Odas (Horacio, Salinas tr.)/I

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​Odas​ (1909) de Horacio
traducción de Germán Salinas
Libro I

LIBRO I

I A MECENAS

Mecenas, descendiente de antiguos reyes, refugio y dulce amor mío, hay muchos a quienes regocija levantar nubes de polvo en la olímpica carrera, evitando rozar la meta con las fervientes ruedas, y la palma gloriosa los iguala a los dioses que dominan el orbe.

Éste se siente feliz si la turba de volubles ciudadanos le ensalza a los supremos honores; aquel, si amontona en su granero espacioso el trigo que se recoge en las eras de Libia.

El que se afana en desbrozar con el escardillo los campos que heredó de sus padres, aun ofreciéndole los tesoros de Átalo, no se resolverá, como tímido navegante, a la travesía del mar de Mirtos en la vela de Chipre.

El mercader, asustado por las luchas del Ábrego con las olas de Icaria, alaba el sosiego y los campos de su pais natal; mas poco dispuesto a soportar los rigores de la pobreza, recompone luego sus barcos destrozados.

No falta quien se regala con las copas del añejo Másico, y pasa gran parte del día, ora tendido a la fresca sombra de los árboles, ora cabe la fuente de cristalino raudal.

A muchos entusiasma el clamor de los campamentos, los sones mezclados del clarín y la trompeta, y las guerras aborrecidas de las madres.

El cazador, olvidado de su tierna esposa, sufre de noche las inclemencias del frío, y persigue la tímida cierva con la traílla de fieles sabuesos, o acosa al jabalí marso que destroza las tendidas redes.

La hiedra que ciñe las sienes de los doctos me aproxima a los dioses inmortales; la fría espesura de los bosques y las alegres danzas de las Ninfas con los Sátiros me apartan del vulgo, y si Euterpe no me niega su flauta, si Polihimnia me consiente pulsar la cítara de Lesbos, y tú me colocas entre los poetas líricos, tocaré con mi elevada frente las estrellas.

II A CÉSAR AUGUSTO

Ya el padre de los dioses envió a la tierra bastante nieve y asolador granizo, y su encendida diestra, vibrando el rayo contra los sagrados templos, llenó de espanto a Roma y puso terror en el orbe de que volviese el funesto siglo de Pirra con sus monstruosos portentos; cuando Proteo condujo sus rebaños a las cimas de los montes, los peces quedaron suspendidos de las copas de los olmos, donde antes se recogían las palomas, y los tímidos gamos nadaron sobre el mar extendido por la campiña.

Vimos el rojo Tíber, rebatidas con fragor sus ondas en el litoral etrusco, lanzarse a destruir el monumento del rey Numa con el templo de Vesta; y orgulloso de ser el vengador de su desolada esposa IIía, desbordarse por la siniestra ribera sin la aprobación de Jove.

Muy pocos jóvenes oirán las guerras provocadas por los delitos de sus padres, y sabrán que los ciudadanos aguzaron contra sí mismos el hierro forjado para aniquilar a los temibles persas.

¿A qué dios invocará el pueblo en la ruina del Imperio? ¿Con qué preces ablandarán las púdicas doncellas a Vesta, sorda a sus clamores? ¿A quién dará Júpiter la misión de expiar tan horrendo crimen?

Apolo, dios de los augurios, te rogamos que nos asistas, velando tus hombros en candida nube; o si te place más, llega tú, sonriente Venus, en cuyo torno revolotean los Juegos y Cupido; o tú, si miras aún con ojos propicios la suerte del pueblo menospreciado y sus descendientes, padre de Ia ciudad, a quien entusiasma el clamoreo bélico, los cascos relucientes y el aspecto feroz del mauritano frente a su enemigo cubierto de sangre; poned pronto término a nuestras discordias.

O mejor tú, alado hijo de la venerable Maya, si pretendes tomar en la tierra la figura de un heroico joven, y que te llamen todos el vengador de César.

Ojalá retrases tu vuelta a los cielos, y permanezcas gozoso largo tiempo con el pueblo de Quirino, sin que huyas en alas del viento, ofendido por nuestras culpas.

Aquí anheles conquistar solemnes triunfos y ser llamado príncipe y padre de la ciudad; y no toleres que, siendo César nuestro caudillo, cabalgue impunemente el medo por dondequiera.

III A LA NAVE QUE CONDUCÍA A VIRGILIO

Así la diosa reverenciada en Chipre, así los hermanos de Helena, astros luminosos, dirijan tu curso, y el padre de los vientos los sujete a todos menos al Iapiga, ¡oh bajel!, que nos debes a Virgilio confiado a tu custodia; ruégote le conduzcas sano a los confines de Ática y guardes esa preciosa mitad de mi alma.

Guarnecido debía llevar el pecho de roble y triple cota de bronce quien osó el primero lanzarse en frágil navío al piélago irritado, sin temer la lucha violenta del Ábrego con el frío Aquilón, las tristes Híadas, ni la rabia del Noto, árbitro el más poderoso del Adriático, ya quiera sublevar o calmar sus olas. ¿Qué muerte tan horrible infundirá miedo al que vio con ojos serenos los monstruos que nadan sobre el mar enfurecido, y los peñascos de Acroceraunia, famosos por tantos desastres?

En balde la providencia de un dios separó los continentes con la barrera infranqueable del Océano, si las impías naves atraviesan las sirtes que deben llenarlas de terror.

