Niebla/III

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II
Niebla (1914) de Miguel de Unamuno
III
IV
III

—Hoy te retrasaste un poco, chico—dijo Víctor a Augusto—, ¡tú, tan puntual siempre!

—Qué quieres... quehaceres...

—¿Quehaceres, tú?

—Pero ¿es que crees que sólo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.

—O yo más simple de lo que tú crees...

—Todo pudiera ser.

—¡Bien, sal!

Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez, y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»

—Pero, hombre—le interrumpió Víctor—, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!

—En eso quedamos, sí.

—Pues si haces eso te como gratis ese alfil.

—Es verdad, es verdad; me había distraído.

—Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.

—¡Vamos, sí, lo irreparable!

—Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.

«¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego?—se decía Augusto—. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea iacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»

—¡Jaque!—volvió a interrumpirle Víctor.

—Es verdad, es verdad... veamos... Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?

—Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores.

—Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?

—Es que el juego no es sino distracción.

—Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?

—Hombre, de jugar, jugar bien.

—¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?

—Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.

—Bueno, pues voy a darte una gran noticia.

—¡Venga!

—Pero, asómbrate, chico.

—Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.

—Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?

—Que cada vez estás más distraído.

—Pues me pasa que me he enamorado.

—Bah, eso ya lo sabía yo.

—¿Cómo que lo sabías...?

—Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.

—Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.

—No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.

—Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?

—Eso no lo sabes tú más que yo.

—Pues, calla, mira, acaso tengas razón...

—¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?

—Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.

—¿Es alta o baja?

—Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!

—¿Eugenia?

—Sí, Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58.

—¿La profesora de piano?

—La misma. Pero...

—Sí, la conozco. Y ahora... ¡jaque otra vez!

—Pero...

—¡Jaque he dicho!

—Bueno...

Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.

Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:

—Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.

«¡Pero esos diminutivos—pensó Augusto, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.