Orlando furioso, Canto 12

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Orlando Furioso de Ludovico Ariosto
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Canto XII


1 Ceres, después que de la tierra inculta
de la madre Cibeles volvió presta
al valle en que el volcán Etna sepulta
al fulminado Encélado la testa,
y no pudo encontrar la hija que oculta
dejara en parte a nadie manifiesta;
habiéndose dañado rostro y pelo,
al fin dos pinos arrancó del suelo;

2 y los prendió en el fuego de Vulcano
haciéndolos arder eternamente.
Luego, llevando uno en cada mano,
sobre un carro tirado por serpiente,
buscó por selva y campo y monte y llano
y valle y río y lago y aun torrente,
y tierra y mar; y, hurgado todo el mundo,
bajó después al Tártaro profundo.

3 Si hubiese Orlando igual en poder sido
a aquella diosa, como sí en deseo,
no habría por Angélica omitido
buscar en selva o campo o valle o isleo
o tierra o mar o monte o lago o lido,
o el cielo y fondo del fatal Leteo;
mas, pues montar aquel carro no cupo,
la fue buscando lo mejor que supo.

4 La ha buscado por Francia, y hacer prueba
quiere en Italia y Alemania ahora,
luego en las dos Castillas, vieja y nueva,
y en Libia, tras pasar a tierra mora.
Mientras en esto piensa, voz se eleva
de alguien que cerca de aquel sitio llora:
avanza y ve sobre un corcel ligero
trotar delante de él un caballero,

5 el cual sobre el arzón lleva delante
sujeta por la fuerza a una doncella.
Ella se opone, y muestra en el semblante
tener gran cuita, y de esta se querella
al valeroso príncipe de Anglante;
el cual al descubrir la moza bella
cree ser aquella que por Francia había
buscado sin suceso noche y día.

6 No digo que ella fuese, mas semeja
la Angélica gentil que él tanto ama.
Él que ve conducir con tanta queja
aquella que es su diosa y que es su dama,
de la rabia encendido y furia aneja,
con voz horrenda al caballero llama;
lo llama al caballero y desafía,
y a rienda suelta a Bridadoro guía.

7 No para aquel follón ni da respuesta,
sólo a su presa y su trofeo atento,
y tal velocidad al paso presta
que aun sería lento en perseguirlo el viento.
Uno escapa, otro hostiga; y la floresta
retumba el estruendoso movimiento.
Llegan, corriendo así, a un verde predio
con un lujoso y gran palacio en medio.

8 Con fábrica de mármol y tesoro
era el palacio construido entero.
Cruzó la puerta de labrado oro
con la doncella al brazo el caballero.
Llegó tras poco tiempo Bridadoro
y Orlando sobre él airado y fiero,
que emplea dentro con fruición la vista,
mas ni guerrero ni doncella avista.

9 Se apea al punto, y como el rayo pasa
donde es aquel palacio más secreto;
corre de un lado a otro, y de la casa
no deja de ver cámara al completo.
Luego que abajo de buscar fracasa,
sube por la escalera arriba inquieto,
y pierde arriba al fin tiempo y trabajo
no menos que lo hiciera antes abajo.

10 Ve adornadas las camas de oro y seda,
mas ni un palmo de muros ni de alfices;
que estos y el suelo donde pisa y rueda
cubiertos son de paños y tapices.
Va y viene el conde Orlando sin que pueda
mostrar jamás sus dos ojos felices,
pues no ve ni al ladrón ni ve a la presa,
que el alma le atormenta y le embelesa.

11 Y mientras así mueve en vano el paso,
lleno de pensamientos y quillotros,
Ferragús, Brandimarte, el rey Gradaso,
el rey de Circasía, y muchos otros
topó vagando allí también al caso,
no menos que él en vano, en vano estotros;
que todos se lamentan del malvado
señor que aquel palacio ha edificado.

12 Búscanlo en vano todos, porque culpa
le echan todos de algún hurto sufrido:
quien del caballo que perdió le inculpa,
quien rabia por la dama que ha perdido.
No hay, pues, a él quien de su mal no culpa,
ni quien de aquella jaula haya salido;
y son muchos así los caballeros
que están semanas ya y meses enteros.