Audaz el linaje humano se precipita en todos los crímenes y conculca todas las leyes. El hijo audaz de Jápeto, con sacrílego fraude, entregó a los mortales el fuego; y así que lo hubo arrebatado de las regiones etéreas, la escuálida palidez, con las fiebres antes desconocidas, se esparcieron por la tierra, y la muerte inevitable, que antes caminaba tardía, aceleró sus pasos. Dédalo se arrojó a volar por los aires con alas no concedidas al hombre, y el infatigable Hércules descendió al Averno: ninguna temeridad detiene el arrojo de los mortales. En nuestra demencia pretendemos escalar los cielos, y con nuestros crímenes impedimos que Júpiter deponga sus rayos iracundos.

IV A SESTIO

Desátanse los hielos del invierno riguroso con la grata vuelta del Favonio y la primavera, las máquinas botan al agua las naves que permanecían en seco, y ni el rebaño se goza en los establos, ni el labrador junto al fuego, ni los prados blanquean con las heladas escarchas.

Ya Venus Citerea guía los coros al asomar la luna; las modestas Gracias, unidas con las Ninfas, danzan joviales en las praderas, y el ardiente Vulcano abrasa los antros donde trabajan los Cíclopes.

Ahora es el momento de coronar con verde arrayán los perfumados cabellos, o con las flores que brota la tierra libre de sus prisiones; ahora conviene inmolar a Fauno en las selvas umbrosas una cordera, o, si le agrada más, un cabrito. La pálida muerte pisa con igual pie las chozas de los pobres que los palacios de los ricos. ¡Oh venturoso Sestio!, la brevedad de la vida nos prohibe alimentar largas esperanzas. Pronto te oprimirán las eternas sombras, los Manes de que tanto se habla y el funesto reino de Plutón, adonde así que llegues no te proclamará rey del festín la suerte de los dados, ni admirarán tus ojos al tierno Lícidas, que hoy abrasa a los jóvenes y luego abrasará de amor a todas las doncellas.

V A PIRRA

¿Qué lindo joven, perfumado de exquisitas esencias, te oprime, Pirra, a su corazón, sobre el lecho de flores esparcidas en tu gruta deliciosa? ¿Peinas para él tu rubia cabellera, y te atavías con elegante sencillez? ¡Ay, cuántas veces ha de llorar la fe violada y las mudanzas de los dioses, y ha de ver con asombro el mar alborotado por los negros huracanes el crédulo amante que ahora es dichoso oyendo tus doradas promesas, y confiando hallarte siempre fiel, siempre amorosa, porque no sabe que eres más voluble que el viento! ¡Desgraciados los que se dejan seducir por tus encantos!

Respecto a mí, la tabla votiva del naufragio, colgada en la pared del templo, atestigua que ofrecí mis húmedos vestidos al poderoso dios de los mares.

VI A AGRIPA

Vario, el rival de Homero, es quien debe enaltecer tu valor, tus gloriosos triunfos y las hazañas que realizaron por mar y tierra los combatientes que guiaste a la victoria.

Yo, Agripa, ni sabría remontarme a tanta altura, ni pretendo cantar la encendida cólera del hijo de Peleo, las peligrosas navegaciones del astuto Ulises, o los crímenes de la familia de Pelops, asuntos grandiosos para mi pequeñez.

El pudor y la Musa que gobierna mi humilde lira me prohíben desdorar con la rudeza de mi ingenio las alabanzas del egregio César y las tuyas. ¿Quién cantará dignamente a Marte, protegido por su coraza diamantina, a Merión [Meriones], cubierto con el polvo de Troya, o al hijo de Tideo por el favor de Palas, equiparado a los dioses?

Yo, en los momentos de ocio, canto los festines y las riñas de las tiernas doncellas que rechazan suavemente las pretensiones de los jóvenes cuando me abrasa, como de costumbre, un amor pasajero.

VII A MUNACIO PLANCO

Unos ensalzan la ilustre Rodas, Mitilene, Éfeso o las murallas de Corinto, que bañan dos mares, o Tebas, insigne por Baco, y Delfos por Apolo, o el valle de Tempe, en la Tesalia.

Hay poetas que se entretienen en celebrar con perpetuos cantos la ciudad de la casta Palas, y coronar sus frentes con ramos de olivo cogidos doquier; otros, en honor de Juno, enaltecen la ciudad de Argos con sus briosos corceles y la rica Micenas. En cuanto a mí, ni la sufrida Lacedemonia, ni los fértiles campos de Larisa me deleitan como el antro resonante de Albúnea, el rápido Anio, los bosques de Tibur [Tiburno] y los frescos vergeles que riegan los cristalinos arroyos.

Como el Noto disipa a veces los obscuros nublados del cielo, pues no siempre trae las lluvias, así tú, discreto Planco, esfuérzate por ahuyentar la tristeza y poner fin con el dulce vino a los trabajos de la vida, ya mores en los campamentos donde resplandecen las águilas, ya reposes a la sombra de los árboles de Tíbur.

Cuando Téucer [Teucro] huía de Salamina y de su padre, es fama que ciñó sus sienes humedecidas por el licor de Baco con una corona de álamo, y habló así a sus tristes amigos; «Iremos, ¡oh. socios y compañeros de mis penas!, adondequiera nos lleve la fortuna, menos cruel que mi padre. No desesperéis nunca siendo Téucer vuestro caudillo y guiados por los auspicios de Téucer. El verídico Apolo me ha prometido en nuevas tierras una Salamina igual a la que abandonamos. ¡Oh bravos camaradas, que habéis padecido tanto en mi compañía, disipad ahora las cuitas con el vino, que mañana volveremos a emprender nuestro viaje por la inmensa llanura!»

