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JOSÉ MANUEL HIDALGO.

á un huerfanito. Esas emociones son tan interiores, tan elevadas, que tocan el cielo en donde se miran y se les prepara recompensa.

Si Yolande hubiese ido allí, habría encontrado aquel castillo lúgubre, fastidioso, assomant, como llama la gente frívola á lo que no la divierte, y habría querido huir en seguida, riéndose y burlándose, sin comprender cómo podía llevarse en esa vida; pero si hubiese podido penetrar en sus corazones y contemplar la heatitud de esas almas el contento tan puro en ese recíproco afecto, habria visto cómo se goza de esa paz que nada agita, de esa conciencia que nada turba, de ese porvenir que nada teme. Las bendiciones de la comarca coronaban esa existencia, y ellos las recibían agradecidos, pero sin envanecerse, que la recompensa de sus acciones la encontraban en la voz de su conciencia.

Cuando uno ha podido arreglar la vida á sus gustos, acaba por ser como una segunda naturaleza que la contraría lo que viene á alterarla. La gente mundana, cuando pasa un día sin fiestas, se lamenta y desazona, y dice como Tito cuando pasaba uno sin hacer una buena acción, diem perdidi (día perdido). La gente que no lo es, las evita cuando puede y