B. PÉREZ G ALDOS
pués de una pausa, con voz muy queda y dolorida.
Sólita callaba sin atreverse á añadir una sílaba más.
— Quizás pudiera hacer algo por nosotros..» de seguro podría...—añadió el viejo, rechazando con la derecha mano una figura imagina- j ria;—¡pero no: atrás!... jaunca! H ja mía, toma un cuchillo, atraviésame de una vez el corazón; mátame; pero no pronuncies ese nombre, no 1110 mates así... que esa muerte es demasiado terrible.
La infeliz muchacha apenas tenía ya alma para resistir tanto dolor.
— [Todavía; pero todavía!...—exclamo oprimiendo su cabeza con ambas manos.—Cuando todo nos falta; cuando no hay calamidad que Dios no nos haya enviado; cuando nombramos á la muerte como única esperanza, nuestra... ¡todavía, señor, ese aborrecimiento^ que es como el de los demoniosl
— Todavía—murmuró la voz de Gil, profunda, hondísima, lejana, cual si sonara en lo más recóndito de su cuerpo.—Todavía y siempre.
Oyéronse golpecitos á la puerta y una vo~ cecilla cascada que decía:
— ¿Se ofrece algo?
Era la pobre anciana que cuidaba de Naranjo, mujer piadosa, sencilla y caritativa, aunque curiosa.
— ¿Con que parece que nos quedamos solos?
— dijo al entrar.—¿Y qué tal va el Sr. Gil?
Como nadie le contestase, dirigióse á Sola y