Memorias de Lord Thomas Cochrane/Capítulo 14

De Wikisource, la biblioteca libre.

Injusticia hecha a la escuadra; Inconsistencia de esta conducta; Despójaseme de la hacienda; Mis pérdidas en litigios; Esfuerzos para hacer buenas mis reclamaciones; Mezquinas excusas para evadirlas; Hácenme responsable de gastos del ejército y me obligan a pagar costas por haber hecho presas legales; Apruébase en aquel tiempo mi conducta; Aprobación ministerial; Al fin me dan una escatimada compensación; Corrupción ministerial; Pruébalo San Martín; Causa de la animosidad oficial que había contra mí. Conclusión.


Mis servicios en Chile y en el Perú han sido tan extensamente relatados en estas páginas, que es inútil recapitularlos. Haré, por lo tanto, saber la recompensa que tuvieron.

Con motivo de las discusiones políticas anteriormente referidas, me ví obligado a salir de Chile sin ninguno de los emolumentos que se debían a mi clase como comandante en jefe de la Marina, ni parte alguna de las cantidades que me pertenecían, así como a los oficiales y marineros; esas cantidades, en la creencia de que se nos reembolsarían, se habían, a mis instancias, aplicado a las reparaciones y mantenimiento de la Escuadra en general, pero más especialmente en Guayaquil y Acapulco, al ir en perseguimiento de la Prueba y Venganza. Ni tampoco se nos dio ninguna compensación por el valor de los abastos capturados y recogidos por la Escuadra, con los cuales se sostuvo principalmente su eficacia durante todo el período del bloqueo del Perú.

También se obligaron los movimientos revolucionarios ya detallados a abandonar el Pacífico sin que el Perú nos acordase compensación alguna ni a mí ni a los oficiales que permanecieron fieles a Chile, aunque mi ausencia no debió haber sido un obstáculo hacia el logro de una indemnización tal como la que el soberano congreso acordó a los generales y oficiales del Ejército, quienes, sin embargo, recibieron (aunque fue San Martín quien les impidió hacer algo de importancia para libertar al país) una recompensa de 500.000 pesos, en tanto que a mí y a la Escuadra sólo se nos dieron las gracias por “las arriesgadas proezas en favor del Perú, hasta aquí”, para citar las expresiones del congreso, “bajo la tiranía del despotismo militar, pero ahora el árbitro de sus destinos”. Hasta al mismo “déspota militar” se le acordó una pensión de 20.000 pesos, para librarse de él, sin duda, según se ha dicho; pero yo fui quien dio el golpe mortal a su poder usurpado, con embargar el tesoro de Ancón, a fin de pagar a la Escuadra, y con rehusarme constantemente a acceder a sus insidiosas insinuaciones para que le ayudase a hollar aún más las libertades del Perú. Apenas se hace posible que el Gobierno peruano, aun al presente, pueda contrastar, de un modo un tanto satisfactorio, las frívolas gracias que sólo se dieron a uno, para servirme de las palabras del soberano congreso en su voto de encomios que me dirigió, “por cuyo talento, mérito y valor, el océano Pacífico ha sido libertado de los insultos de enemigos y su pendón de la libertad ha sido plantado en las riberas del Sur”, pueda contrastar, dije, esas frívolas gracias con las recompensas que prodigó al enemigo de esa libertad, y aun hasta a aquellos oficiales que desertaron de Chile para servir las espaciosas miras del Protector, de cuyas recompensas se privó enteramente a todos aquellos que permanecieron fieles a su deber.

Más injustificable ha sido todavía el descuido de los Gobiernos peruanos que se han sucedido sin llenar obligaciones existentes. El supremo director de Chile, admitiendo, como deben hacerlo los peruanos, la justicia de tener éstos que pagar, a lo menos, el valor de la Esmeralda, cuya captura fue el golpe mortal del poder español, me envió una letra de 120.000 pesos contra el Gobierno peruano, la cual fue protestada y nunca después pagada por ninguno de los Gobiernos que se sucedieron. Hasta los 40.000 pesos estipulados como multa por las autoridades de Guayaquil, en caso de que se entregase la Venganza, nunca se han liquidado, a pesar de que la fragata fue puesta en poder del Perú en contravención a la estipulación escrita previamente aducida, siendo de este modo agregada a la Marina del Perú sin costo para el Estado, pero en realidad a expensas de la Escuadra de Chile, que le persiguió hasta Guayaquil. Difícil es comprender cómo los Gobiernos sucesivos del Perú pudieron haber reconocido esta apropiación con detrimento de aquel a quien su primer Gobierno independiente había elogiado con tanto empeño.

