— Las calles están llenas de mendigos, de niños abandonados, de infelices muchachas que se han prostituido. ¿Dónde está Dios que no les ampara?
—¿Qué eabe usted si les ampara ó no?
— Sé lo que es el mundo... [Dios délos cielos! ¿Qué faltas he cometido yo para tan inmenso castigo? ¡Tener horror á la vida por mi miseria, por mi desgracia, por mi infamia... y al mismo tiempo tener horror á la muerte porque muriendo, dejo á mi pobre hija en la miseria, sola y sin arrimo! ¡No poder vivir... ni morir!
El anciano rompió á llorar. Sólita no dijo nada, porque lo que podía decir no hubiera convencido al infeliz viejo, y lo que le habría convencido no podía ser dicho. Abrazó á su padre, y se confundieron las lágrimas de uno y otro. Un ruido extemporáneo en lo interior de la casa les sacó de la sombría contemplación de su desgracia,
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Oíase la voz de Naranjo, áspera y chillona. Oíase otra voz ronca y hueca que tenía las sonoras y retumbantes inflexiones de la elocuencia.
— Como lo cortés no quita á lo valiente — decía Naranjo,—bien venido á mi casa sea el Sr. D. Patricio. Dígame en qué puedo servirle.
— Todo Madrid, Sr. Naranjo, todo Madrid