P. PÉREZ GALD. S
€n que se veían caballos muertos que pareeínn cerdos blancos; arcabuceros apuntando al cielo, culebrinas que vomitaban bermellón, y torres muy pulidas por cuyas almenas asomaban lindos arqueros empenachados con plumas de distintos colores.
A Sola le parecía hermosísimo aquel museo. Después que lo observó todo con claras muestras de placer infantil, fijó los ojos en la mesa y vió con sorpresa que no estaba, como otros días, llena de papeles amarillos y empolvados, de expedientes, cuadernillos, cartas y libros de asiento, sino de hermosos volúmenes con canto de oro y finísimas pasta?; vió también que su hermano tenía delante varios pliegos donda no había, como otras veces, grandes filas de números semejantes á ejércitos en disposición de entrar en batalla, sino renglones de prosa seguida y corriente.
— ¿Qué estás haciendo?—preguntó Sola á su hermano con amable confianza.
— Para tí no hay secretos—repuso el joven separando la vista del papel.—Esto no es una cuenta, es un discurso que mo ha encargado el señor Duque.
— ¿Un discurso?
— Sí: para pronunciarlo pasado mañana en las Cortes. Ya me íalta poco—añadió tomando un libro y hojeándolo.— Veamos lo que dice Voltaire sobre este punto, porque has de saber que Su Excelencia quiere que en el discurso haya muchas citas, y que en cada párrafo hablen por su boca dos ó tres filósofos.
La muchacha se echó á reir, aunque no