13 Después que aquel palacio extraño hubiera
peinado muchas veces por completo,
se dijo Orlando: «Aquí en vano pudiera
perder tiempo y esfuerzo sin objeto,
en tanto que el ladrón podría ya fuera
haber salido al campo de secreto.»
Con este pensamiento salió al prado
del cual estaba el sitio circundado.

14 Mientras rodea la mansión silvana
mirando el suelo del jardín vecino
por ver si a un lado u otro hay huella humana
que indicio dé de algún nuevo camino,
se siente reclamar de una ventana:
los ojos alza, y el hablar divino
cree percibir y ver el rostro amado
que lo ha, de aquel que fue, tanto mudado.

15 «¡Socorro --cree que diga en tono umbrío
voz que a su princesa corresponde--,
«la flor de mi virtud a ti confío
más que el alma y la vida, señor conde!
¿Podrá delante del Orlando mío
hurtármela el ladrón que aquí se esconde?
Antes prefiero que me des la muerte
a que me entregues a tan triste suerte.»

16 Vuelve Orlando a buscar de arriba a abajo
animado otra vez por esta queja,
con gran pasión y no menos trabajo,
aunque los templa la esperanza aneja.
Cuando para, una voz surge de cuajo
que a aquella de su Angélica semeja
allá donde jamás se encuentra el conde;
y aunque él la escucha bien, no sabe dónde.

17 Vuelvo a Rogelio, que dejamos cuando
por senda umbrosa, desnudado el hierro,
salió hasta un prado por andar cazando
jayán y dama, como a liebre el perro.
Declaro ahora que llegó do Orlando
llegó primero, si el lugar no yerro.
La puerta aquel jayán raudo atraviesa;
tras él Rogelio va, y no suelta presa.

18 Tan pronto pone el pie, cuando al instante
todas las salas y rincones mira,
mas no ve ni a la dama ni al gigante,
por más que el gesto a todas partes gira.
Va arriba, vuelve abajo de portante,
mas no halla a la mujer por que suspira,
y no se alcanza a imaginar en dónde
aquel felón con la mujer se esconde.

19 Después de revisar cinco o seis veces
cuanta estancia y salón dentro allí era,
volvió de nuevo a escudriñar con creces,
mirando incluso bajo la escalera.
Se sale al fin por ver si en las preñeces
de aquel bosque se esconde; mas la artera
voz que a Orlando llamó, también a él llama,
y vuelve dentro a socorrer su dama.

20 La misma que la misma voz entona
y Angélica la juzga el conde Orlando,
juzga Rogelio que es la que aprisiona
su fiero corazón y vuelve blando.
Y así bien sea Gradaso o bien persona
de las que están por la mansión vagando,
juzga cada cual que aquello sea
la cosa que más ama y más desea.

21 Era este un nuevo y raro encantamiento
obrado por Atlante de Carena,
a fin de que Rogelio fuese atento
tan solo a aquel afán y dulce pena,
de suerte que anduviese a perdimiento
el sino que a la muerte lo condena.
Tras el castillo y tras la maga Alcina,
esta cautela el sabio ahora maquina.

22 No sólo a él, que a cuanto en Francia hubiera
ganado por valor notable fama,
a fin de que Rogelio de él no muera,
Atlante conducir al sitio trama.
Y, porque nadie allí de hambre sufriera,
mientras vaga detrás de lo que ama,
tan bien aquel palacio ha aparejado
que están todos allí muy a su grado.

23 Mas volvamos a Angélica, que lleva
aquel anillo milagroso en tanto,
que puesto en boca de los ojos leva
y en el dedo hace vano todo encanto.
Después de hallar en la silvestre cueva
ropa, alimento, palafrén y cuanto
le era preciso, andarse determina
al bello reino que posee en la China.

