y oyó el terrible grito del Brigadier guerrillero y módico, su alma pasó velozmente, y en ei breve espacio de algunos segundos, de sensación á sensación, de terribles angustias á fogosos enardecimientos. Ante sus ojos cruzó una visión, y ¡qué visión, Dios poderoso!... pasó la tienda, aquel encantador templo de la subida á Santa Cruz; pasó la anaquelería, llena de encajes blancos y negros en elegantes cajas. Las puntillas de Almagro y de Valenciennes se desarrollaron como tejidos de araña, cuyos dibujos bailaban ante sus ojos; pasaron los cordones de oro, tan bien arreglados en rollos por tamaños y por precios; pasó escueta la vara de medir; pasaron los libros de cuentas y el gato que se relamía sobre el mostrador; pasaron, en fin, la señora de Cordero y los borreguitos, que eran tres, si no miente la historia, todos tan lindos, graciosos y sabedores, que el buen hombre habría dejado el sable para comérselos á besos.
Pero aquel hombre pequeño estaba decidido á ser grande por la fuerza de su fe y de sus convicciones: borró de su mente la pérfida imagen doméstica que le desvanecía, y no pensó más que en su puesto, en su deber, en su grado, en la individualidad militar y política que estaba metida dentro del D. Benigno Cordero de la subida de Santa Cruz. Entonces el hombre pequeño se transfiguró. Una idea, un arranque de la voluntad, una firme aplicación del sentido moral, bastaron para hacer del cor. dero un león, del honrado y pacífico comerciante de encajes un Leónidas de Esparta» S¿