que agitaban sus pañuelos para incitar á la soldadesca. Las pobrecitas no podían resig narse á vivir bajo el nefando imperio de la Constitución. Confundido éntrelos agraciados rostros como la serpiente entre las flores, Fernando atisbaba con ávidos ojos la osadía de los genízaros.
Entre éstos hubo un oficial que se atrevió á volver por los fueros de la ultrajada disciplina. Llamábase D. Mamerto Landáburu, exaltado liberal, buen patriota, fontanista, militar de club (cualidad que no constituye ciertamente la mejor casta de militares); pero al mismo tiempo persona estimable y simpática. Este desgraciado oficial habló con energía á los soldados; pero fué insultado. Ciego de furor, tiró del sable á punto que otro teniente, Goiffieu, gritaba con voz frenética: ¡Viva el Rey absoluto! Azuzados los granaderos por esta voz, cayeron sobre Landáburu; pero aún pudieron intervenir y salvarle el comandante Herón y otro oficial cuyo nombre no se recuerda. Le separaron, le condujeron á Palacio; pero allí le éiguió la turba de asesinos, y dentro del portal de Oriente recibió tres tiros por la espalda y cayó para siempre gritando: ¡Viva la libertad!
Cuando la turba vió sangre se enfureció más; pero arriba, en las excelsitudes de Palacio, un estupor medroso sucedió al levantisco entusiasmo teatral de damas y cortesanos. Cerráronse los balcones; volvieron los pañuelos á los bolsillos, y todo calló de improviso. Los tiros que mataron á Landáburu hicieron en