P. PÉREZ G ALDOS
también,—dijo Sola á medias palabras á causa de su mucha emoción.
— ¡Que tú la conoces!— exclamó Salvador palideciendo.
— Sí. Al fin todo se sabe. Por lo visto, la falta de buenos ángeles tutelares que sujeten y corten las alas, no es sólo de ahora.
Monsalud se levantó bruscamente, y con las manos á la espalda, el ceño fruncido, dió algunos paseos por la huerta, sin alejarse mucho, recorriendo una órbita bastante reducida alrededor de su hermana adoptiva. Esta no se movió ni le miró.
Un instante después, el joven se detuvo ante ella, y con familiaridad muy natural le dijo:
— Estoy pensando que si tu primo no quiero parecer, que no parezca. Yo no pienso da*.; un solo paso más por encontrarle.
—El se cuida poco de mí—dijo Sola,—cuando no me avisa lo que le pasa: ¿no es verdad?
— Seguramente. Ese joven se porta muy mal; pero muy mal.
XXVI
Más tiempo que de ordinario estuvo aquel dfa Monsalud en la casa, y al salir regresó más pronto que de costumbre. Mientras estuvo fuera, Soledad le acompañó con la imaginación, sin apartarse un punto de su persona,