24 De Orlando de buen grado o Sacripante
querría compañía, no porque ella
tuviese en más a uno que otro amante,
pues sorda por igual fue a su querella;
mas porque hay, camino de Levante,
peligro tal para quien es doncella
que necesita compañía y guía,
y en ellos más que en nadie ella confía.

25 Anduvo a uno y otro así buscando,
sin hallar de los dos traza ni nueva
cuando no en bosque es en ciudad, y cuando
no en pueblo en solitaria selva prueba;
hasta que la Fortuna adonde Orlando
estaba y Sacripante al fin la lleva,
con Ferragús, Rogelio, el rey Gradaso
y cuantos trajo Atlante hasta aquel caso.

26 Entra allí sin que pueda verla Atlante,
oculta del anillo que ahora tiene,
y a Orlando encuentra al fin y a Sacripante,
que igual que Orlando tras su imagen viene.
Ve como, contrahaciendo su semblante,
con fraude Atlante allí los entretiene.
Piensa largamente a cuál se lleva,
mas no resuelve a quién de los dos deba.

27 No sabe a cuál en su defensa ponga,
si al de Anglante o a aquel de Circasía:
quizá Orlando con más valor se oponga
a cuanta insidia encontrará en la vía;
mas no ve cómo luego lo deponga,
si antes lo ha hecho su señor y guía,
cuando pagada de él, quiera abajarlo
o a Francia de regreso renviarlo.

28 Mas deponer al otro, cuando quiera,
podrá, aunque antes lo alzara al mismo cielo.
Esto la persuade a que prefiera
fingir con Sacripante amor y celo;
y, escupiendo el anillo de manera
que de los ojos le quitase el velo,
quiso mostrarse a él, mas en el punto
que Orlando y Ferragús ven el asunto.

29 La ven también Orlando y el hispano,
cuando uno y otro por la casa brama
siguiendo el rastro de la falsa en vano
que a ambos amantes hacia sí los llama.
Mas ya libres de aquel mágico arcano,
corren parejos todos a la dama,
porque el anillo que en el dedo tiene
Angélica, del fraude los previene.

30 Corazas traen y las celadas puestas
dos de los tres de los que ahora canto;
pues las trajeron todo el tiempo a cuestas
después de ser prendidos del encanto;
que no les son las armas más molestas
que los ropajes por usarlas tanto.
También las armas Ferragús vestía,
mas yelmo ni llevaba ni quería;

31 mientras no sea aquel que el paladino
al hermano ganó del rey Troyano,
que esto juró cuando aquel yelmo fino
de Argalía en el río buscó en vano;
y, aunque allí tuvo a Orlando tan vecino,
no alzó jamás contra el francés la mano,
pues conocerse entre ellos no pudieron,
mientras que dentro del palacio fueron.

32 Estaba la mansión tan encantada
que dentro de ella no se conocían.
Ni día ni noche escudo, arnés o espada
de brazo, cuerpo o mano removían.
Sus brutos, con la silla aparejada,
colgando el freno del arzón, pacían
en una cuadra cerca de la puerta,
siempre de paja y heno bien cubierta.

33 No puede Atlante precaver ni sabe
que nueva vez los tres monten la silla
para correr en pos del gesto suave,
el rubio pelo y carmesí mejilla
de la doncella, que la espuela grave
clava en su yegua, porque en tal pandilla
no quiere hallar los tres en modo alguno
que más fácil burlara de uno en uno.

34 Y ya cuando del raro encanto arabio
pensó haber puesto suficiente tierra,
de suerte que la ciencia de aquel sabio
no pudiese otra vez hacerles guerra;
su anillo, que le ahorró más de un agravio,
entre la rosa de los labios cierra,
y, desapareciendo de repente,
dejó a todos palmeándose la frente.

35 Y, así, si bien primero había trazado
el procurarse a Orlando o Sacripante
para volver a su nativo estado
en el remoto extremo de Levante;
desdeñando a los dos que había buscado,
mudó la voluntad en un instante,
y, sin querer atarse a este o estotro,
pensó mejor su anillo que uno y otro.