VIII A LIDIA

Por todos los dioses te lo ruego, dime, Lidia, ¿por qué precipitas con tu amor la ruina de Síbaris? ¿Por qué odia ya el campo de Marte, donde sufrió mil veces las molestias del polvo y el sol? ¿Por qué no cabalga esforzado entre sus compañeros, ni reprime la fogosidad del bridón galo con el freno de dientes de lobo?¿Por qué teme cruzar las rojas ondas del Tíber, y el aceite de los atletas le infunde más horror que el veneno de las víboras? ¿Por qué no muestra en sus brazos las señales lívidas de las armas, ni se gloría de arrojar el disco o el venablo más allá del término señalado?¿Por qué se esconde como el hijo de la marina Tetis, según es fama, antes de la ruina lastimosa de Troya, para no lanzarse, vistiendo la armadura, a la matanza contra las falanges de Licia?

IX A TALIARCO

¡Oh Taliarco!, ¿no ves cómo la cima del Soracte blanquea con la nieve, las selvas agobiadas apenas resisten el peso de la escarcha, y los ríos detienen su curso encadenados por el hielo riguroso?

Defiéndete del frío echando en el hogar leña en abundancia, y llena alegremente las copas del vino de cuatro años que guarda el ánfora sabina. Lo demás déjalo al arbitrio de los dioses que, en cuanto amansen la furia de los vientos que encrespan las hinchadas olas, dejarán de combatir a los viejos olmos y altos cipreses.

Huye de inquirir lo que será del mañana, aprovecha bien los días que te concede el destino, y no desprecies las danzas y los tiernos amores; pues eres joven, y la tardía vejez aún no se atreve a marchitar tu lozano verdor.

Ahora debes frecuentar el campo de Marte, las plazas públicas y los gratos coloquios nocturnos que te llaman a la hora señalada. Ven a gozar la risa hechicera que descubre a tu amante escondida en su retiro silencioso, y a quitarle las joyas de sus brazos y el anillo del dedo que resiste suavemente tu intención.

X A MERCURIO

Mercurio, elocuente nieto de Atlas, tú que lograste suavizar la áspera rudeza de los hombres primitivos con la persuasión y los nobles ejercicios de la palestra, tú, el mensajero del gran Júpiter y los dioses, inventor de la corva lira y diestro en esconder con hurto gracioso aquello que te agrada, tú serás hoy el numen de mis cantos.

Apolo quiso asustarte con terribles amenazas cuando aun eras niño, si no le devolvías las vacas que le robaras astuto; pero se echó a reír viendo que su aljaba también había desaparecido.

El rico Príamo, guiado por ti, abandonó a Ilión, burló a los soberbios Atridas, y cruzó por entre las hogueras de los tésalos y el campamento que fue la ruina de Troya.

Tú conduces las almas piadosas a los lugares felices del Elíseo, y diriges las turbas de las ligeras sombras con tu áureo caduceo, grato por igual a los dioses del Olimpo y del Averno.

XI A LEUCÓNOE

No indagues, Leucónoe (no es lícito saberlo), qué fin reservan los dioses a tu vida y la mía, ni combines los números mágicos. Mejor será que te resignes a los decretos del hado, sea que Júpiter te conceda vivir muchos años, sea éste el último en que ves romperse las olas del Tirreno contra los escollos opuestos a su furor. Sé prudente, bebe buen vino y reduce las largas esperanzas al espacio breve de la existencia. Mientras hablamos, huye la hora envidiada. Aprovecha el día, no confíes en el mañana.

XII A AUGUSTO

¿Qué mortal, qué héroe intentas celebrar, ¡oh Clío!, con la lira o la flauta resonante, qué dios cuyo nombre repita la juguetona imagen de la voz en los sombríos montes de Helicón, o en las cimas del Pindo y del frío Hemo? De aquí descendieron las selvas arrastradas por los cantos de Orfeo, que aprendió de su madre a detener el rápido curso de los ríos, el impulso de los ligeros vientos, y mover las encinas que escuchaban los dulcísimos acordes de su cítara. ¿A quién daré primero mis alabanzas antes que al padre Júpiter, soberano de los hombres y los dioses, que impera en la tierra y el mar y templa el curso vario de las estaciones?

Ningún dios sobrepuja su grandeza ni se aproxima a su poder; sin embargo, Palas merece en segundo lugar los más altos honores.

No pasaré en silencio las empresas de Baco, audaz en los combates; de la casta Diana, enemiga de las fieras salvajes, ni de Febo, temible por sus certeras saetas.

Cantaré los trabajos de Alcides y los hijos de Leda, el uno sin rival en las carreras de caballos, el otro en las luchas del pugilato, cuya propicia estrella, en el momento que resplandece a los ojos de los marineros, calma el mar agitado que bate las rocas, amansa el fragor de los vientos, disipa los nublados, y sumisas a la voluntad de estos Númenes, las olas se duermen sobre la líquida llanura.

Tras éstos, dudo si recordar primero a Rómulo o el pacifico reinado de Numa Pompilio, o las fasces soberbias de Tarquinio, o la muerte generosa de Catón.

