B. PÉREZ G ALDOS
—¿Pero y si van?—pensó después.—Si te llevan á la cárcel, como está... Se morirá por el camino... No, no irán: es imposible que se acuerden de tal cosa. Lo peor es que no tenemos nada. ¡Qué disparate haber dado al señor Naranjo todo el dinero!... ¿Quién nos ampara* rá si no encuentro hoy al batallón Sagrado?..» Y he de encontrarle... Veremos más tarde..» Esto acabará pronto... ¡Pero si le sucede algo» si le matan!...
El terror que esta idea le producía la desconcertó un momento; pero llenándose de fe r su alma privilegiada se tranquilizaba. Dios,. J3in embargo, no quiso que en aquella aciaga mañana fueran dichosas las horas de la infeliz joven, y no la dejó andar veinte pasos en paz. Por la calle de las Fuentes, por la de las Hileras, subían columnas de milicianos granaderos, terribles, amanazadores: iban á cubrir el flanco de la Plaza. El paso por aquella parte estaba co^do.
Soledív, viendo la alarma del vecindario* qu^ó yerta de espanto. Gritaban en los balcones las mujeres, lloraban algunas, votaban los hombres. Cerrábanse puertas, se desocupaba á toda prisa la calle; hasta los perros huían despavoridos. Por un instante no supo la pobre qué resolución tomar; vaciló entre se* guir bajando ó correr de nuevo hacia arriba. El aspecto imponente de las tropas que subían la ofuscó de tal modo, que tomó el peor partido, corriendo hacia la calle Mayor; pero do» mujeres que iban hacia la de Santiago, indicáronle aquella dirección como la; aejor, Las