tándola del sillón y sosteniéndola en su* brazos.
Retiróse á su alcoba la anciana, y poco dea»
pués dormía profundamente.
XXVIII
Soledad volvió al comedor.
— ¿Qué tienes que decir de mí?— le preguntó su hermano adoptivo.
— Contestaré mañana. Hasta ahora no puedo formar juicio,—dijo Soledad sonriendo con tristeza.
— ¡Dichoso el pájaro prisionero en la jaulal
— afirmó Monsalud con vehemencia.—Ese sabe que no puede salir, y está libre de un gran tormento: la elección del camino.
—Ya he mandado cerrar todas las puertas
— insinuó Soledad.—¿Estás bien así, ence* rradito?
— Querida hermana—dijo Salvador con afán,—si me pudieras dar tu tranquilidad, ta serenidad, la paz de tu espíritu, |cuán feliz sería yol
— ¿La paz de mi espíritu? Pues tómala.
—¿Cómo?
—Si yo quiero dártela y no la quieres.
— No digas que no la quiero.
—¿No me has dicho ayer que quieres que sea impertinente?
—Sí.