También glorificaré en mis cantos a Régulo y los Escauros, y a Paulo Emilio, que prodigó su gran alma antes que sobrevivir al triunfo del cartaginés.

La dura pobreza, la hacienda corta y el humilde techo lanzaron a conquistar los lauros de la guerra a Fabricio, a Camilo y a Curio, el de los encrespados cabellos.

Crece la fama de Marcelo, como el árbol más robusto, de día en dia; y el astro de Julio brilla sobre todos, como la luna entre las estrellas del cielo.

Hijo de Saturno, padre y defensor de la humana gente, a ti confian los hados la misión de velar por el gran César, que será tu segundo en la tierra; y ya ostente en su triunfo los parthos domados que amenazaban al Lacio, o sujete en las comarcas orientales a los seres y los indos, bajo tu imperio regirá con sabias leyes el mundo; mientras tú estremecerás el Olimpo con las ruedas de tu carro, y con la diestra lanzarás el rayo sobre los bosques que la impiedad ha profanado.

XIII A LIDIA

Cuando tú, Lidia, celebras el semblante de rosa y los brazos blancos como la cera de Télefo, ¡ay!, la bilis me quema las entrañas; al mismo tiempo pierdo el sentido y mudan de color mis mejillas, por donde resbalan furtivas lágrimas, delatando el fuego lento que me consume.

Monto en cólera si veo en tus cándidos hombros los torpes indicios de las reyertas que acalora el vino, o si ese joven, enardecido por la pasión, imprime en tu boca las señales harto visibles de sus dientes.

No, Lidia; si oyes mis consejos, no esperes que sea eterno el amor brutal de quien hace con sus besos saltar la sangre en tus labios, que Venus humedeció con la quinta esencia de su néctar. ¡Felices tres veces y aun más los seres unidos por lazos indisolubles, y cuyo amor, triunfante de quejas y recelos, sólo acaba con el último suspiro!

XIV A LA REPÚBLICA

¡Oh nave!, ¿vuelves a lanzarte a los peligros de las olas? ¿Qué haces? Apresúrate a ganar el puerto. ¿No ves tu costado desprovisto de remos, rotas tus antenas y tu mástil quebrantado por la violencia del Ábrego, y que sin cables ningún bajel es capaz de resistir el imperioso oleaje? Tus velas están destrozadas, y los Númenes desoyen las súplicas que en tu angustia les diriges.

Aunque pongas en las nubes, hija nobilísima de las selvas del Ponto, tu linaje y tu ilustre nombre, el tímido piloto no confía nada en los dioses pintados en la popa.

Si no quieres ser el ludibrio de los vientos, resguárdale en seguro. Tú, que ayer me inspirabas inquieta zozobra, hoy avivas mis cuidados y y solícitos deseos, para que evites los escollos del mar que baña las resplandecientes Cícladas.

XV NEREO PROFETIZA LA RUINA DE TROYA

Cuando Paris, el pérfido pastor, conducía en las naves del Ida a la robada Helena, Nereo sujetó con el ocio ingrato los rápidos vientos para anunciarle su cruel destino. «Bajo auspicios fatales llevas a tu patria a esa mujer, que ha de reclamarte con numerosas huestes la Grecia, conjurada en romper tus nupcias y destruir el antiguo reino de Príamo. »¡Ay, cuánta fatiga rendirá a caballos y caballeros! ¡Cuánta desolación atraes sobre el pueblo de Dárdano! Ya Palas prepara su yelmo, su égida, su carro y su furor. »En vano orgulloso con la ayuda de Venus peinarás tu cabellera y cantarás al son de la cítara versos que hechicen a las mujeres. En vano evitaras desde tu tálamo los rudos venablos, las puntas de las saetas cretenses, el clamoreo de la batalla y la persecución del volador Áyax; aunque tarde, has de ver manchados de polvo tus adúlteros cabellos. »¿No ves al hijo de Laertes, exterminio de tu gente, y a Néstor, el principe de Pilos? Ya te acosa el impávido Téucer [Teucro] de Salamina y Esténelo, diestro en el combate o impetuoso en el momento que es preciso fustigar a los caballos. También conocerás a Merión [Meriones]. He aquí al atroz hijo de Tideo, más valiente que su padre, corriendo enfurecido por alcanzarte; y como ciervo que se olvida del pasto al divisar el lobo en la otra ladera del valle, así tú le huirás con la respiración anhelante y muerto de pavor.

No es esto lo que prometías a tu Helena. La escuadra del iracundo Aquiles dilatará la ruina de Ilión y las matronas frigias; mas pasados ciertos años, el fuego de los aqueos abrasará las casas de Troya.»

XVI A SU AMIGA (PALINODIA)

¡Oh, de hermosa madre, hija más hermosa todavía!, destruye como te plazca mis versos ofensivos, arrojándolos a las llamas o a las ondas del Adriático.

Cíbeles [Dindimene], Baco y Apolo Pitio no trastornan la mente de sus sacerdotes en los santuarios de los templos, ni los Coribantes entrechocan sus escudos de bronce con más furia que las iras desatentadas desafían el acero de los bárbaros, el fuego devorador, el mar y sus naufragios y el poder del mismo Jove con sus rayos y truenos espantosos.

Es fama que Prometeo, en la necesidad de añadir al barro de nuestro ser alguna partícula de otros animales, infundió en las entrañas del hombre la cólera del león furibundo.

