guardias que huyen, y si no viene en seguida, tendremos noticias de él.
— ¿Han huido muy lejos?—preguntó Soledad con tristeza.
— Muy lejos. Han muerto pocos, por más que digan para abultar la importancia de las refriegas de ayer. Creo que puedes estar tranquila. He oído los nombres de casi todos los que han parecido, y nada se dice de tu futuro ■esposo.
— No lo es todavía,— dijo Soledad dando un aspiro.
— Pero lo será. Al fin llegará tu hora de feJicidad. ¡Por Dios, que la has ganado bienl Aunque deseo, hermana querida, que Anatolio venga y te recoja y se case contigo, me agradaría que estuvieras algunos días en mi casa con mi madre, que tanto te quiere.
— ¿Y si mi primo no parece? ¿Y si ha muerto?—preguntó la huérfana mirando á su hermano.
— No pienses eso... Pero en caso de que pasara tal desgracia, vivirás con nosotros como ei fueras de la familia. No te faltará nada; descuida. Apuesto á que tú misma llegarás á creer que has nacido en mi casa. Y no seas tonta: tampoco te faltará á su tiempo una buena posición. Tienes mucho mérito, y no es dudoso que encontraríamos un hombre honrado con quien casarte.
Soledad, al oir esto, no hizo más preguntas, y miró con ojos aparentemente distraídos á la gente que al paso tardo del coche se veía por ambas portezuelas.