B. PÉREZ G ALDOS
sin dormir, dando vueltas en la imaginación á millares de ideas, de cálculos, de figuras, de discursos, que giraban con rápido torbellino alrededor de un hombre. Pudo tener por la mañana algunos instantes de descanso, y cuando se levantó, ya Salvador había salido. La[ explicación de lo ocurrido la noche anterior, r diósela Doña Fermina entre lágrimas y con los términos siguientes:
— No fe puedo detener... ¡Se nos val
— |Se va!—exclamó Sola abrumada de pena.
— ¿Quién es capaz de detenerle? ¡Pobre hijo mío! Es un caballo desbocado, un caballo salvaje.
-—¿Y á dónde va?
—¿Pues crees tú que yo lo sé? Dice que volverá pronto.
— ¿Va solo?
—Se me figura que no... Nada: es locura querer quitarle de la cabeza esta escapatoria, tan parecida á las de D. Quijote. Sin embargo... conviene que tú le digas algo. Puede que de tí haga más caso que de mí... Entre tanto, ayúdame á arreglarle la ropa que ha de llevar.
—¿Todo esto?
— Sí... todo esto, hija mía; lo cual me prueba que no le tendremos de vuelta la semana que entra.
El montón de ropa era imponente. Soledad se aterró al verle, y pensó en la apartada América; mas no era posible que se tratase de un viaje tan largo.