36 Vuelven aquellos bobos sorprendida
la faz buscando de ella alguna traza;
como el perro si tal vez en la huida
pierde la liebre a la que daba caza,
que al improviso en mínima guarida
o espeso escobo o breña se arregaza.
De ellos se ríe Angélica proterva,
que sin ser vista el estupor observa.

37 Sólo una senda hay que al bosque salga,
así que creen los tres que la doncella
de ella para escapar de ellos se valga,
pues no puede otra ser, si no es aquella.
Orlando corre, Ferragús cabalga,
y no el Circaso va menos tras ella.
Angélica entre tanto usa del freno,
y marcha atrás con trote más sereno.

38 Llegados a un lugar donde venía
a perderse el camino entre la jara,
probaron a buscar si se veía
entre la hierba alguna señal clara.
Ferragús que el laurel merecería,
si coronarse la altivez se usara,
se volvió agriamente a los dos otros,
y a gritos dijo: «¿Adónde vais vosotros?

39 »Volved atrás, o andad otro sendero,
si no queréis hallar la muerte ahora:
no crea alguno que a escote tolero
amar o perseguir a mi señora.»
Dijo Orlando al Circaso: «¿Qué grosero
insulto nos dijera, si en mal hora
nos creyese la más vil cortesana
que ni aun para cardar sirve la lana?»

40 Y vuelto a Ferragús: «Oh bestia corta,
si no en verte sin yelmo reparara,
si es cierto o no lo que tu boca aborta
aquí mismo a las armas te mostrara.»
Respondió él: «De lo que a mí no importa,
¿por qué te cuidas ni me das la vara?
Me basto para hacer que se sostenga
contra ambos esto, aunque sin yelmo venga.»

41 Le dijo Orlando a Sacripante: «Un poco
hazme merced, y el yelmo al loco presta,
mientras su tema contumaz sofoco,
pues nunca he visto otra como esta.»
Y él respondió: «¿Quién fuera entonces loco?
Si justa te parece la recuesta,
dale el tuyo; que no menos yo valgo
para a este necio remediarlo en algo.»

42 «Los necios sois vosotros, que si acaso
--espetó Ferragús-- uno estimara,
no diérais con el vuestro más de un paso,
que aquí a vuestro despecho os los quitara.
Pero os diré, por que sepáis mi caso,
que voy sin él por voto que jurara,
e iré, mientras no gane el yelmo fino
que cubre el casco a Orlando paladino.»

43 «Así pues --dijo el vencedor de Almonte--,
¿piensas sin yelmo alguno ser bastante
a hacer a Orlando cuanto en Aspramonte
le hizo Orlando al hijo de Agolante?
Antes creo yo, que al encontrar tal monte
del pie al cabello temblarás delante;
y ya no querrás yelmo ni batalla,
sino entregar de grado espada y malla.»

44 El henchido español dijo: «Ya han sido
tantas las veces que rendílo fiero
que otras tantas quitarle habría podido
no sólo el yelmo, sino arnés y acero;
mas sucede a menudo haber venido
luego intención que se ignoró primero:
no lo ansié entonces, mas espero que esto
de nuevo vuelva a sucederme presto.»

45 No pudo sufrir más el cuento Orlando
y gritó: «Oh falso y baladrón marrano,
¿en que país pasó tal cosa, y cuándo
me pudo en armas superar tu mano?
Aquel por que te estás vanagloriando
soy yo al que no pensabas tan cercano.
Veremos si haces tuya mi celada
o soy yo quien te quita arnés y espada.

46 »Mas no quiero que en mí ventaja haya.»
Y, dicho tal, del yelmo se destoca,
colgándolo en la rama de una haya,
y toma el hierro, no con furia poca.
Ferragús no se arredra o se desmaya,
antes la espada saca, y se coloca
de suerte que con ella y el escudo
el rostro pueda proteger desnudo.

47 En círculos moviendo la montura
comenzaron los dos a provocarse,
y allá donde el arnés tenía juntura
y menos hierro, con el hierro a darse.
No había en el mundo dos que de esta altura
pudiesen a las armas convocarse:
pares en fuerza, pares en valía,
ninguno al otro herir la piel podía.

