XXVII
Salvador entró al anochecer. Soledad, incurriendo en un error común á todos los que
sufren vivas pasiones de ánimo, creyó hallar en su hermano una situación de espíritu semejante á la suya; pero su desengaño fué tan grande como triste cuando le vió taciturno y severo, esquivando la conversación, y nada semejante al hombre franco y alegre de aquella misma mañana.
Después de cenar, la huérfana y él se encontraron solos. Hablaron breve rato de cosas indiferentes, y como ella al fin se aventurara á indicar un modo delicado la extrañeza que le producía ver tan intranquilo al que algunas horas antes parecía sereno y feliz, Monsalud le dijo secamente:
— Mañana hablaremos de eso, Sola. Esta noche no puedo. Estoy en poder del Demonio.
Y se retiró. La huérfana permaneció cavilosa largo rato. Después sintió voces lejanas, y pasando de una habitación á otra, oyó hablar á la madre y al hijo; mas no pudo entender lo que decían, ni quiso intervenir indiscretamente en aquello que no parecía disputa ni altercado, sino más bien exhortación de la madre al hijo.
Retiróse á su cuarto, y toda la noche estuvo