Las iras ocasionaron a Tiestes horribles tormentos y fueron la principal causa de caer arrasadas egregias ciudades, en torno de cuyos muros pasó el arado el insolente ejército de los enemigos. Reprime tus enojos; confieso que en el ardor de la juventud me dejé arrebatar por la pasión y vomité en versos satíricos mil diatribas venenosas; pero hoy deseo que aquel encono se trueque en más tiernas afectos, y así que me retracte de tales oprobios, me vuelvas

tu amistad y me entregues tu corazón.

XVII Á TINDARIS

El veloz Fauno suele trocar el Liceo por mi amena Lucretila [el Lucrétil], y defiende del ardor estival y las lluvias huracanadas a mis cabras, que, desviándose de sus mal olientes maridos, recorren impunemente el apacible bosque tras el dulce madroño y el tomillo.

Los cabritos no temen a las verdes culebras ni a los rapaces lobos, cuando el dios, ¡oh Tíndaris!, hace resonar su dulcísima avena por los valles y rocas sembradas en la pendiente del Ústica.

Los dioses me protegen, mi piedad y mis cantos son aceptos a los dioses. Aquí la abundancia, enriquecida con los frutos del campo, derramará en profusión para ti los dones de su cuerno fecundo.

Aquí, en el sombrío valle, evitarás el ardiente fuego de la Canícula, y con la lira del cantor de Teos ensalzarás a Penélope y la artificiosa Circe, enamoradas las dos del gran Ulises.

Aquí, a la sombra, colmarás los vasos del inocente vino de Lesbos, sin temor de que el hijo de Sémele, unido con Marte, nos impulse a peligrosas reyertas, ni recelar que el protervo Ciro, abusando de tu debilidad, ponga en ti sus manos insolentes y te quite la guirnalda de los cabellos y rompa el vestido que cela tus encantos.

XVIII A VARO

Varo, no siembres ningún árbol antes que la sagrada vid en el fértil suelo de Tíbur o las pendientes de Cátilo; pues Dios reserva males sin numero a los abstemios, y sólo con el vino se disipan los cuidados roedores. ¿Quién después de haber bebido se queja de la pobreza o los trabajos de la guerra? ¿Quién entonces no canta alegre al padre Baco y la hechicera Venus? Mas la lucha encarnizada de los Centauros con los Lápitas por causa de la embriaguez, nos advierte que no se han de traspasar los límites de la moderación, y nos lo advierte el rigor que desplegó Baco [Evio] con los tracios, que no distinguían los deseos lícitos de los ilícitos en su febril acaloramiento.

Divino Basareo, no seré yo quien me entregue al exceso de la bebida, ni quien patentice lo que ocultas entre el verde follaje; pero aparta de mí los ruidosos atabales y la trompa de Berecinto, a quien acompañan siempre el ciego amor propio, el orgullo que yergue su cabeza vacía más de lo justo, y la indiscreción, transparente como el vidrio, que divulga todos los secretos.

XIX A GLÍCERA

La cruel madre de los ardientes deseos, el hijo de la tebana Sémele y la voluptuosa licencia me ordenan entregar mi ánimo a los amores que ya creía extinguidos.

Me arrebata la hermosura de Glícera, más blanca que el mármol de Paros; me cautiva su traviesa malignidad y su rostro, tan peligroso al que lo mira.

Venus ha dejado a Chipre por precipitarse toda entera en mi corazón, y no consiento que recuerde a los escitas ni a los parthos animosos, que pelean huyendo en sus corceles, ni nada, en fin, que no toque al amor.

Muchachos, traedme fresco césped, incienso, verbena y la copa con vino de dos años; así que la llama devore la ofrenda, acudirá Glicera menos desdeñosa.

XX A MECENAS

Beberás en pequeños vasos el vino común de la Sabina, que yo mismo guardé en el ánfora griega, cuando recibiste en el teatro, querido caballero Mecenas, los aplausos estruendosos que resonaron en las orillas del patrio Tíber e hicieron repetir tus alabanzas a los ecos del monte Vaticano.

Tú bebes el Cécubo y el licor de la uva prensada en Cales; pero el vino Falerno y el de los collados de Formio nunca corrigen la aspereza del que llena mis copas.

XXI A DIANA Y APOLO

Tiernas doncellas, cantad a Diana; mancebos, cantad a Apolo [al Cintio], el de los largos cabellos, y a Latona, tan tiernamente amada por el supremo Jove.

Ensalzad vosotras a la diosa que se recrea en las márgenes de los ríos y las sombras de los bosques, que pueblan las heladas cumbres del Álgido y las obscuras selvas del Erimanto o el Crago cubierto de verdor.

Vosotros, jóvenes, entonad las alabanzas del Tempe y la isla de Delos, patria de Apolo, que adorna sus hombros con la aljaba y la lira presente de su hermano.

Él azotará a los persas y britanos con el hambre cruel, la peste y la guerra, que hace verter tantas lágrimas, apartando sus estragos, movido por nuestras preces, del pueblo romano y su príncipe César [Augusto].

XXII A ARISTIO FUSCO

El varón íntegro y puro de todo crimen no necesita, Fusco, los venablos de los moros, ni el arco y la aljaba llena de ponzoñosas saetas, ya camine por los abrasados arenales [Sirtes], por el Cáucaso inhospitalario o por los campos que riega el famoso Hidaspes.

