o
siguiéndole como sigue la esperanza á la desdicha. El pensamiento de la pobre huérfana alzaba atrevidamente el vuelo, y sus sentimientos, cual si fueran substancia material que se dilata, parecía que la llenaban toda <jon expansión maravillosa, y lo interior de su sér pugnaba por rebasar la estrecha superficie del mismo y echarse fuera. La emoción no la dejaba respirar. Por la tarde sintió necesidad imperiosa de estar sola, de salir de la habitación, que se la empequeñecía más cada vez, y bajá á la huerta. A maravilla se avenía -el estado de su alma con la grandeza del cielo inmenso, infinito, y con la diafanidad del aire claro y libre que á todas partes se extiende. Fuera de la casa y sola se encontró mejor; pero no muy bien. Su alma quería más todavía. Vagó por la huerta largo rato, acompañada de un perrillo que se había hecho su amigo. La tarde era hermosa, y toda la vegetación sonreía.
De pronto, la huérfana sintió pasos junto á la puerta de la tapia. Vió que aquélla, con ser tan pesada, se abría ligeramente al impulso de vigorosa mano. Dió la joven algunos pasos, esperando ver con los ojos del cuerpo á cierta persona; pero se quedó fría, yerta y como sin vida, cuando vió que entraba un hombre negro, mejor dicho, un hombre blanco, rubio, dorado como el marco de un espejo, y todo cubierto por venerables ropas negras, como las de los clérigos vestidos de seglare3. Traía un brazo en cabestrillo, formado con un pañuelo negro también. Era Anatolio.