo que podía ayudarle a formar una recta opinión, teniendo gran cuidado llegase sólo a su noticia cuanto se fabricaba en descrédito mío. Al llegar las noticias de mi victoria, se echó inmediata­mente tierra a todo esto; los ministros, para recobrar el cré­dito perdido, uniéronse al entusiasmo popular, que inútil­mente hubieran querido impedir, y abrumaron de reproches al infeliz Goldsack por el mal éxito de sus cohetes, aunque toda la culpa era del Gobierno, por haber empleado a los prisioneros españoles como obreros


[1] Pisco: puerto al sur del Callao, en el departamento de Ica.

[2] Son famosos los vientos de esta zona, llamados con el nombre indí­gena de “paracas”, al que se debe el de una bahía inmediata, la de “Paracas”, qla que fue rebautizada como “Independencia” apor haber desembarcado allí las fuerzas expedi­cionarias de San Martín, el 8 de Septiembre de 1820.

[3]Isla a la entrada de la ría de Guayaquil o del Guayas.

[4]Ramón Freire.

[5]Jorge Beauchef, militar francés, combatió por la independencia de Chile. Dirigió la Academia de Guerra. Murió en 1840.

[6]Francisco Vidal, peruano, entonces militar de baja graduación, fue de los primeros en enrolarse en el ejército patriota, apenas empezaron las incursiones sobre el Perú. Más tarde llegó a ser Presidente de la República del Perú.