Volvamos, no obstante, a mis relaciones con Chile. Poco después de mi partida para el Brasil, el Gobierno reasumió por fuerza, sin poderlo evitar de mi parte, la hacienda de Río Claro, la cual se me había adjudicado a mí y a mis descendientes a perpetuidad, en calidad de remuneración por la captura de Valdivia, expulsando sumariamente de ella a mi mayordomo el señor Edwards, que yo había dejado allí para administrarla y dirigirla. Situada como estaba esta propiedad en los confines de la frontera indiana, en verdad que era una recompensa de bien poca importancia por haber destruido los últimos vestigios del poder español en el territorio continental de Chile. El haberla reasumido, sin un pretexto siquiera, es un acto que redunda en grande ignominia para los que lo han perpetrado, ya sea por sentimientos de venganza, ya por más bajos motivos.

La cantidad de 67.000 pesos, cuyo pronto pago me había prometido el supremo director después de nuestro regreso de Valdivia, nunca se ha pagado, aunque la conquista de esa fortaleza fue la causa inmediata del buen éxito de las negociaciones para obtener un empréstito en Inglaterra, lo que, antes de este evento, había sido imposible. Por una notable coincidencia, el primer plazo de este empréstito llegó a Valparaíso al tiempo de mi partida; pero los negociantes ingleses, a quienes iba consignado, no permitieron desembarcar el dinero, con motivo de la desorganización en que había sumido al Estado la corrompida conducta del Ministerio.

No me han ofrecido ni he obtenido compensación alguna por las graves heridas recibidas en la captura de la Esmeralda, siendo que por éstas todos los Estados acuerdan una asignación separada. Hasta me privaron de la gran cruz de la Legión del Mérito, conferida por la captura de la Esmeralda, en tanto que en su lugar se me había expuesto a los mayores insultos imaginables, retirándome hasta el último buque de guerra que estaba bajo mi mando.

Desgraciadamente, esta ingratitud por servicios prestados fue la menor de las desgracias que me acarrearon mis buenos deseos hacia Chile. A mi regreso a Inglaterra, en 1825, luego que terminaron mis servicios en el Brasil, me encontré enredado en litigios por haber apresado embarcaciones neutrales en conformidad a las órdenes del entonces no reconocido Gobierno de Chile. Estos litigios me cuestan directamente más de 70.000 pesos, e indirectamente más del doble de esta suma; pues para hacer frente a estos gastos me ví obligado a vender propiedades con gran deprecio, entre otras, mi casa y terreno en el Parque del Regente, cuya sola pérdida ascendió a más de 30.000 pesos, mientras que las que tuve por otras propiedades, también sacrificadas, se elevan a mucho más; por manera que, en vez de recibir algo por mis esfuerzos en favor de la causa de la independencia de Chile y el Perú, he perdido más de 125.000 pesos, siendo esto más del doble de lo que recibí como paga mientras estuve a la cabeza de la escuadra chilena; en otros términos: no solamente no obtuve ninguna compensación por mis servicios en Chile, sino que me vi además obligado a sacrificar todo lo que después había ganado en el Brasil, para satisfacer reclamaciones dimanadas de haber hecho embargo ¡por orden del Gobierno chileno! Estas pérdidas no han sido de ningún modo compensadas por parte de aquéllos a quienes tan celosa y fielmente serví en sus momentos de apuro; ni menos por parte del Perú, por cuyo país casi todos estos pleitos se me originaron, bien que los servicios de la escuadra no cuestan nada a dicho país ni a Chile, excepto lo que éste gastó primitivamente en equiparla de un modo ineficaz, habiendo tenido que proveer y mantener a los buques a costa del enemigo, y hasta haber pagado los salarios de las tripulaciones con sus propios premios de presas, los que nunca se devolvieron.

