su casa desempeñaba las funciones de mayordomo, secretario y confidente.
—¿Está concluido ya?—le preguntó Su Excelencia*
— Está concluido,—repuso Monsalud, mostrando varios pedazos de papel escritos por un i lado y otro.
— ¿Tan pronto? ¿Te habrás hecho cargo de lo que yo quiero decir?
— Me parece que he interpretado bien el pensamiento de Vuecencia. Es clarísimo. Vuecencia quiere decir cuatro verdades al Ministerio; probar que Martínez de la Rosa, con todas sus letras, no sirve para el caso; Vuecencia quiere que se arme gran barullo en las Cortes; en suma, pronunciar un discurso que á lo violento de la intención una la severidad y firmeza de una frase cortés.
— Eso es; y además...
— Sí, que revele sólida erudición y que abunden en él las citas de filósofos, para que se vea...
— Que mis discursos no son como los de Romero Alpuente, un fárrago de vulgaridades ramplonas para trastornar á la muchedumbre.
— ¿Quiere Vuecencia que lea?—preguntó el joven sentándose.
— Ya te escucho.
— «Señores diputados —dijo Monsalud leyendo,—cedo por fin á los ruegos de mis amigos, y tomo la palabra para exponer mi opinión sobre la política del Gobierno. Hablo sin preparación alguna, apremiado por las graves