B. PÉREZ GAXDOS
que ese miserable será capaz de entregar á otra su mano, su corazón, su casa, su hacienda... que debía ser para tí, sí, para tí, lo repito mil veces!
— Eso sí que es vivir de ilusiones, eso si qiío es vivir de fantasmagorías. ¿A eso llama usted realidad?
— No... yo he soñado, he soñado como un insensato, como un niño, como un rapaz enamorado—dijo D. Urbano secando las lágrimas que corrían por sus flacas mejillas.—Yo he soñado durante algún tiempo que tú ibas á ser señora de una hermosa casa, que ibas á tener criados, magníficas praderas, vacas, mieses, montes. Pero ese joven nos ha hecho traición... porque es una traición, una alevosía.
— Si ese joven se ha creído dueño de su propio destino, padre, ¿qué le vamos á hacer? ¿Hemos de irritarnos por eso? ¿Por qué hemos de dudar de Dios? Yo le juro á usted que renuncio de buena gana á los prados, á la hermosa casa y á las vacas de leche. Todo lo doy i con gusto en cambio de la tranquilidad de nuestro espíritu, que es la hacienda mejor de todas.
— ¡Desgraciada! Tú no sabes lo que C3 la orfandad, la soledad; tú has olvidado que, muer-j 1 to yo, no tendrás amparo alguno en el mundoJ
— Pues yo estoy segura de que lo tengo, 6 de que lo tendré.
— ¿Tú?... ¿Estás loca? No conoces el munda.
— Lo conozco.
— ¿En qué esperas?
—En Dios.