— ¿No tomas nada?—preguntó Doña Fermina á su hijo.
— Nada,—repuso éste brevemente.
Paseaba de largo á largo, con lentitud, echada la cabeza hacia adelante y las manos cruzadas atrás. Parecía contar minuciosamente los ladrillos del piso. Callaban las dos mujeres; pero con sus alternados suspiros decían más que con cien lenguas.
Un reloj dio las nueve. Salvador se detuvo, y mirando á su madre, pronunció estas palabras:
— No, no puede ser.
—¿Qué?—preguntó la madre
— Que me vaya.
— Si lo hicieras como lo dices...
— Si no fuera porque es preciso cumplir... — murmuró, y al instante volvió al febril paseo.
— ¿Has dado una palabra, una promesa de muchacho casquivano? ¿Eso qué significa?
— No puede ser, no,— repetía.
—¿Qué?—preguntó la madre con ansia.
— Quedarme.
— Ahora es lo contrario. ¡Si piensas una cosa, y al cabo de un instante otra!... ¿Cómo nos entendemos? Pareces un lunático. Y á nosotras nos pegarás tu demencia, y tendremos la cabeza tan destornillada como tú.
— |Desgraciado de mil—exclamó el joven.
— ¡Desgraciadas de nosotras!—dijo Doña Fermina.
— ¿Está mi baúl abajo?
— Está todo como lo has dispuesto.
En la huerta, y junto á la verja que daba