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JOSÉ MANUEL HIDALGO.

almas se comunicaban, que la de su esposo veía y compadecía su dolor, oía sus lamentos y que del fondo de la tumba le enviaba un permiso en que había más resignación que consentimiento.

Salió de allí con su resolución tomada, pero sin ver aplacado su dolor. No quiso perder tiempo, porque no sólo temía por la salud y contento de Yolande, sino porque su imaginación se la presentaba ya mostrándola un desvío que acabaría quizás en aborrecimiento, lo que seria para ella un suplicio que la haría sucumbir en seguida, en medio de los mayores dolores del alma, y llegó á su casa resuelta á seguir á su hija, como una esclava, aun á China ó á Australia, si su capricho imponía esa extravagancia.

En cuanto Yolande oyó el consentimiento, saltó al cuello de su madre y la besó con demostraciones de alegría que no habían vuelto á resonar en aquella casa desde la muerte del jefe de la familia.

Yolande vió brillar en su imaginación la portada de un paraíso terrestre, sin sospechar el abismo que hay detrás, casi siempre sin salida, y corrió desalada á dar órdenes, sobre todo al marido, al que sacudía como una peonza.