48 Que habéis leído ya, señor, estimo
cómo era Ferragús todo encantado,
excepto allí por do el sustento opimo
toma el niño en el vientre aún encerrado;
y, hasta que del sepulcro el negro limo
el rostro le cubrió, llevaba armado
aquel lugar docible a las espadas
con siete hojas de acero bien templadas.

49 Todo encantado el príncipe de Anglante,
excepto en una parte, era igualmente:
las plantas de los pies, que él, no obstante,
guardaba con cuidado diestramente.
Duro era el resto más aun que el diamante
(si es que la fama en esto no nos miente);
y más que por provecho en la aventura
por gala iban los dos con armadura.

50 Se encona y recrudece la batalla,
toda de espanto y sobresalto llena.
Ferragús, cuando clava o cuando talla,
no da golpe que al conde no dé pena.
Cualquier golpe de Orlando arnés o malla
o raja o rompe o abre o bien cerena.
Angélica invisible a la mirada,
contempla aquella escena anonadada.

51 Mientras el circasiano, barruntando
que poco antes Angélica se fuese,
en viendo en liza a Ferragús y Orlando
allí trabados, por la senda fuese
por que pensaba que la dama, cuando
de ellos se esfumó, tomado hubiese;
así que aquel combate y batahola
la reina del Catay presenció sola.

52 Después de que la fiera y espantosa
lucha estuviese aparte ella observando,
juzgando ser tarea peligrosa
mirarla más por uno u otro lado,
creyó ser novedad harto graciosa
hurtar el yelmo y ver, tras ser robado,
que harían estos dos al descubrirlo;
mas pensando después restituirlo.

53 Tenía intención de devolverlo al conde
mas quiso un poco hacer burla primero.
Lo coge y en la falda se lo esconde,
y un poco observa a cada caballero.
Parte en silencio sin que más los ronde,
y un trecho largo va por el sendero,
antes que alguno de los dos se cate:
tanto enfrascados son en el combate.

54 Fue el hispano el primero en ver el haya,
y, apartándose de él, dijo al de Anglante:
«¡Ay necios de nosotros! ¡Ay, malhaya
aquel mezquino caballero andante!
¿Qué premio el vencedor consigo haya,
si el yelmo se ha llevado aquel tunante?»
Orlando retrocede, el árbol mira,
y no ve el yelmo, y se consume en ira.

55 Y, pues el juicio que escuchó refrenda,
pensó que el otro el yelmo les hurtaba;
de suerte que al corcel suelta la rienda
y las espuelas con firmeza clava.
Viéndolo Ferragús tomar la senda,
marcha detrás, y junto a él acaba
donde impresa en la hierba hay fresca huella
del rey de Circasía y la doncella.

56 Siguió la senda de la izquierda Orlando
que a un valle iba y tomó el rey sarraceno;
cerca del monte el otro siguió andando,
y no erró al dirigir por allá el freno:
se estaba en una fuente solazando
la dama y disfrutando el sitio ameno,
que, pues a sombra y a frescor convida,
no deja, sin beber, hacer partida.

57 Angélica en la fuente se detiene,
no pensando que nadie la sorprenda,
y, gracias al anillo que ahora tiene,
no teme que haya caso que la ofenda.
En cuanto llega a la ribera lene
deja que de una rama el yelmo penda;
y busca en dónde más la hierba nazca
para amarrar la yegua y que allí pazca.

58 Llega a la fuente el caballero hispano
que tras su rastro fue por la floresta,
mas tan pronto la dama ve al pagano
cuando se esfuma y su montura apresta.
El yelmo, que del árbol cayó al llano,
no puede recoger, pues lejos resta.
Ve Ferragús a Angélica, y sin tiento
hacia a ella corre lleno de contento.

