B. VÉREZ GALDÓS
porque allí había comida y ni siquiera la tocó.
Volviendo al cuarto de su hija, examinó las cerraduras de todos los cofres. Ninguna estaba abierta. Con rabia golpeó las arcas y los cajones de la cómoda, gruñendo así:
— Todo, todo lo guarda esta condenada.
En seguida registró la ropa que en distintos puntos de la estancia había. Su mano, trémula y resbaladiza, entraba en todos los bolsillos, deshacía todos los pliegues, sacudía las faldas, desdoblaba lo doblado y hacía envoltorios de lo extendido.
— Nada, nada.
Sin duda buscaba llaves. Después de mucho revolver sintió un ruido metálico. Metió k mano y sacó una pieza de dos cuartos y un ochavo.
— Esto ya es algo —pensó.—Con esto tengo ya catorce cuartos reunidos, y si encuentro más... Iré juntando, y á falta de un medio, emplearé otro.
Pareció darse por satisfecho con tal razonamiento y con aquel hallazgo, y puso fin á sus investigaciones. Regresando á sus dominios, es decir, á su sillón, sacó del seno un envoltorio para guardar su nueva conquista. Antes de hacerlo contó repetidas veces, con la gozosa atención del avaro, su tesoro.
— Catorce cuartos—dijo.—Catorce y un ochavo.
Después hizo cuentas con los dedos mirando al techo.
— Sí—murmuró,—pronto podré... Cualquier medio sirve. Quizás sea éste el mejor...