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ú ocho años ¿qué hace el Estado? Nos pone una venda en los ojos, nos saca suavemente del medio social que nos rodea, para sumergir nuestro espíritu vírgen todavía, nuestro corazon abierto á todas las impresiones, en el seno de la sociedad romana; y allá nos retiene diez ó doce años, es decir, el tiempo necesario para marcar nuestro cerebro con un sello que jamás se borrará. Pero la sociedad romana ha sido enteramente distinta de lo que nuestra sociedad debiera ser. Allá se vivía de la guerra; aquí debiéramos odias la guerra. Allá se odiaba el trabajo; aquí debiéramos vivir del trabajo. Sus medios de subsistencia eran la esclavitud y la rapiña; los nuestros la libertad y la industria. Sobre tales principios reposaba la sociedad romana, y natural es que en ella se admirase lo que la hacía prosperar; que se llamasen virtudes lo que nosotros llamamos vicios; que sus poetas y sus historiadores encomiasen lo que solo desprecio debe inspirarnos. Libertad, órden, justicia, pueblo, honor, son palabras que no significan hoy lo que entonces significaban; una cosa eran en Roma, otra cosa son en Paris. ¿Cómo puede esperarse que esa juventud que sale de nuestras escuelas universitarias ó monacales, que ha aprendido moral y religion en los catecismos de Tito-Livio y Quinto-Curcio, cómo puede pretenderse, repito, que no comprenda la libertad como los Gracos, la virtud como Caton, el patriotismo como Cesar? ¿Cómo no ha de respirar instintos belicosos? ¿Cómo le ha de inspirar interés el mecanismo de nuestras sociedades? ¿Cómo siquiera ha de comprenderlas? Tanto valdría pretender que olvidase de repente lo que cree, las ideas de que se ha impregnado su inteligencia, para creer otra cosa enteramente distinta, ideas opuestas á las que desde niño he acogido como buenas.