59 Se le fue, como os digo, de delante,
como fantasma al despertar del sueño.
La busca por la selva el triste amante,
mas vano le resulta todo empeño.
Maldiciendo a Mahoma y Trivigante,
y a los profetas de aquel falso enseño,
vuelve los pasos a la fuente donde
sobre la hierba está el yelmo del conde.

60 Lo reconoce en cuanto en él repara
por letra que en el borde escrita era
que cuenta a quién Orlando lo ganara,
y dónde y cómo y cuándo esto ocurriera.
Se cubre Ferragús el cuello y cara,
pues no dejó de hacerlo, aunque sufriera,
sufriera por Angélica que fuese
como espectro en la noche escapar vese.

61 Después que ciñó el yelmo a la cabeza,
repara en que le falta a su alegría
aún cobrar también la otra pieza,
que viene y vase como el rayo haría.
Así a buscar en la floresta empieza
y, cuando ya esperanza no tenía
de hallar rastro de Angélica allí cerca,
vuelve al campo español que París cerca,

62 templando el daño que le abrasa el pecho
de no haber su mayor deseo apagado
el refresco de haber ya satisfecho
con el yelmo la fe que había jurado.
Del conde, cuando dicho le fue el hecho,
fue largamente Ferragús buscado,
hasta el día en que, al arma sometida,
entre dos puentes le quitó la vida.

63 Angélica, invisible al sarraceno,
sola se va, mas harto conturbada;
porque le duele que en el sitio ameno
quedara el yelmo al irse apresurada.
«Por meterme --pensaba-- en caso ajeno
a Orlando le he quitado la celada:
bonito y justo es el primer pago
que a aquel que debo tanto, ahora le hago.

64 »Bien sabe Dios que fue bueno mi intento,
aunque este triste efecto de él se siga:
tomélo, porque fue mi pensamiento
que aquellos dos parasen la fatiga;
y no que su deseo, por mi invento,
aquel bruto español ahora consiga.»
Así se andaba ella lamentando
de haber privado de su yelmo a Orlando.

65 Tomó triste la senda que más cierta
pensaba que llegase hasta el oriente.
Cubierta del anillo o descubierta
iba, según el caso, entre la gente.
Después de haber ya gran Francia cubierta
llegó hasta un bosque, donde inicuamente
ve entre dos muertos compañeros mozo
que herido el pecho trae con gran destrozo.

66 Mas no quiero seguir más adelante,
que el númen a contar otro me obliga;
ni dar de Ferragús o Sacripante
en rima hasta un buen rato la fatiga.
De ellos me aparta el príncipe de Anglante
que de sí quiere que primero os diga
el trabajo y fatiga que le hizo
aquel afán que nunca satisfizo.

67 En la primera villa se pertrecha
(pues sin ser conocido andar procura)
de otra celada que en lo alto echa
sin mirar si es en la hechura blanda o dura;
que, sea cual sea, en nada le aprovecha:
tanto el mágico hechizo lo asegura.
Porfía, así cubierto, con su encuesta;
ni día, o noche, o lluvia, o sol lo arresta.

68 Era a la hora en que su carro iza
Febo del mar con empapado pelo,
y la Aurora con gualda flor tapiza
en todo derredor el alto cielo;
y las estrellas, con azul pelliza,
cansadas de danzar, se ponen velo;
cuando junto a París un día pasando
mostró de su virtud gran prueba Orlando.

69 Dos ejércitos topa: Manilardo
uno comanda, sarraceno viejo,
rey de Noricia, antaño muy gallardo,
hoy apto más que a guerra a dar consejo;
guía el otro, de sus hombres a resguardo,
el rey de Tremecén, al que festejo
hacen los moros por perfecto hombre:
de Alcirdo entre los suyos le dan nombre.

70 Ellos y el resto del tropel pagano
habían hecho en el invierno alto
bien a los muros, bien en el cercano
término de París que dista un salto;
pues, habiendo Agramante hecho ya en vano
para rendir París más de un asalto,
quiso tomarla al fin mediante asedio,
visto lo ineficaz del otro medio.

