B. PÉREZ GALDÓ3
ó mofletuda pasiega. El musculoso cuerpo representaba h9rciilea fuerza, y sus manazas parecían más propias para romper los objetos que para cogerlos. En todo él revelábase poca hábito de las formas sociales y una franquezi campesina que por cierto no era desagradable. Finalmente, el conjunto de la persona de Anatolio Gordón predisp3nía en su favor, y nadie, al verle, podría negarle un pue3to honroso, quizás el primero, entre los excelentes muchachos.
Hízole sentar á su lado D. Urbano y no ae saciaba de contemplarle.
— Yo creí que vendrías de uniforme—dijo estrechándole las manos.—¡Pero qué grandón estás! jOómo has crecido, hijol Da seguro que no habrá en -toda España un mozo más guapa que tú. Si vieras qué alegría no3 ha dado tu carta... Yo creí que nos habías olvidado.
— Tengo que pedirles perdón —dijo Anatolio con torpeza, pues era algo corto de genio,
— por haber e3tado tanto tiempo sin escribirles»
— Déjate de excusas ahora...
—Pero siempre tuve intenciones de volver, eiempre he tenido presente lo que mi madre» me dijo al morir...
Mirando á su prima, Anatolio se puso como la grana.
—Yo no podía explicarme tu silencio— manifestó Cuadra.— Mejor dicho, yo había perdi de la esperanza de que vinieras. Mi hija, esta buena hija, que ha sido mi consuelo y mi lu* f esperaba siempre, confiando en la Providencia.
— No tarda quien viene. Aquí estoy al fln—