Entonando canciones a mi Lálage, paseábame sin armas y libre de cuitas enojosas por los luga-res menos frecuentados de la selva Sabina, y de pronto me hallé frente a un lobo que huyó sin atacarme.

Monstruo terrible cual no lo alimentó jamás la belicosa Daunia en sus vastos encinares, ni lo crió la tierra africana, engendradora de ardientes leones.

Llévame a la desolada zona donde nunca las auras del estío reaniman las plantas, o ala extremidad del mundo en que reinan las brumas y las nieves eternas; llévame a las tierras inhabitables que abrasa el carro harto próximo del sol, y allí amaré a Lálage por su dulce sonrisa y su dulcísima voz.

XXIII A CLOE

Huyes de mí, Cloe, semejante al cervatillo que busca a través del fragoso monte a su asustada madre, no sin espantarlo el vano ruido del viento entre las ramas de los árboles; pues si el retorno de la primavera agita las móviles hojas, o los verdes lagartos remueven el zarzal, sus rodillas tiemblan y su corazón se estremece.

No es mi ánimo despedazarte como un sanguinario tigre o un león de Getulia; así, ya que estás en sazón de ser amada, deja de seguir a tu madre.

XXIV A VIRGILIO

¿Qué consuelo ni resignación cabe en la pérdida de tan caro amigo? lnspírame canciones lúgubres, Melpómene, a quien el padre Jove dio con la lira una voz melodiosa. ¿Conque duerme el eterno sueño Quintilio? ¿Cuándo hallarán quien [se] le iguale el pudor, la verdad sincera y la fe incorruptible, hermana de la justicia?

Murió acompañado por las lágrimas de todos los buenos, pero nadie le lloró como tú, Virgilio, que en vano pides a los dioses te devuelvan a Quintilio, no nacido para ser inmortal; y aunque pulsaras más blandamente que el tracio Orfeo la lira escuchada por los árboles, no volvería la sangre a reanimar la vana sombra que Mercurio, sordo a las preces para revocar los decretos de los hados, empuja hacia el negro rebaño con su horrendo caduceo. <Es triste, pero más llevadero hace la paciencia aquello que corregir se nos veda>.

XXV A LIDIA

Ya no llaman con golpes tan frecuentes a tus cerradas ventanas los jóvenes atrevidos, ni alteran tu tranquilo sueño; la puerta, que giraba a todas horas sobre sus quicios, ama permanecer quieta en los umbrales, y oyes menos veces de día en día este estribillo: «¿Duermes, Lidia, dejando perecer a, tu amante?»

Muy pronto serás vieja sin atractivos, y llorarás en la silenciosa calle los desprecios do tus insolentes adoradores, expuesta al viento de Tracia que se desata en la luna nueva.

Entonces los ardientes deseos del amor, que suele enfurecer a tas madres de los potros, abrasando tus llagadas entrañas, te arrancarán hondos gemidos, al ver cómo la juventud alegre se corona de verde hiedra y mirto resplandeciente, y arroja las guirnaldas marchitas a las frías ondas del Ebro [Euro].

XXVI A SU MUSA

Amigo de las Musas, dejaré que los vientos tempestuosos entreguen al mar de Creta mis cuidados y tristezas, sin importarme qué rey se hace temer en las heladas regiones del Norte, o quién es el único que llena de terror a Tiridates. ¡Oh dulcísima Pimplea, que te gozas en las fuentes cristalinas, escoge las más bellas flores y teje una corona a mi querido Lamia! Sin tu favor de nada le servirán mis loores. Conságrale tú y tus hermanas nuevos acordes arrancados con el plectro a la lira de Lesbos.

XXVII A SUS COMENSALES

Es propio de los tracios pelear arrojándose las copas, nacidas para infundir alegría. Rechazad tan bárbara costumbre, y no tenga Baco que avergonzarse de provocar riñas sangrientas. ¡Cuánto desdice el cruel alfanje persa entre el vino y las antorchas! Compañeros, apaciguad los clamores del combate y permaneced apoyados sobre el codo en el lecho del festín.

Me exigís que apure también unos vasos de añejo Falerno. Enhorabuena, que diga el hermano de Megila de Opuntia qué feliz herida, qué saeta le causa una muerte tan deliciosa. ¿Calla? Pues sólo beberé con esta condición.

Sea quienquiera la beldad que te domina, no te abrasas en fuego de que puedas sonrojarte, porque siempre pecas con mujeres bien nacidas. Ea, confia tus pesares en los discretos oídos de tu amigo. Ya te oí, ¡oh joven desventurado y digno de consumirte en mejor llama, en qué peligrosos escollos [Caribdis] navegas! ¿Qué dios, que hechicera o qué mago con los venenos de Tesalia podría romper tus lazos? Tal vez el mismo Belerofonte [Pégaso] no te librase de la informe Quimera enroscada a tu cuerpo.

XXVIII ARQUITAS Y EL MARINERO

EL MARINERO.– Tú que mediste, Arquitas, los términos de la tierra y el mar con sus incontables arenas, yaces próximo al litoral etrusco por no haber quien echase sobre tu cadáver un puñado de polvo. ¿De qué te sirvió penetrar en las celestes mansiones y recorrer el mundo de polo a polo si habías de morir?