71 Y había para este fin gente reunido
(aparte aquella que con él viniera
y aquella que de España había seguido
del rey Marsilio la real bandera)
mucha de Francia a sueldo convenido;
que de París a la feraz ribera
de Arlés, y la Gascuña (exceptuado
algún castillo) todo había tomado.

72 Al tiempo en que el arroyo tremolante
deshace en tibia agua el hielo frío,
y visten prado y árbol su semblante
del tierno y verde sólito atavío;
los cides convocó el rey Agramante
que siguen los empujes de su brío,
para hacer la revista de su hueste
y dar orden de obrar lo que aún les reste.

73 A causa de esto va el rey de Noricia
y el rey de Tremecén codo con codo,
para llegar allá donde noticia
quiere el Moro tener del campo todo.
Orlando topa al caso esta milicia
(que fue, como ya os dije, de este modo)
buscando a aquella, como en él ya es uso,
que en la cárcel de Amor preso lo puso.

74 Al ver llegar Alcirdo a aquel de Anglante
que no tenía en valor par en el mundo,
con tal soberbia frente y tal semblante
que fuera en armas Marte de él segundo;
quedó pasmado ante su porte, ante
el fiero gesto, el ceño furibundo,
y lo juzgó guerrero de proeza,
mas no tuvo en medirse a él pereza.

75 Era muy mozo Alcirdo, y arrogante,
de mucha fuerza y corazón arrecho.
Sacó el corcel para justar delante
(más le valiera tal nunca haber hecho),
que en el encuentro el príncipe de Anglante,
al hacerlo caer, le pasó el pecho.
Corre en fuga el corcel, de temor lleno,
pues no hay jinete que le rija el freno.

76 Se alza de improviso un grito horrendo,
que el aire en derredor del lugar llena,
cuando se ve del mozo, al ir cayendo,
brotar la sangre con tan larga vena.
Contra el conde una turba con estruendo
a tajos y a estocadas se desfrena,
pero es mayor la que con fieros dardos
marcha contra la flor de los gallardos.

77 Con el fragor que suele en su arrebato
correr salvaje piara y con el ruido,
si lobo fuera de su alpestre hato
u oso de su cumbre descendido,
ha capturado de ellos un jabato
que se lamenta con tenaz gruñido;
aquel tropel «A él, a él» gritando
se mueve raudo contra el conde Orlando.

78 Llueven sobre su escudo y su coraza
mil lanzas, mil espadas, mil saetas;
muchos golpean su espalda con la maza,
o el pecho o el costado tras mil tretas.
Mas este al que jamás miedo atenaza
tanto teme la turba y sus palmetas,
como en la noche el lobo de un rebaño
de tiernos corderillos teme el daño.

79 Desnudo blande aquel fulmíneo acero
que ha dado a tanto sarraceno muerte,
y tantos ahora caen que sólo el mero
recuento de ellos fuera empresa fuerte.
De sangre inunda aquel llano un reguero,
incapaz de albergar cuanta se vierte;
porque ni adarga ni morrión resiste
la fatal Durindana cuando embiste,

80 ni tejido acolchado, ni la tela
que envuelve la cabeza con mil lazos.
No ya son por el aire lo que vuela
gemidos, mas cabezas, piernas, brazos;
y piensa allí la Muerte, siempre en vela,
mostrando sus mil rostros y mil trazos:
«Vales, sujeta a Orlando, según dañas,
Durindana, por cien de mis guadañas».

81 Se suceden los golpes sin retraso.
Comienza pronto a huir la algara aviesa;
y, si antes se acercaban a buen paso
(porque uno lo juzgaban fácil presa),
no hay ya quien por huir de aquel fracaso
amigo espere entre la turba espesa:
lo hay quien huye a pie, quien a galope,
mas nadie atiende en dónde o con qué tope.

82 Rondaba la Virtud con el espejo
que hace en el alma ver cualquier arruga:
ninguno se miró, si no fue un viejo
al cual la edad, no el poco ardor, subyuga.
Vio cuánto sea morir mejor consejo
que el deshonor de comenzar la fuga:
era el rey de Noricia, que enristrando
la lanza acometía al conde Orlando.

