se de otro modo que como tal realidad? ¿Caben eu ella fantasmagorías? No; no te hagas ilusiones. Tu primo no viene ya; nos desprecia como nos desprecian todos los nacidos, porque somos pobres, porque estamos deshonrados, porque somos una vil escoria.
— Mi primo no ha dicho que no vendrá.
— No lo ha dicho; pero ello es que no viene. Quiere romper su compromiso de una manera evasiva. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última carta?
— No lo recuerdo bien—dijo Sola, demostrando que no dedicaba sus ocios á llevar la cuenta de las cartas que escribía el desnaturalizado primo.
— Pues yo sí lo recuerdo. Hace cinco meses y tres días... ¿Qué quiere decir este silencio?
— Que no tÍóne ganas de escribir, ó que está preparando su viaje.
— No te hagas ilusiones; repito que no te ha* gas ilusiones. En la realidad no puede haber, no hay fantasmagorías. La cuestión es la siguiente...
— Sí, ya lo sé,—dijo Soledad riendo.
— Mi pobre hermana, que murió hace cinco años, me dijo en los últimos días de su vida: «Deseo ardientemente quo mi hijo se case con tu hija...»
— Y usted le contestó: «Yo también deseo que mi niña se case con tu niño...» Sí, ya sé; no es la primera vez que oigo ese cuento.
— Mi hermana y yo tratamos del asunto largamente. Hallábamos las cualidades más