cándose á la cama.—Todavía puede castigar
más.
— ¿Más todavía? ¡Ahí Cuando venga el castigo, ya estaré yo en el otro mundo. De modo que... ¡ahí me las den todasl
Una carcajada de insensato siguió á estas palabras. Pero el espíritu de aquel desgraciado varón solía tener bruscas defensas y reacciones contra el escepticismo. La presencia y la voz dulce de su hija produjeron hondo sa . cudimiento en el espíritu del hombre enfermo.
— Ven acá—le dijo llorando,—ven y dime algo bueno. Consuélame. ¿Te parece que nuestra situación es lisonjera?
Soledad se arrojó en los brazos de su padre.
— Es triste —dijo,—muy triste; ¿pero no podremos encontrar algún amigo que nos salve?
— ¿Amigos nosotros? jQuó absurdo has dicho!—murmuró Gil bebiéndose sus lágrimas.
— ¡Oh! Si Anatolio viniera...
— Eso es seguro.
— Sabe Dios si le volveremos á ver. Los guardias huirán, saldrán de España... Esto es horrible... Nada me importa por mí, que moriré; pero tú, tú... ¿quieres morir?
— Yo, sí; pero cuando Dios lo ordene...
—Pues no nos da pruebas de querer que vivamos. Hija de mi alma, ¿has visto conflicto sem a jante? ¿Crees en la posibilidad de que salgamos bien de esta agonía?
— Sí lo creo.
—¿Cómo?
—Pidiendo protección.
— ¿A quién, loca, á quién? Sabes que den-