comprendía bien la gracia de aquella observación. Pero se había acostumbrado á ser eco fiel de las ideas y de las sensaciones de su hermano, y su hermano en aquella ocasión parecía contento. Al escribir un párrafo mostraba, con sonrisas y gestos, burlesco orgullo y satisfación de sus dotes literarias.
En tanto Soledad, fijos los ojos en el semblante del confeccionador de discursos y en la mano con que escribía; apoyando sus codo» en uno de los lados de la mesa, no cesaba de tocar, mover y dar vueltas á los objetos que más cerca tenía. Sentía la pueril necesidad de enredar que nos invade cuando en momentos de vaga contemplación y de serenidad de espí* ritu, cae algún cachivache bajo la acción de nuestras ociosas manos. Sólita cogía un libro para volverlo á colocar por el otro lado; levantaba un pedazo de plomo destinado al corte de plumas, y con él tocaba cadenciosamente sobre la mesa una especie de marcha; acariciaba las barbas de una pluma rozándolas á contrapelo, y por último, tomando un lápiz, hizo varias rayas y círculos sobre el forro de un cuaderno. ¡Extraña fuerza que hace describir á las manos acompasado vaivén, siguiendo el misterioso ritmo de las ideasl
— Vamos, atrévete á decirme que no sé hacer discursos—indicó Salvador jovialmente disponiéndose á leer.—Escucha y tiembla: €¿Ue qué sirve, pues, que un caudillo esforzado estableciera la libertad, si el Gobierno hace ilusoria tan gran conquista? ¿De qué sirven tanto penar, tan formidables luchas y el sacrL