Durante diez y seis años estuve haciendo incesantes esfuerzos para inducir a los Gobiernos que se sucedieron en Chile a que liquidasen mis cuentas, pero en vano; al cabo de ese tiempo, no me causó poca sorpresa e incomodidad el recibir del contador general una demanda para que le explicase estas cuentas, a pesar de que durante mi permanencia en Chile no cesé de rogarle las investigase oficialmente; porque, sin embargo de que el Gobierno aprobaba todo lo que yo había hecho, preví que podría haber algún quid pro quo como pretexto para continuar en su injusticia.

Si las cuentas no se arreglaron antes de que yo saliese de Chile no fue culpa mía, pues me vi, para mi propia defensa, obligado a dejar el país, a menos que quisiese tomar parte con el último supremo director en mantener a un ministerio que, sin que él lo supiese, era culpable de actos de la mayor codicia y perversidad, o ayudar al general Freire a derribar a uno que yo apreciaba por haberle considerado siempre un hombre sincero y honrado.

El venirme, por lo tanto, en 1838, a pedir explicaciones acerca de cuentas complicadas que se entregaron al Gobierno chileno y que se tuvieron por irrecusables en 1821 y 1822, era un modo de obrar indigno, tanto más cuanto que muchas de las explicaciones requeridas eran de naturaleza despreciable, pidiendo razón del desembolso hasta de un solo peso en las cuentas del contador de navío, como si en medio de operaciones de tal magnitud como las que condujeron a la consumación de todos los objetos propuestos, pudiese yo ocupar mi tiempo en pequeños detalles, ni menos estaba obligado a prestarle mi atención desde que el Gobierno no nos había provisto de una persona competente para llevar el asiento de los gastos de la Escuadra.

Las explanaciones así pedidas, después de un lapso de cerca de veinte años, eran en número de ciento, lo que no era mucho para una serie de cuentas que se extendían a más de tres años de prosecución de un servicio arduo durante el cual tenía que encontrar medios de mantener a la Escuadra, cuyos gastos se ponían ahora en duda por la primera vez. Se juzgará mejor de lo despreciable que eran muchos de los artículos en disputa, por lo que sigue:

Núm. 4. Documentos justificativos pedidos por el valor de 10 pesos de carne de carnero.
Núms. 23 a 32. Certificados por cajas de aguardiente de Ginebra perdidas en el San Martín.
Núm. 40. Alcance de nueve pesos en los libros de pago del Lautaro.
Núm. 42. Alcance de tres pesos en los libros de pago de la Independencia.
Núm. 69. Error de tres pesos en la tasa de mercancías capturadas en Arica.
Núm. 73. Cuarenta pesos por reparaciones de bombas, en circunstancias en que apenas se podían mantener los buques sobre el agua.
Núm. 75. Imputado error de un peso en la compra de 756 galones de Ginebra, etc., etc.

En adición a otros muchos menudos artículos de este género se me culpaba de haber dado premios a los marineros sin estar autorizado, aunque éstos hubiesen capturado los mismísimos caudales con que se les recompensaba, y se esperaba de mí abonase ciertas cantidades que habían desaparecido. Se ponía en duda hubiese yo surtido de timones y aparejos a los buques que había cortado y cogido delante de las baterías del Callao, y no se dudaba que éstos no hubiesen podido salir del puerto sin ser equipados de nuevo, puesto que los españoles les habían quitado los aparejos antes de que fuesen capturados. Se me exigía después de un lapso de diez y seis años produjese los libros del contador relativos a la captura de pertrechos, cuando aquéllos habían sido enviados a su debido tiempo al Ministerio de Marina; con todo, el Gobierno no había suministrado los artículos necesarios para la seguridad de los buques, sea que navegasen o estuviesen fondeados, en tanto que los pertrechos que habían sido cogidos al enemigo y destinados al uso de la expedición eran otra tanta ganancia neta para el Estado.

