—¿A quién?... ¡Padre, por Dios, no se debe matar á nadie!
— He oído su voz... Está aquí.
Soledad sintió en su mente una inspiración divina. Arrodillada junto al lecho, tomó las manos del viejo, y estrechándolas con fuerza convulsiva, exclamó así:
— Padre, perdónale.
D. Urbano movió la cabeza á un lado y otro. Después dijo con voz ronca:
— No, no.
Pausa. El mismo enfermo, cuyo febril espíritu luchaba con la miserable carne que lo expelía sacudiéndose, fué quien rompió de nuevo el silencio. Su voz denotaba ahora serenidad y gozo al decir:
— |He delirado, hija mía!... Sin duda tengo calentura. ¡Pero ¡qué cosa tan raral Ahora no vea nada, absolutamente nada. Me figuraba oir una voz... ¿En dónde está Anatolio, mi querido hijo y tu esposo?
Salvador volvió á entrar. Gil de la Cuadra* por la dirección de sus ojos, demostraba no ver nada.
—Hija, hijo... ¿dónde estáis?—continuó el anciano, mezclando con las palabras blandos quejidos.—Siento una cosa extraña en el corazón... No es dolor, no es punzada... es una cosa que se va, que se desvanece... jay! adiós* Abrazadme los dos.
Soledad le abrazó por un lado del lecho, Salvador por el otro.
— }Ah! ¡qué feliz soy!—murmuró Gil.— Estáis unidos para siempre; sois marido y muía