ARQUITAS.– También murió el padre de Pelops, comensal de los dioses; Titón arrebatado a los cielos y Minos admitido a los consejos secretos de Jove; también habita en el Tártaro el hijo de Pantoís [Pántoo], que descendió por segunda vez al reino de las sombras, aunque demostrase con el escudo arrancado del templo su presencia en la guerra de Troya, y que sólo había concedído a la muerte su piel y sus nervios, según tu dictamen, escrutador profundo de la naturaleza y la verdad.

Una misma noche nos espera a todos, y todos hemos de pisar una vez el camino de la muerte. Las Furias sacrifican la juventud en holocausto del ceñudo Marte, y en las entrañas ávidas del mar hallan su tumba los navegantes; mezclados se aglomeran los cortejos fúnebres de mozos y ancianos, y ni una cabeza escapa a la cruel Prosérpina.

El Noto, rápido compañero de Orión en su ocaso, sepultóme en las ondas de Iliria; mas tú, navegante, no te muestres tan malvado que niegues a mis huesos y cabeza insepulta algunos puñados de movediza arena. Así las borrascas con que el Euro subleva las olas de Hesperia vayan a caer sobre los bosques de Venusa [Venusia], salvando tu vida, y el benigno Júpiter y Neptuno, protector de la ciudad sacra de Tarento, te enriquezcan con toda especie de lucrativas ganancias. ¿Por ventura temes cometer un fraude que expíen más tarde tus hijos inocentes? ¡Ah!, tú serás condenado por la misma ley, y arrostrarás la misma suerte. Si me abandonas, mis suplicas lograrán la venganza apetecida, y ninguna expiación te absolverá de tu crimen.

Como llevas prisa, sólo reclamo de ti breves momentos, y luego que me hayas echado tres veces un poco de tierra, podrás emprender de nuovo tu viaje.

XXIX A ICCIO

¿Ahora envidias, Iccio, los ricos tesoros de los árabes, preparas sangrienta guerra a los reyes, antes no domados, de Saba y forjas las cadenas que han de oprimir al horrible medo? ¿Qué virgen extranjera te servirá como cautiva, después que hayas muerto a su prometido esposo? ¿Qué joven de cabellos perfumados y hábil en despedir la flecha sérica del arco paterno pasará desde el palacio real a llenarte la copa? ¿Quién negará que los arroyos despeñados, pueden subir a las cumbres de los montes, y volver a su fuente el Tíber, cuando tú cambias por las lorigas de Iberia los libros de Panecio, recogidos en todas partes, y la doctrina de Sócrates, defraudando las esperanzas que nos hiciste concebir?

XXX A VENUS

¡0h Venus!, reina de Gnido y Pafos, deja tu querida Chipre y trasládate a la elegante mansión de Glícera, que invoca tu favor, prodigando el incienso, y vengan contigo el ardiente Cupido, las Ninfas, las Gracias con el ceñidor suelto, Mercurio y la diosa de la Juventud, sin ti muy poco adorable.

XXXI A APOLO

¿Qué pide el vate a Apolo en el día de la consagración de su templo? ¿Qué le ruega al derramar el vino nuevo de su copa? No las mieses opimas de la feraz Cerdeña, no los lucidos rebaños de la ardiente Calabria, no el oro o el marfil de la India, ni los campos que socava con sus tranquilas ondas el Liris silencioso.

Coja la podadera de Cales el que deba a la Fortuna grandes viñedos, y apure en copas de oro los vinos comprados con las esencias de Siria, el rico mercader a quien protegen los dioses, permitiéndole atravesar impunemente el Atlántico tres o cuatro veces al año.

La aceituna, la achicoria y la humilde malva proveen a mi sustento, y sólo te suplico, hijo de Latona, que me permitas gozar sano de cuerpo y alma los pocos bienes adquiridos, y que no se arrastre torpemente mi vejez, privada de pulsar la cítara.

XXXII A SU LIRA

<Nos reclaman>. Si en mis ratos de ocio canté a la sombra de los arboles versos juguetones acompañados por tus cuerdas, hoy te ruego que me inspires canciones latinas que vivan este año y otros muchos, ¡oh lira!, modulada por aquel poeta de Lesbos, tan impávido en las batallas, que entre el fragor de las armas y después de amarrar a la húmeda costa su nave combatida por la tormenta, cantaba a Baco [Líber] y a las Musas, a Venus, al rapaz que siempre la acompaña y a Lico, resplandeciente por sus negros ojos y negra cabellera. ¡Oh gratísima cítara, honor de Febo, encanto de los festines del supremo Jove y único alivio de mis pesares, oye la voz piadosa que te llama!

XXXIII A ALBIO TIBULO

Albio, no te atormentes más de lo justo por el recuerdo de la cruel Glícera, ni te desates en lacrimosas elegías, porque un rival de menos años te haya suplantado en su corazón.

El amor de Ciro abrasa a Licoris, la de lindísima frente; y Ciro se inclina hacia la desdeñosa Fóloe; pero antes las cabras se unirán con los lobos de Apulia que Fóloe se entregue a tan torpe adúltero; así lo ha dispuesto Venus, a quien place, en sus juegos caprichosos, unir con férreo yugo personas harto desiguales y muy opuestos caracteres.

A mí mismo, cuando un amor bien digno embargaba mi ser, me detuvo con agradables lazos la libertina [liberta] Mírtale, más irascible que las olas del Adriático al estrellarse en los golfos de Calabria.

