— Eso es, Sólita: si viene alguien di que se ha muerto.
— ¡Si pudiera morir fuera } T vivir solo en mi casa!...—murmuró el joven dejándose caer en una silla.—¡Qué fatigado estoy! No he viajado aún, y me parece que estoy de vuelta.
— Has corrido con la imaginación.
— ¿Pero es cierto, hijo mío, es cierto que te quedas? Dime la verdad.
— Me quedo, sí. Debo quedarme. ¿No es verdad, Sola?
La huérfana le miró sin pronunciar palabra.
— Tienes razón: es una locura.
— Si yo no he dicho nada...
— Sí: has dicho que me quede.
-¿Yo?
— Sí, tú: me lo has dicho con los ojos, que suelen hablar más claro que la lengua.
Soledad bajó los ojos. Durante un momento leía en el rostro de ella como en un libro.
—Vaya, hijo, no hables más del asunto, y á dormir,—dijo Doña Fermina con evidentes señales de sueño.
Pasó largo rato. Doña Fermina, que no acostumbraba velar más allá de las nueve, tranquilizada por la resolución de su hijo, se durmió como un ángel.
Despertóla Soledad para llevarla á su cama, porque la pobre señora parecía que se rompía 1 cuello con la inclinación de la soñolienta cabeza.
— ¿En dónde está, en dónde está?—murmuró extendiendo las manos.
—Aquí, madre, aquí,—dijo Salvador levan-