tro de algunas horas vendrán los patriotas, y nos prenderán.
—Quizás no, porque no hemos hecho nada,
— Sí, ve á convencer á esa canalla... Nos arrastrarán á una mazmorra; seremos ultrajados por la plebe soez... No quiero pensarlo. Antes mil veces la muerte para los dos, para tí y para mí.
— ¡No, no, no!—dijo Soledad con ardor. — Bascaremos quien nos proteja.
— ¡Ayl | Protección al desvalido, al triste, al abandonado!... No puede ser.
— ¿Por qué no?
— jPero quién! Revuelve toda la creación, y dirás como yo: «muerte, nada más que muerte.»
- -Yo digo que nos salvará algún amigo.
— Y yo digo: «descanso, descanso.» |Ohl ¡qué dulce palabra!
Cerraba los ojos para contemplar dentro de sí mismo un remedo de la paz de los sepulcros.
— No, no, no!— repitió Saledad levantándose con resolución.—Yo saldré, yo buscaré quien nos ampare.
— Dime antes su nombre,—murmuró Urbano abriendo los ojos con desvarío.
Sólita sintió el violento sacudir de la voluntad, que vibra su rayo omnipotente en nuestro espíritu en momentos de peligro, y cerrando los ojos, olvidando toda consideración, pronunció un nombre.
El semblante de Gil de la Cuadra se contrajo, y sus labios articularon lastimero quejido.
—Me has traspasado el corazón,—dijo des-