B. PÉREZ O ALDOS
garganta, toso, escupo; en fin, Salvador de mi alma, que no digo más que vulgaridades... y lo llevaba tan bien aprendido, tan claro!
— Procure Vuecencia tener serenidad, y aprenda del General Riego. Eso sí que es hablar sin ton ni son; eso sí que es decir perogrulladas huecas con apariencia de cosas graves. Todo por efecto de la serenidad. Cuando no se tiene idea del disparate, cuando no existe el temor, cuando una presunción excesiva asegura el aplauso de uno mismo, está allanada la dificultad, y los apuros parlamentarios no existen.
—Dices bien: es cuestión de temperamento. Yo no sirvo para el caso; pero hay que sacar fuerzas de flaqueza. jAyl ya me tiemblan las carnes pensando... ¿Irás á oirme?
—¿Pues cómo había de faltar? Llevaió quien aplauda, si es preciso.
— Mire Vuecencia este jarrón vacío, imagine que es el General Riego, figúrese que el consuelo de los libres le está mirando, y cobrará alientos y. brío.
— Bien, bien—dijo el Duque tomando el manuscrito.—¡A estudiar! Felizmente, tengo buena memoria. ¿Te irás á trabajar? Eso es: cuando tenga mi lección regularmente sabida, te llamaré, á ver qué tal me sale.
— Muy bien: yo me vuelvo al despacho.
— Hoy no estoy para nadie... ¿Con que subirás después?... Lo leeré cuatro ó cinco veces. Cuando lo sepa regularmente, tú me oirás, á ver qué te parecen la acción, el gesto, los* cambios de tono. Me dirás si en tal ó cual pa-