XXXIV PALINODIA

Tibio y no frecuente adorador de los dioses, extraviado por una insana sabiduría, véome en la precisión de volver atrás las velas y emprender de nuevo el camino abandonado; porque Júpiter, rasgando mil veces las nubes con su rayo encendido, lanza por el cielo sus caballos atronantes y su carro volador que estremecen la baja tierra, los ríos fugitivos, la Estige, las cumbres del Atlas y las hórridas mansiones del odioso Tártaro; él eleva a la altura a quien yace en el abismo, abate al poderoso y hace brillar al que vive en la obscuridad. La Fortuna arrebata con agudos gritos la diadema de una frente, y se regocija poniéndola en otra distinta.

XXXV A LA FORTUNA DE ANTIO

Diosa que reinas en el feliz Antio, que puedes elevar a los mortales más abatidos y convertir en fúnebres pompas los soberbios triunfos, el pobre colono del campo te invoca con solícitas preces, y te reconoce como señora del mar el navegante que en la nave de Bitinia desafía las iras del Cárpato.

Temen tu poder el dacio intratable y el escita que pelea huyendo, las ciudades y las naciones, el belicoso latino, las madres de los reyes bárbaros y los tiranos vestidos de púrpura.

Sí, temen que tu pie injurioso derribe por tierra la columna que los sustenta, y que la revuelta muclhedumbre llame a las armas a los ciudadanos pacíficos y destruya su imperio.

La dura necesidad camina siempre delante de ti, llevando en su broncínea mano los enormes clavos, las cuñas, los garfios terribles del tormento y el plomo derretido.

La esperanza te sigue, y cubierta de blanco velo la rara fidelidad, que no rehusa acompañar a la desgracia, cuando mudas de traje y abandonas como enemiga las mansiones del poderoso.

Pero el vulgo infiel y la perjura meretriz echan el paso atrás, y los falsos amigos rehuyen igualmente sobrellevar tu pesado yugo si en los toneles quedan sólo las heces.

Guárdanos incólume a César [Augusto], resuelto a marchar contra los britanos en las últimas regiones del mundo, y la nueva hueste de jóvenes que será pronto el terror de las comarcas orientales y del mar Rojo. ¡Ay! Cuánto nos avergüenzan nuestros crímenes, nuestras cicatrices y nuestros hermanos sacrificados. Edad endurecida, ¿ante qué delito nos hemos detenido?; ¿qué infamias olvidamos cometer?; ¿de qué templo apartó la juventud sus manos por temor a los dioses?; ¿qué altares perdonó? Así, ¡oh César!, forjes de nuevo en el yunque los aceros embotados y domes con ellos a los árabes y masagetas.

XXXVI SOBRE LA VUELTA DE NÚMIDA

Con los granos del incienso, las cuerdas de la lira y la sangre de un tierno becerro, debemos demostrar nuestro reconocimiento a los dioses protectores de Númida, que vuelve sano y salvo de los remotos confines de Hesperia, y reparte besos y abrazos a sus caros amigos; pero a nadie tantos como a su entrañable Lamia, recordando que juntos aprendieron los juegos de la niñez y juntos tomaron la toga viril.

No olvidemos señalar con piedra blanca este fausto día, ni reposen un momento las ánforas, ni demos paz a los pies, bailando a la manera de los Salios, ni la borracha Dámalis consiga vencer a Baso bebiendo al uso tracio, ni falten en la mesa del banquete las rosas, los lirios <breves> y el verde apio.

Todos clavarán sus ojos encendidos <lánguidos> en Dámalis, y Dámalis estrechará a su nuevo amante con la fuerza que estrecha al olmo la hiedra lasciva.

XXXVII A SUS AMIGOS

Ahora, amigos, debemos beber y danzar alegremente; ahora es tiempo de colmar las mesas de los dioses con los exquisitos manjares de los Salios. Antes de este día era un delito sacar el viejo Cécubo de las bodegas paternas, pues una reina embriagada por su fortuna, de la cual osaba esperarlo todo, con su hueste de guerreros torpes y enfermizos tenía preparada en su demencia la ruina y los funerales del Imperio.

Mas se templó su furia cuando apenas le quedaba una de sus naves libre del incendio, y su ánimo turbado por el vino Mareótico, sumióse en honda postración al llegar César [Augusto] de las costas de Italia, incitando a sus remeros, como el gavilán se precipita sobre la tímida paloma, o el presto cazador sigue la liebre por los campos nevados de Tesalia, para sujetar en cadenas al monsfruo fatal que, anhelante de una muerte generosa, ni temió como mujer el filo de la espada, ni quiso resguardar en puerto seguro su fugitiva escuadra; antes con impávido rostro y sin igual fortaleza, oso visitar su palacio lleno de consternación y coger los ponzoñosos áspides y aplicárselos al cuerpo que había de absorber su veneno, orgullosa de su voluntaria muerte, que quitaba a las naves liburnas la gloria de conducirla como una mujer cualquiera ante el carro del soberbio triunfador.

XXXVIII A SU SIERVO

Muchacho, aborrezco el fausto de los persas; no me agradan las coronas cuyas hojas entrelaza la sutil corteza del tejo; así, no te afanes por averiguar en qué punto florecen las rosas tardías. Quiero que no emplees en mi guirnalda más que el simple mirto. El mirto te sienta muy bien al alargarme la copa, y a mí cuando la apuro bajo la sombría parra.