Un acto todavía más injusto por parte del Gobierno chileno fue el pedirme los documentos justificativos de cómo se gastaron 50.000 pesos que había cogido el coronel Miller en el Alto Perú, y que invirtió en pagar y mantener a sus tropas, de cuyas transacciones no había tenido yo el menor conocimiento; el coronel Miller había, sin duda alguna, aplicado fielmente dichas sumas a las exigencias del servicio en que se hallaba empeñado, haciendo simplemente saber que había capturado, o de otra manera, recogido 32.000 pesos, con los que había dado a su gente dos meses de paga, y uno más de gratificación en premio de su bizarría; conducta no menos necesaria que equitativa, pero que los cortos alcances del Ministerio no supieron apreciar. Como quiera que sea, no se me había remitido ningún documento justificativo durante mi permanencia en la costa, como se verá por la siguiente carta del coronel Miller:

Ica, Agosto 27 de 1821.
Mi lord:
Inclusa va una apuntación del dinero recibido y del que se ha invertido en la división de mi mando. Tan pronto como lo permita el tiempo someteré a la aprobación de su señoría otra relación más detallada y circunstanciada.
He escrito al comandante Soler, que se halla en Lima, para que dé a V. S. los necesarios pormenores relativos a la captura del dinero.
Tengo el honor, etc.
Wm. Miller, Coronel comandante de la división del Sur.

Jamás volví a ver después al coronel Miller ni a su división en el Perú; pero todo lo que él había gastado en emancipar al país se me cargó a mí, haciéndome de este modo responsable del costo de sus victorias, sin embargo, de que ni el uno ni el otro Gobierno habían gastado un solo peso para obtenerlas.

Pero el acto más flagrante de injusticia fue el deducir de lo que me era debido gastos y perjuicios por la detención de embarcaciones neutrales cogidas en conformidad a las órdenes de bloqueo expedidas por el Gobierno chileno. Las circunstancias eran las siguientes:

El Gobierno español había acordado el privilegio al Edward Ellice y a otros buques para transportar tropas de España al Perú; pero las discordias intestinas de la madre Patria impidieron se despachasen. En consecuencia de eso los dueños de aquellas embarcaciones reclamaron gastos de demora, los que el Gobierno español no consideró oportuno pagar; mas en lugar de ello les concedió permiso para llevar al Perú mercancías españolas. Estos buques así cargados se dirigieron a Gibraltar, en donde la casa de Gibbs y Compañía los proveyó de papeles ingleses, además de los manifiestos españoles de que se les había surtido en Cádiz, probando con este solo hecho el que consideraban ilegítima la especulación.

Provistos de este doble juego de papeles vinieron al Perú con el objeto de traficar; pero como yo estaba advertido de lo que pasaba, habiendo encontrado más tarde los duplicados españoles en la aduanas del Perú confisqué las embarcaciones con motivo de los papeles fraudulentos y por tener además contrabando de guerra a bordo, y estaba a punto de enviarlas a Valparaíso para ser adjudicadas, cuando en esto sus capitanes ofrecieron entregarme todas las áncoras, cables y cualquiera otro cargamento ilegal con tal que yo abandonase esta determinación, lo que verifiqué, aplicando estos artículos al uso de la escuadra chilena, la que a la sazón no tenía en ninguno de sus buques una sola anda de que poder fiarse.

Esta conducta adoptada causó satisfacción a los dueños y sobrecargos, como igualmente a sir Tomás Hardy cuando se le hubo explicado, en tanto que fue altamente aprobada del Gobierno chileno. Después de mi regreso a Inglaterra me suscitaron procesos hasta por el contrabando que me habían entregado voluntariamente los dueños; pero como estaba afortunadamente en posición de poder presentar los duplicados españoles, desistieron; de otro modo me hubiesen sumido en completa ruina por dar libertad a embarcaciones sujetas a condenación, y al propio tiempo proveer gratuitamente a los buques de guerra chilenos de los artículos esenciales de que estaban enteramente destituidos.

A fin de granjearse la voluntad de los negociantes ingleses de Valparaíso, el tribunal de Marina dejó libres a varias embarcaciones cogidas con arreglo a las órdenes del Gobierno, o cargando a mi cuenta los gastos y perjuicios, y esto en contravención del derecho que le asistía de bloquear y apresar, según se había hecho presente al jefe dé Escuadra sir Tomás Hardy, quien, a pesar de la protección que ofrecía a los buques ingleses, reprobó se prevaliesen de ella para abastecer al enemigo con contrabando de guerra, como se había verificado.