83 Y la rompió en la cima del escudo
del conde, que sufrió firme la carga.
Él, que al quite el acero trae desnudo,
al pasar Manilardo lo descarga.
Quiso Fortuna que aquel hierro agudo
girase y no le hiciese herida amarga,
que no siempre se puede herir de tajo;
mas derribólo de la silla abajo.

84 Quedó aturdido el rey, de ella depuesto,
mas no se vuelve Orlando a aquel que echa;
pues tronza, corta, hiende y mata al resto:
tanto cree él que aquel tropel lo estrecha.
Como bandada de estorninos presto
huye del gavilán que los acecha,
así de aquella ya desecha tropa
cae uno, otro se oculta, otra galopa.

85 No se detuvo aquel mortal acero
hasta que no quedó persona viva.
Dudó qué vía tomar el caballero,
por más que fuera su nación nativa;
y ya tomase tal o cual sendero
el alma lejos de los pies siempre iba;
pues teme caminar la senda opuesta
o a Angélica buscar donde no resta.

86 Siguió, mientras por ella preguntaba,
por campos y por selvas el camino,
y, así como de sí fuera se hallaba,
fuera salió de él, y a un monte vino;
donde de noche fuera de una cava
vio tremolar un brillo repentino.
Se acerca Orlando allá por ver si acaso
guió hasta allá también su dama el paso.

87 Como en monte que enebro aromatiza,
o entre la jara en la campiña abierta,
cuando se sigue a liebre espantadiza
pisando surcos o por senda incierta,
se mira entre las breñas y la briza
por ver si entre ellas fuese allí cubierta;
así triste su dama iba buscando,
donde lo lleva su esperanza, Orlando.

88 Llegó al angosto tajo de la roca,
corriendo hacia aquel rayo aprisa el conde,
en donde ve que, tras la grieta poca,
una amplia cueva por de dentro esconde;
y encuentra que hay delante de la boca,
a modo de muralla, espina y fronde,
para ocultar a cuanto en ella habita
de quien pretenda dar enfado o cuita.

89 No habría de día quien con ella diera,
mas la luz por la noche la delata.
Qué sea aquello Orlando considera,
y al fin resuelve ver de qué se trata.
Después que hubo el caballo atado fuera,
llega al lugar que tanto se recata;
y, haciendo franco el paso al escondite,
entra sin esperar que alguien lo invite.

90 Muchos peldaños baja a la hendidura
donde vive la gente sepultada.
Era la cueva al fin de gran anchura
toda a golpe de escoplo abovedada.
Llegaba luz dïurna a aquella hondura,
mas poca procedente de la entrada,
sino más bien de una abertura hecha
a modo de ventana a la derecha.

91 Junto a una hoguera, en medio de la cava,
había una dama de agraciado viso,
que apenas de los quince años pasaba,
según al conde parecerle quiso.
Tan bella era la dama que lograba
volver la agreste cueva un paraíso;
aunque eran sus dos ojos un torrente,
de aflicto corazón seña evidente.

92 Con una anciana mantenía disputa
(como es común entre mujeres verse)
mas, cuando el conde apareció en la gruta,
cesó aquel discutir y contenderse.
Saludo cortés él a ambas tributa
(como siempre a mujeres debe hacerse)
y, alzándose las dos muy prestamente,
contestaron al conde gentilmente;

93 cierto es que demudando ambas el gesto,
cuando oyeron la voz del caballero,
y entrar vieron armado, junto a esto,
hombre en semblante y en aspecto fiero.
Quiso Orlando saber qué descompuesto,
bárbaro, injusto y descortés guerrero
tenía en aquella cueva sepultado
un rostro tan gentil y regalado.

94 La doncella a contarlo apenas vino,
del férvido sollozo importunada,
que de la perla y el coral vecino
salir hacía la voz entrecortada.
Hacía entre lirio y rosa su camino
lágrima que tal vez era tragada.
Mas, pues ya es tiempo de que acabe el canto,
gustad de oír, señor, en otro el llanto.