— Hacen mal en no tener esperanza,. c ¡Quién sabe! Dios...
— Sí, ya se está ocupando de nosotros.
— Dios no abandona á las criaturas. Animo, amigo mío.
— Ya lo tengo. Váyase usted, Naranjo. Es tarde, pueden venir.
— Adiós, adiós... Que Dios me ampare y nos ampare á todos.
Desapareció como ágil ratón sorprendido» en sus rapiñas.
XVII
Largo rato estuvieron hija y padre sin pronunciar una palabra. Ambos tenían sin duda algo que decir; pero ninguno quería ser el primero en romper á hablar. Soledad tenía la cabeza inclinada, las manos en cruz. D. Urbano miraba al techo. Por fin, con voz ronca y un acento de irruía que en él no era común, se expresó así:
— A ver, hija mía, dime dónde está nuestra Providencia, dime dónde está nuestro Dios* Que vea yo ese Dios y esa Providencia, aunque sólo sea por un instante.
Soledad contempló con lástima profunda la deplorable figura de su padre, que parecía ub muerto con voz y movimiento. Compadecióle más aún por el triste estado de su alma sin fe.
— Padre, no dude usted de Dios—dijo acer-