La opinión de sir Tomas Hardy era que si la parte bloqueadora no estaba en posición de hacer eficaz el bloqueo en toda la Costa, éste no podía ser reconocido en ninguna parte por la ley de las naciones; pero, al paso que expresaba su errónea opinión acerca de esta materia, añadía: “Ni tampoco puedo oponerme al derecho que el Gobierno chileno tiene de establecer y mantener bloqueo bajo el mismo pie que las otras partes beligerantes”.

Pero aun en el extremado punto de vista del señor Hardy estábamos en posición de establecer y mantener un bloqueo en su mayor extensión, y la mejor prueba del hecho es que se había establecido. Zenteno mismo, el ministro de Marina, hizo ver al señor Hardy del modo siguiente la competencia de la Escuadra para mantener el bloqueo, lo que él reconoció:

Nuestras fuerzas navales, tal vez aminoradas en aparente magnitud con la distancia, no se consideraban suficientes para mantener el bloqueo en toda su extensión, y, sin embargo, han tenido la gloria de hacer libres y de poner en las manos de los independientes americanos todos los puertos y costas del Perú, exceptuando sólo el puerto «el Callao. Por otra parte, en el mismo centro de este puerto, y bajo el fuego de sus baterías, la fragata de guerra española Esmeralda ha sido cortada por nuestras fuerzas navales y, por lo tanto, aumentádose nuestro poderío, en tanto que el enemigo se ha reducido a la nada.
José Ignacio Zenteno.

De modo que, en presencia de estas declaraciones por parte del mismo ministro chileno, respecto a la superioridad naval de la Escuadra en la costa del Perú, y el consiguiente derecho que tenía de aprehender, el tribunal de Marina, por sus siniestros fines, tuvo por conveniente decidir que era yo responsable de los embargos de embarcaciones neutrales que mis Capitanes hicieron sin mi conocimiento, condenándome a pagar los daños y perjuicios que causaron sus actos; siendo el resultado el habérseme multado en esto y en todos los otros cargos que encontró conveniente hacer en mi ausencia. La injusticia de este proceder es tanto más sorprendente cuanto que San Martín había sido nombrado comandante en jefe de la Escuadra lo mismo que del Ejército; de suerte que, aun suponiendo que las decisiones del tribunal de Marina fuesen justas, el vituperio recae sobre aquél y no sobre mí. Empero a él se le recompensó, y a mí se me obligó a pagar por actos ejecutados bajo sus órdenes.

En 1845, veintitrés años después de la emancipación del Perú y la destrucción del poder español en el Pacífico, el Gobierno chileno dedujo el montante de todas las sumas cargadas así injustamente a mi cuenta, y me acordó el saldo de 30.000 pesos por todos los servicios que presté al país. He dicho antes que a consecuencia de los pleitos que me suscitaron por haber cumplido las órdenes del Gobierno chileno sufrí en Inglaterra una pérdida de cerca de 125.000 pesos; de manera que, en vez de obtener una recompensa cualquiera por mis servicios a Chile y al Perú, la emancipación de éste y la completa independencia de aquél me cuestan 95.000 pesos de mi propio bolsillo.

Quisiera preguntar al pueblo chileno y al Gobierno si ahora no ven la manera injusta con que se me ha tratado, efecto de las bajas imposturas puestas entonces en juego para engañarle, bien que ésas han sido en parte compensadas por el ilustrado Gobierno actual, el cual, como lo ha hecho ver su reciente decisión, se compone de hombres de un carácter mucho más elevado que aquellos con quienes se me había puesto en contacto, y que, según tengo razones para creerlo, sabrán reparar la afrenta hecha al carácter nacional por sus predecesores de 1820 a 1823, haciéndose enteramente cargo del trato que se me ha dado.

Hago aquí con la mayor fidelidad esta narración para que puedan juzgar por sí mismos. Sólo añadiré que no se ha hecho en ella ni la más ligera aserción que no esté apoyada por documentos originales, los más importantes de los cuales se han insertado y están a punto de ser enviados a Chile fotografiados; de modo que, comparándolos con sus originales de oficio, su autenticidad será incontestable.

He dicho que el ministerio que había paralizado mis operaciones y que por sus mal solapados actos de interés echó por tierra al supremo director O’Higgins, estaba corrompido, por más que haya creído indigno estamparlo en una narración histórica y muy particularmente al exponer sus fraudulentas prácticas, de las que yo estaba bien impuesto. Con todo, al hacer un cargo semejante, creo de mi deber dar alguna prueba de ello; por lo tanto, aduciré simplemente en conclusión una sola de aquellas prácticas tan aborrecibles y que, a menos de no ir apoyadas en testimonios irrefragables, pudieran muy bien presentarme como un malicioso libelista que produce acusaciones increíbles.

Se ha probado en el curso de estas memorias, bien que nunca se haya impugnado, que la vigilancia ejercida en el bloqueo del Callao obligó a la guarnición española a salir de Lima por falta de víveres, y últimamente de la fortaleza, siendo esto el principal objeto del bloqueo. En el ínterin que estaba de este modo esforzándome en sitiar por hambre a los españoles, ¡los ministros chilenos estaban enviando grano para que se vendiese con un mil por ciento de beneficio a la guarnición bloqueada!

En tales términos se llevaba esto a efecto que el mismo general San Martín, conociendo la villanía de sus llamados sostenedores en el ministerio chileno, y temiendo el resultado, me puso en guardia escribiéndome la carta siguiente:

Huara, Febrero 10 de 1821.
Mi estimado amigo:
Estoy esperando con gran ansia las noticias de usted; ¡ojalá sean tan favorables como lo fueron las que recibí en Ancón cuando me hallaba en igual incertidumbre!
La Miantinomo viene de Valparaíso con permiso del Gobierno para introducir al Callao un cargamento de trigo; es preciso impedirlo a todo trance, pues sería una ruina el que en las circunstancias actuales se admitiese este ejemplo. De oficio digo a usted cuanto conviene sobre el particular.
Anteayer llegó la Andrómaca a Huacho, y, según me ha dicho el capitán Shirreff, regresará al Callao dentro de ocho días.
La condesa sigue en Huara sin novedad, pasando el tiempo del mejor modo que permiten las circunstancias.
Adiós mi amigo; sea usted feliz y cuente siempre con el sincero aprecio de su afectísimo.
José de San Martín.

Este testimonio por parte de uno que tenía por creaturas a los ministros más influyentes de Chile, es indisputable; pero en el caso presente su rapacidad alarmó hasta a su mismo patrón. Como quiera que sea, San Martín, no tiene razón en atribuir este alevoso atentado al Gobierno colectivamente, siendo incapaz el supremo director O’Higgins de unos hechos como los que se practicaban a la sombra de su autoridad, de los cuales éste es un solo ejemplo. Los verdaderos perpetradores de tales enormidades están presentes en la memoria de muchos chilenos que aún existen. Estos eran, empero, los hombres que, bajo la máscara de patriotismo, vertieron los más indignos cargos contra mí, sin que les mereciese la menor atención por haber llevado adelante la guerra naval sin asistencia nacional alguna de dinero y abastecimientos. Los chilenos de la presente generación se enorgullecen de su país y, según lo ha expresado su actual bondadoso presidente al concederme la paga de almirante por el resto de mis días, desea recompensar a aquellos ilustres extranjeros que les asistieron en sus luchas para obtener su independencia; pero tienen gran razón de sentir la conducta de aquellos ministros que pusieron en peligro esa independencia y arriesgaron las libertades de Chile por ventajas privadas.

Apenas es necesario añadir que ningún átomo del grano que llevaba la Miantinomo y otras embarcaciones semejantes, a excepción de una que llegó durante mi ausencia, entró en el Callao, para socorrer su hambrienta guarnición. Con todo, a su llegada se me suplicó permitiese hacer el desembarque, y al responder que semejante traición al pueblo chileno nunca se cometería en mi presencia, se me pidió con frescura me mantuviese durante la noche fuera de la línea del bloqueo, a fin de que no pudiese presenciar lo que se hacía. Tal era la probidad ministerial en los primeros días de la independencia chilena.

La causa de la animosidad oficial que se me tenía está ya patentizada. Si yo hubiese participado en esos actos nefarios o aceptado los empleos, condecoraciones y haciendas que San Martín me ofrecía como precio de mi defección de Chile, me hallaría ahora rico por despreciable que fuese a mis ojos, en lugar de haber larga y severamente padecido en consecuencia de mi rigurosa adhesión a los intereses nacionales, pudiendo decir con frente erguida que nunca he cometido un acto que desee oculta.